Laberinto
Armando González Torres
La relación del escritor maduro con su vocación adolescente es compleja:
para unos, la lejana adolescencia puede ser una época pueril y
divertida, afortunadamente superada; para otros, el testimonio de una
promesa traicionada. Pero hay quienes pueden armonizar toda su
trayectoria con esa inflamada mocedad y encontrar en la escritura una
perpetua ilusión y placer juvenil. Gran parte de la poesía de Efraín
Huerta tiene ese aire de descubrimiento y renovación juvenil y ni el
ortodoxo militante político de mediana edad o el hombre ya maduro y
enfermo logran acallar las chanzas, ilusiones y genio poético del
muchacho. El joven Huerta es un poeta excepcionalmente dotado que
escribe piezas magistrales antes de los treinta años. Sus textos siguen
conmoviendo porque recuerdan esa edad de oro en que coinciden el
despertar poético con el despertar sexual y civil y el artista
adolescente busca simultáneamente la reivindicación amorosa y la
reivindicación política. Los temas recurrentes de la juventud de Huerta y
que reaparecerán transfigurados en diversas formas y tonos a lo largo
de los años, son precisamente la revolución y el amor. No es extraño que
una imagen capital en Huerta, alrededor de la que construye toda su
primera poesía, sea la del alba, una imagen que señala una expectativa
de nuevo amanecer, de despertar y renacimiento, de recuperación temprana
de la conciencia vital y política tras el sopor del sueño. Huerta canta
al alba con un lenguaje audaz que combina la lectura atenta de la
generación del 27 con algunos hallazgos surrealistas y con la
incorporación incipiente del lenguaje cotidiano y callejero. Esta
primera poesía ya hace evidente un toque estrambótico, una delicada
sonoridad y una unidad de tono propias, que alcanzan su culminación en Los hombres del alba.
Luego de este gran libro, hay un periodo en que parecen dominar la
convicción y la seriedad política, pero no deja de estar presente el
poeta adolescente y, si sus doctrinas son intransigentes, su idioma es
liberador. Eso le permite patentar una poesía plebeya y coloquial que
celebra y condena a la vez la monstruosidad de la urbe y que hace a
Huerta precursor de la mayoría de los registros de inspiración citadina.
La referencia concreta a espacios de la urbe aterriza las imágenes; el
apego genuino a la ciudad y sus criaturas hacen creíble la figura del
poeta peatón. Con espontaneidad, sin poses, Huerta logra armonizar
ciudad y poesía y sin ningún esfuerzo una lírica deviene urbana, sin
descender jamás a lo típico, sino guardando su misterio y su capacidad
de impacto e indignación. Su última actualización son sus poemínimos,
esos juegos de ingenio, que le permiten una auténtica renovación y un
encuentro con las generaciones más jóvenes y que revelan un Huerta mucho
más humano, sabio y escéptico que ya no cree en el cambio mágico del
hombre y que tiene una visión antropológica más ácida, pero también más
noble y risueña.
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