sábado, 14 de junio de 2014

Eterna adolescencia

14/Junio/2014
Laberinto
Armando González Torres


La relación del escritor maduro con su vocación adolescente es compleja: para unos, la lejana adolescencia puede ser una época pueril y divertida, afortunadamente superada; para otros, el testimonio de una promesa traicionada. Pero hay quienes pueden armonizar toda su trayectoria con esa inflamada mocedad y encontrar en la escritura una perpetua ilusión y placer juvenil. Gran parte de la poesía de Efraín Huerta tiene ese aire de descubrimiento y renovación juvenil y ni el ortodoxo militante político de mediana edad o el hombre ya maduro y enfermo logran acallar las chanzas, ilusiones y genio poético del muchacho. El joven Huerta es un poeta excepcionalmente dotado que escribe piezas magistrales antes de los treinta años. Sus textos siguen conmoviendo porque recuerdan esa edad de oro en que coinciden el despertar poético con el despertar sexual y civil y el artista adolescente busca simultáneamente la reivindicación amorosa y la reivindicación política. Los temas recurrentes de la juventud de Huerta y que reaparecerán transfigurados en diversas formas y tonos a lo largo de los años, son precisamente la revolución y el amor. No es extraño que una imagen capital en Huerta, alrededor de la que construye toda su primera poesía, sea la del alba, una imagen que señala una expectativa de nuevo amanecer, de despertar y renacimiento, de recuperación temprana de la conciencia vital y política tras el sopor del sueño. Huerta canta al alba con un lenguaje audaz que combina la lectura atenta de la generación del 27 con algunos hallazgos surrealistas y con la incorporación incipiente del lenguaje cotidiano y callejero. Esta primera poesía ya hace evidente un toque estrambótico, una delicada sonoridad y una unidad de tono propias, que alcanzan su culminación en Los hombres del alba.
 
Luego de este gran libro, hay un periodo en que parecen dominar la convicción y la seriedad política, pero no deja de estar presente el poeta adolescente y, si sus doctrinas son intransigentes, su idioma es liberador. Eso le permite patentar una poesía plebeya y coloquial que celebra y condena a la vez la monstruosidad de la urbe y que hace a Huerta precursor de la mayoría de los registros de inspiración citadina. La referencia concreta a espacios de la urbe aterriza las imágenes; el apego genuino a la ciudad y sus criaturas hacen creíble la figura del poeta peatón. Con espontaneidad, sin poses, Huerta logra armonizar ciudad y poesía y sin ningún esfuerzo una lírica deviene urbana, sin descender jamás a lo típico, sino guardando su misterio y su capacidad de impacto e indignación. Su última actualización son sus poemínimos, esos juegos de ingenio, que le permiten una auténtica renovación y un encuentro con las generaciones más jóvenes y que revelan un Huerta mucho más humano, sabio y escéptico que ya no cree en el cambio mágico del hombre y que tiene una visión antropológica más ácida, pero también más noble y risueña.

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