Laberinto
Carlos Ulises Mata
Estoy
con Borges y Calvino: un libro clásico es el que no termina de leerse
nunca, porque su lectura le dice cosas nuevas e interesantes al mismo
lector en distintos momentos y porque logra la condición prismática para
distintos lectores de una misma época. Cómo leer en bicicleta,
de Gabriel Zaid pertenece a ese orden. Con todo, su condición de fuente
perenne de la que no deja de brotar agua fresca y transparente se logra
también por ser un libro que, tras su primera publicación en 1975, no
ha terminado de ser escrito.
El
propio Zaid cuenta que, al idearlo o darse cuenta de la posibilidad de
que existiera (lo que debió ocurrir en 1967, en parte gracias a la
mayéutica de Joaquín Díez–Canedo), no se propuso escribir un libro sino
explorarse como escritor y explorar el nivel de tolerancia crítica del
entorno, previsiblemente bajo en pleno diazordacismo. Hacia ese efecto,
Zaid intervino primero en el orden compositivo de sus ensayos, a los
que, por mera curiosidad y reto artístico, despojó de sus inclinaciones
habituales (aparición obsesiva del yo, de frases preelaboradas de elogio
y denuesto, de afirmaciones que no se prueban) y de sus formas
consabidas, ejecutando cada uno con una diferente (e inusual) fórmula
retórica: como si fuera un paper, un
alegato judicial, un instructivo, una indagación detectivesca, y etc., y
como si no, pues eran legibles y divertidos. En equiparación con esa
formalidad subversiva, Zaid inició una práctica a la que lo empujaba su
disgusto estético y, sobre todo, su sentido moral. La práctica consistía
en criticar “las cosas públicas y demostrables públicamente”, en
criticar a “personas con poder literario o político” (p.ej., al
presidente de la República) y, al fin, en “hacer política literaria”. En
sus palabras, ejercer el poder que sí se tiene como escritor: “hacer
planteamientos independientes, por escrito, para el público”. En las
mías: ser un escritor moderno en un país de nuevo premoderno, a causa
del servilismo imperante.
La
distancia de cuatro décadas con escritos como “Carta a Carlos Fuentes” y
“Los escritores y la política”, determinantes del perfil peculiar que
la posteridad dará al libro, permite darnos cuenta del hito que implicó
la sucesiva publicación de sus ensayos en Siempre!, Plural y Vuelta,
así como del valor genésico que tienen en la obra entera de Zaid, en
cuyo orden —por extensión y afinidad, por iluminación de zonas
colindantes no exploradas— originaron nuevas y fecundas indagaciones
(p.ej., y Zaid lo acepta, la saga de De los libros al poder
surge de la evolución que significa pasar del conflicto del poder en la
cultura al conflicto de la cultura en el poder. Y de ahí a la crítica
social de El progreso improductivo y La economía presidencial solo hay un paso).
La perduración de los propósitos que nacieron con Cómo leer en bicicleta
explica también su inacabamiento virtuoso: ha tenido cuatro ediciones y
ninguna ha sido igual: sus capítulos —como ha hecho con sus otros
títulos— han sido “abreviados, combinados, corregidos, actualizados,
reescritos”. Y es muy probable que, cuando el libro vuelva a editarse,
incluya los artículos con que Zaid intervino hace meses en los
escándalos de la concesión del Premio Villaurrutia a un plagiario y de
la dirección del FCE a un ex vocero presidencial. Se probará así que la
obra de Zaid no existe sustancialmente en la forma de libros que son
entidades acabadas (o sea muertas), estables (o sea sin conflicto) y
fijas (o sea sin movimiento) sino que se verifica en la condición
gerundial de su actividad crítica y poética.
Cuenta
Ibargüengoitia que un día, tras dar una conferencia, un sujeto calvo y
decente se levantó y le preguntó: “¿Qué entiende usted por un clásico?”.
“El que remata una tradición y la deja inservible”, respondió. Justo lo
que viene haciendo Zaid con sus libros lúcidos y enigmáticos, pues, al
fin, ¿cómo leer en bicicleta? El libro no lo dice pero uno sospecha: con
atrevimiento y libertad para situar la mirada atenta en el fondo
transparente del libro y en las incidencias del paisaje en el que
transcurre también el autor, el editor y el patriarca cultural, trocando
para siempre el hábito banal de leer sentados en la sala asfixiante por
el de descifrar los enredos de la escritura mientras un viento fresco
rompe su invisible unidad sobre nuestro rostro.
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