domingo, 26 de enero de 2014

La melancólica sonrisa del editor

26/Enero/2014
Jornada Semanal
José María Espinasa

Leía hace años, ya no recuerdo dónde, que el editor no tiene edad. La frase me gustó, pero ahora me queda claro que no es cierta. Los escritores de mi generación, la de los nacidos en los cincuenta y que vivieron el post ‘68, tuvieron una clara vocación grupal por la edición. Primero a través de revistas: El Ciervo Herido (Ricardo Yáñez y Eduardo Langagne), El Zaguán (Alberto Blanco y Luis Cortés Bargalló), As de Corazones Rotos (Rafael Vargas, Arturo Trejo), Cuadernos de Literatura (Roberto Vallarino), Cartapacios (Pedro Serrano, Enna Lastra), Anábasis (Francisco Hinojosa), Palos de la Crítica (Rogelio Carvajal), Caos (Héctor Subirats, José Luis Rivas).
Luego ese impulso derivó hacia proyectos editoriales, en parte inspirados en el trabajo de Federico Campbell en La Máquina de Escribir y en el antecedente de Arreola (Los presentes, Cuadernos del Unicornio). Cito en desorden y al azar de la memoria: El Taller Martín Pescador, El Tucán de Virginia, La Máquina Eléctrica, Verdehalago, Ediciones Sin Nombre, Papeles Privados. La explosión poético-demográfica trajo también muchos otros proyectos editoriales, a veces muy efímeros, pero siempre interesantes. Sin embargo, en los finales años ochenta apareció también otra generación de editores, más jóvenes, con una ambición mayor y puntos de vista distintos; entre ellos hay que destacar a Diego García Elío (El Equilibrista), Marcial Fernández (Ficticia), Francisco Magaña (Monte Carmelo). Y dos de ellos, a quien dedico este texto, que ya no están entre nosotros: José Manuel de Rivas y Juan García de Oteyza.
Cinco años menor que yo, cuando conocí a Juan García de Oteyza, a fines de los años setenta, me sorprendió su simpatía e inteligencia. Lo llamé siempre con un “Juanito” que no tenía nada de paternal, pues la diferencia de edad no lo convalidaba, pero sí el que fuera su papá Juan García Ponce, a quien yo y mis amigos admirábamos enormemente. Lo vi poco, sin embargo, porque pronto se fue a vivir fuera del país, ya con una vocación manifiesta de editor circulándole en las venas.
Los escritores suelen meterse a editores, y lo hacen con un signo muy característico y atractivo, una vocación fundamentada en el gusto y en respeto por el libro bien hecho, pero pocas veces va acompañada de una similar capacidad para encauzar sus proyectos hacia el éxito no comercial pero al menos de una economía autosustentable (esa palabreja se puso de moda en aquellos años). Editores como Víctor Manuel Mendiola –El Tucán de Virginia–, Alfredo Herrera –Verdehalago–, Luis Cortés Bargalló –Hotel Ambos Mundos–, José Ángel Leyva –La Otra–, Deborah Holtz –Trilce– y yo pertenecemos a una generación en busca no del tiempo sino del libro perdido.
Una generación más joven apostó, sin embargo, por proyectos más ambiciosos, en los que se combinaba el libro de literatura con el libro de arte de gran formato. A ella pertenece Juan García de Oteyza, que mostró desde el principio talento y buen gusto para el oficio. Recuerdo que cuando recibí los primeros catálogos de Eridanos Press me gustaron mucho los diseños de portada y vi con envidia el catálogo que Juan proponía al lector gringo, con autores que yo había apenas leído, pero que con el tiempo se volverían de mis lecturas preferidas (Klosowski, Savinio, Heimito von Doderer). Y de vez en cuando, ya fuera a través de sus publicaciones o a  través de amigos, tenía noticias suyas. Sus gustos revelaban un sustrato interior más complejo de lo que su persona reflejaba exteriormente.
En México, por aquellos años, si bien José Manuel de Rivas (Heliópolis) y Marcial Fernández (Ficticia), o un poco después Gabriel Bernal Granados (Libros Magenta) perseveraron en la edición literaria, otros editores como Diego García Elío, cercano amigo de Juan, fundaba El Equilibrista y proponía una nueva manera de hacer libros de gran formato. Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana hacían la segunda época de Artes de México y mostraban las virtudes de un proyecto bien pensado y mejor implementado. Alberto González Manterola haría lo propio con Espejo de Obsidiana, y David Olguín y Pablo Moya en El Milagro daban un lugar al teatro y a la foto. El mundo editorial mexicano se había renovado para los años noventa totalmente, y he de decir que la presencia de Juan desde fuera de México se hacía sentir: se le extrañaba.
Pasaba el tiempo y llegaban otras noticias, salpicadas de efímeros regresos, como su participación en la editorial española Turner, en donde impulsaba publicaciones sobre México o, después, su trabajo en el Instituto Cultural de México en Nueva York. Fue durante muchos años el editor ausente, el hijo pródigo al que se espera siempre en su regreso. Pero esa ausencia era una sensación engañosa: siempre estuvo aquí y aquí vino a morir demasiado pronto. Las fotos que  reprodujo la prensa lo retratan tal cual era, o al menos tal cual yo lo recordaba: con una sonrisa amplia que escondía una extraña melancolía interior.
Por su lado, José Manuel de Riva inició una editorial amparada bajo el palio de Ernst Jünger y su novela Heliópolis con libros de gran belleza. A él lo traté todavía menos que a Juan García Oteiza, y por menos tiempo. Lo recuerdo igualmente con una sonrisa en los labios. Como los libros de Eridanos, los de Heliópolis me daban envidia de la buena. Recuerdo por ejemplo uno de Malcolm de Chazal –que yo sepa lo único que hay en español de ese escritor–, absolutamente fascinante.
Actualmente ya hay incluso una nueva generación de editores nacidos en los setenta, ochenta y noventa, cuyo trabajo muestra una continuidad asombrosa y un abanico de propuestas muy diversas, desde los libros de arte hasta las ediciones artesanales. Cuando se tiene un libro como los que ellos hacen, entre las manos se tiene también una sonrisa melancólica, como la de José Manuel de Rivas, como la de Juan García de Oteyza. Alabada sea la artesanía.

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