Laberinto
Santiago Gamboa
A raíz de las celebraciones de los 100 años de la publicación de En
busca del tiempo perdido, en 2013, compré a fines del año pasado los
siete tomos sueltos en una edición rústica de la editorial Gallimard, y desde
entonces lo ando leyendo, a razón de unas treinta páginas diarias. Me apresuro
a decir que estoy al tanto del “pecadillo” que supone comprarlo en Gallimard,
dado el colosal error de André Gide, editor en esos años, que tras recibir los
originales de la obra y mirar con descuido un solo tomo envió a Proust una
carta de rechazo. Dios santo, ¡rechazar En busca del tiempo perdido!
Solo comparable al español Carlos Barral, que rechazó Cien años de
soledad y luego, con los años, debió escribir un libro de memorias solo
para dejar consignado a la posteridad que no fue culpa de él, que estaba de
vacaciones y que fue otro el que lo rechazó en su nombre. También Gide debió
retractarse. Tras la publicación del primer tomo en Grasset, se disculpó con
Proust y le rogó publicar los volúmenes siguientes con Gallimard. A diferencia
de Carlos Barral, Gide obtuvo después el Nobel de Literatura, lo que le ayudó a
borrar de su biografía semejante metida de pata.
Ya había leído la
Recherche hace unos 25 años, pero en español,
antes de ir a vivir a París, y a pesar del tremendo efecto que me dejó nunca la
releí en francés cuando aprendí el idioma. No sé por qué. Hasta el año pasado,
a raíz del aniversario y del ruido que hubo en la prensa. Son las ventajas de
no tener mucha personalidad. Lo cierto es que, como era previsible, siento que
la leo por primera vez. Quise subrayar frases hasta que me di cuenta que sería
absurdo, pues rayaría cada página varias veces.
Revisando las fechas de Proust me doy cuenta de que murió a los 51
años, una edad de retiro que parece ser simbólica para grandes escritores.
Proust dejó unas tres mil páginas, más o menos lo mismo que Roberto Bolaño, que
murió de 50. Raymond Carver completó los 50 y dejó algo menos. Balzac, muerto a
los 51, dejó unas veinte mil, todas estupendas. Curioso que de todos (habrá
muchos más) el más productivo haya sido el que menos tecnología de escritura
poseía: Balzac con su pluma, tintero y papel. Tampoco he oído que alguien diga
que Balzac murió joven, lo que sí se dice, por ejemplo, de Bolaño o de Proust.
Pero vuelvo a Proust para señalar algo que me parece obvio, y es
cómo sin él esta tendencia contemporánea de la autoficción tal
vez no existiría. Romper la frontera entre la realidad, la crónica y la
ficción, y hacerlo con las herramientas de la novela, es algo que comienza con
él. Sin ese territorio abierto hace cien años, y con los seguidores que lo
fueron manteniendo vivo, hoy nadie consideraría novelas a libros como El
cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel; Formas de volver a casa,
de Alejandro Zambra; Canción de tumba, de Julián Herbert o Tiempo
de vida de Marcos Giralt Torrent. Porque los caminos que abre un gran
escritor ya no vuelven nunca a cerrarse.
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