Jornada Semanal
José María Espinasa
Leía hace años, ya no
recuerdo dónde, que el editor no tiene edad. La frase me gustó, pero
ahora me queda claro que no es cierta. Los escritores de mi generación,
la de los nacidos en los cincuenta y que vivieron el post ‘68,
tuvieron una clara vocación grupal por la edición. Primero a través de
revistas: El Ciervo Herido (Ricardo Yáñez y Eduardo Langagne), El Zaguán (Alberto Blanco y Luis Cortés Bargalló), As de Corazones Rotos (Rafael Vargas, Arturo Trejo), Cuadernos de Literatura (Roberto Vallarino), Cartapacios (Pedro Serrano, Enna Lastra), Anábasis (Francisco Hinojosa), Palos de la Crítica (Rogelio Carvajal), Caos (Héctor Subirats, José Luis Rivas).
Luego ese impulso derivó hacia proyectos
editoriales, en parte inspirados en el trabajo de Federico Campbell en
La Máquina de Escribir y en el antecedente de Arreola (Los presentes,
Cuadernos del Unicornio). Cito en desorden y al azar de la memoria: El
Taller Martín Pescador, El Tucán de Virginia, La Máquina Eléctrica,
Verdehalago, Ediciones Sin Nombre, Papeles Privados. La explosión
poético-demográfica trajo también muchos otros proyectos editoriales, a
veces muy efímeros, pero siempre interesantes. Sin embargo, en los
finales años ochenta apareció también otra generación de editores, más
jóvenes, con una ambición mayor y puntos de vista distintos; entre
ellos hay que destacar a Diego García Elío (El Equilibrista), Marcial
Fernández (Ficticia), Francisco Magaña (Monte Carmelo). Y dos de ellos, a
quien dedico este texto, que ya no están entre nosotros: José Manuel
de Rivas y Juan García de Oteyza.
Cinco años menor que yo, cuando conocí a Juan
García de Oteyza, a fines de los años setenta, me sorprendió su
simpatía e inteligencia. Lo llamé siempre con un “Juanito” que no tenía
nada de paternal, pues la diferencia de edad no lo convalidaba, pero sí
el que fuera su papá Juan García Ponce, a quien yo y mis amigos
admirábamos enormemente. Lo vi poco, sin embargo, porque pronto se fue a
vivir fuera del país, ya con una vocación manifiesta de editor
circulándole en las venas.
Los escritores suelen meterse a editores, y lo
hacen con un signo muy característico y atractivo, una vocación
fundamentada en el gusto y en respeto por el libro bien hecho, pero
pocas veces va acompañada de una similar capacidad para encauzar sus
proyectos hacia el éxito no comercial pero al menos de una economía
autosustentable (esa palabreja se puso de moda en aquellos años).
Editores como Víctor Manuel Mendiola –El Tucán de Virginia–, Alfredo
Herrera –Verdehalago–, Luis Cortés Bargalló –Hotel Ambos Mundos–, José
Ángel Leyva –La Otra–, Deborah Holtz –Trilce– y yo pertenecemos a una
generación en busca no del tiempo sino del libro perdido.
Una generación más joven apostó, sin embargo, por
proyectos más ambiciosos, en los que se combinaba el libro de
literatura con el libro de arte de gran formato. A ella pertenece Juan
García de Oteyza, que mostró desde el principio talento y buen gusto
para el oficio. Recuerdo que cuando recibí los primeros catálogos de
Eridanos Press me gustaron mucho los diseños de portada y vi con envidia
el catálogo que Juan proponía al lector gringo, con autores que yo
había apenas leído, pero que con el tiempo se volverían de mis lecturas
preferidas (Klosowski, Savinio, Heimito von Doderer). Y de vez en
cuando, ya fuera a través de sus publicaciones o a través de amigos,
tenía noticias suyas. Sus gustos revelaban un sustrato interior más
complejo de lo que su persona reflejaba exteriormente.
En México, por aquellos años, si bien José Manuel
de Rivas (Heliópolis) y Marcial Fernández (Ficticia), o un poco después
Gabriel Bernal Granados (Libros Magenta) perseveraron en la edición
literaria, otros editores como Diego García Elío, cercano amigo de
Juan, fundaba El Equilibrista y proponía una nueva manera de hacer
libros de gran formato. Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana
hacían la segunda época de Artes de México y mostraban las
virtudes de un proyecto bien pensado y mejor implementado. Alberto
González Manterola haría lo propio con Espejo de Obsidiana, y David
Olguín y Pablo Moya en El Milagro daban un lugar al teatro y a la foto.
El mundo editorial mexicano se había renovado para los años noventa
totalmente, y he de decir que la presencia de Juan desde fuera de México
se hacía sentir: se le extrañaba.
Pasaba el tiempo y llegaban otras noticias,
salpicadas de efímeros regresos, como su participación en la editorial
española Turner, en donde impulsaba publicaciones sobre México o,
después, su trabajo en el Instituto Cultural de México en Nueva York.
Fue durante muchos años el editor ausente, el hijo pródigo al que se
espera siempre en su regreso. Pero esa ausencia era una sensación
engañosa: siempre estuvo aquí y aquí vino a morir demasiado pronto. Las
fotos que reprodujo la prensa lo retratan tal cual era, o al menos
tal cual yo lo recordaba: con una sonrisa amplia que escondía una
extraña melancolía interior.
Por su lado, José Manuel de Riva inició una editorial amparada bajo el palio de Ernst Jünger y su novela Heliópolis
con libros de gran belleza. A él lo traté todavía menos que a Juan
García Oteiza, y por menos tiempo. Lo recuerdo igualmente con una
sonrisa en los labios. Como los libros de Eridanos, los de Heliópolis me
daban envidia de la buena. Recuerdo por ejemplo uno de Malcolm de
Chazal –que yo sepa lo único que hay en español de ese escritor–,
absolutamente fascinante.
Actualmente ya hay incluso una nueva generación de
editores nacidos en los setenta, ochenta y noventa, cuyo trabajo
muestra una continuidad asombrosa y un abanico de propuestas muy
diversas, desde los libros de arte hasta las ediciones artesanales.
Cuando se tiene un libro como los que ellos hacen, entre las manos se
tiene también una sonrisa melancólica, como la de José Manuel de Rivas,
como la de Juan García de Oteyza. Alabada sea la artesanía.
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