Laberinto
Gabriel Trujillo Muñoz
Algo grave les pasa a los críticos y
académicos mexicanos cuando se acercan a la literatura del norte y la
transforman en sus propios miedos e inseguridades. Me explico: para tratar a la
literatura norteña hay muchas vías, experiencias, obras y autores a los cuales
recurrir, una enorme variedad de géneros y estilos que por estas tierras se han
dado en el último centenar de años para beneficio de la literatura mexicana en
general. Pero cuando alguien decide hacer una recopilación de textos críticos
sobre la misma y para legitimarse comienza por describirla como un monstruo (la
narcoliteratura) y luego afirma deslindarse de tal criatura, indignarse ante su
presencia, con la intención de mostrar que la literatura norteña no es como la
pintaron ellos mismos.
Es decir, estos críticos son como el doctor
Frankenstein: primero crean al monstruo y le dan vida y a continuación lo
persiguen, lo atacan, lo hostigan para reivindicarse como los verdaderos
adversarios de su propia creación. Imagínense que los críticos de la primera
mitad del siglo XX, los que aplaudieron a la novela de la revolución mexicana
en su retrato de la violencia como cosa cotidiana, hubieran acabado diciendo
que eso no era literatura valiosa por el exceso de violencia mostrado por
Azuela, Guzmán, Urquizo y Campobello, que México merecía una narrativa que no
solo hablara de los pobres en armas como lo único representativo de nuestro
país en ese conflicto social.
Pero a nuestros críticos actuales no les
importa morderse la lengua con tal de estar al día con la última jerigonza
académica, ya sea la literatura travestida, la desterritorialización de las
identidades o la literatura bajo los efectos del neoliberalismo para explicar
aquello que les molesta porque reta sus prejuicios sobre lo marginal y lo
violento.
Al parecer la simulación, el tirar la
piedra y esconder la mano, está en boga en la crítica nacional y el mejor
ejemplo de ello está en la reciente publicación de Tierras de nadie (Fondo
editorial Tierra Adentro, 2012). Sus recopiladores, Viviane Mahieux y Oswaldo
Zavala, aseguran en su prólogo que la literatura del norte es “la desafortunada
etiqueta por medio de la cual se busca consolidar como grupo a narradores de la
violencia del narcotráfico y la miseria junto con sus efemérides biográficas.
Al escritor del norte lo definen las balas zumbantes y las historias sórdidas
de migrantes, los psicópatas metidos a narcos y el calor extenuante del
desierto”, todo lo cual demuestra, según los autores de este libro, la
representación de una literatura nacida del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte y de una estética hiperviolenta, que está más cercana a las
telenovelas que a la literatura con mayúsculas.
Varios de los participantes de este libro
yerran en sus críticas al estigmatizar a la literatura del norte como una
escritura comercial. Cierto: los medios y el mercado le han puesto la etiqueta
de más impacto mediático: narcoliteratura. Pero igualmente cierto es que esta
literatura no puede constreñirse, en su compleja creatividad, a tal etiqueta.
Estos críticos, al ver el auge reciente de esta literatura, ignoran otras
posturas críticas, como la de Rodrigo Pardo, investigador mexicano, quien en la
revista Mitologías hoy (invierno 2012) afirma que “hay buenas y malas novelas
policíacas y del género negro, en y sobre la frontera México–estadunidense,
pero lo mismo sucede con cualquier otra temática o tradición narrativa. La
violencia siempre nos incomoda, pero la solución no es mirar hacia otro lado,
renegar de las novelas que la toman como pretexto o leit motiv; transformar de
manera crítica la realidad, reflexionar sobre ello, es una necesidad y debe ser
una obligación desde nuestra lectura de la narrativa actual”. Pero este consejo
ha pasado inadvertido para Zavala, Mahieux y sus ensayistas, tan preocupados en
poner el grito en el cielo ante una literatura que no cabe en sus esquemas
teóricos, que se escribe ajena a sus escuelas de pensamiento coercitivo, libre
de sus grilletes conceptuales.
En buena parte de los autores de Tierras de
nadie hay una visión conservadora, jerárquica pero enmascarada con un lenguaje
posmoderno, que se horroriza de que fuera del país solo se considere a esta
literatura como representativa del actual momento que vive México, de que sean
los hijos de los beat, los hiperrealistas y la novela negra los que ganaron la
batalla cultural del siglo XXI mexicano. Los autores de esta obra solo ven a la
literatura norteña en términos comerciales. No han entendido que esta
literatura ha surgido de otros ámbitos editoriales menos prestigiosos y
redituables: las publicaciones de los institutos de cultura y de las
universidades de sus respectivas entidades (además de los centenares de
editoriales independientes) que, con tesón y sin mediar el interés de la
crítica nacional, han ido consolidando de cara al resto del país un corpus de
obras que ha avanzado por diferentes rutas creativas, por distintas vías de
expresión, crítica y reflexión. Y es que los ensayistas de Tierras de nadie se
contentan con lo que tienen a mano y olvidan lo publicado en revistas como
Quimera (España, 2005) o Iberoamericana (Alemania, 2012), donde se han
discutido las aportaciones de estas literaturas periféricas a la literatura de
lengua española, ya sea por su valor literario tanto como por la variedad de
temas y estilos que en ellas coinciden y se exponen. Aportaciones que no se limitan
a una etiqueta editorial ni a historias sórdidas o violentas, menos aún a una
escritura masculinista cuando hay autoras de la talla de Rosina Conde, Rosario
Sanmiguel, Nylsa Martínez, Beatriz Aldaco, Maricela Duarte, Eve Gil, Bibiana
Padilla o Patricia Laurent Kullick.
Si vemos las distintas partes del libro, lo
más valioso del mismo son sus ensayos sobre autores específicos (Daniel Sada,
Carlos Velázquez, Miguel Tapia o David Toscana, entre otros). Lo peor son sus
ataques gratuitos a la obra de Élmer Mendoza y la inclusión de los dos textos
finales publicados con anterioridad en otros medios. Uno, el de Rafael Lemus,
fue publicado y publicitado en la revista Letras Libres en 2005 y es una vieja
diatriba según la cual la literatura del norte es simple y llanamente
narcoliteratura y, por serlo, le causa grima, incomodidad, desasosiego crítico.
Esta diatriba fue respondida por varios autores norteños en su momento,
especialmente por Heriberto Yépez y Eduardo Antonio Parra, cuyos textos y
señalamientos deberían haber aparecido en este libro para compensar los
exabruptos y vituperios de Lemus. El otro ensayo final, cuya autora es Valeria
Luiselli, fue publicado recientemente por la revista Nexos. Luiselli asevera
que la literatura norteña, al igual que el resto de la literatura nacional,
enarbola una “fascinación por lo marginal y lo violento” y expone,
apesadumbrada, que ahora tal literatura es el “nuevo mainstream literario”.
Lo que enerva a Luiselli, sin embargo, es
otra situación: que esta producción literaria se vincula “con cierta idea de la
identidad nacional o regional” que ella considera obsoleta, limitativa. En
realidad, Luiselli representa las contradicciones inherentes que este libro
padece en general: por una parte asegura que “es absurdo e injusto criticar a
un escritor por elegir escribir sobre un tema y no otro. Un escritor escribe
como puede y sobre lo que le interesa” y al siguiente párrafo reprocha a
ciertos escritores del norte que solo les interesa crear una identidad propia
con sus narraciones. Luiselli parece ignorar que una identidad regional, sea
fronteriza o no, central o periférica, se hace desde la matriz que ha moldeado
a cada escritor como persona, se edifica desde el entorno en que cada narrador
ha vivido y crecido. Pero como creador, cada escritor escoge la identidad que
más le queda a la medida de su imaginación, a la amplitud de sus visiones,
desde las realidades que hace suyas y que convierte en materia literaria, en
casa propia, en mundo autónomo para que todos lo habitemos, para que todos lo
conozcamos en sus complejidades y contradicciones, en sus diferencias y
similitudes con nosotros mismos.
En Baja California, desde donde escribo
este texto, la identidad literaria va desde el dj pop al autor cosmopolita, del
rescatador de tradiciones autóctonas al poeta experimental tipo Fluxus. Las
identidades, y más en las franjas fronterizas (que, por cierto, nada tienen que
ver con el TLCAN sino con las zonas libres establecidas en los años treinta del
siglo XX por Lázaro Cárdenas) son fluidas: nunca dejan de cambiar, de
transmutarse en lo que cada quien sueña o anhela. Por eso mismo, la identidad
fronteriza es un elemento de apertura antes que una limitación, una opción de
libertad entre pasado y futuro, entre tradición y transformación, entre lengua
y cultura.
De ahí que las “ficciones fundacionales”
sean parte importante de la cultura fronteriza porque los literatos de estas
regiones escriben en ciudades mayoritariamente nacidas en el siglo XX, en urbes
que hace apenas cien años eran campamentos provisionales en medio de la nada.
Lo fundacional no es en estas metrópolis cosa ajena, tiempo distante. Por el
contrario, en estos espacios fronterizos donde todo parece recién hecho,
civilización y barbarie siguen siendo las dos caras de la misma moneda,
mitologías a flor de piel y realidades profundamente asimiladas como nociones
básicas de supervivencia, paisajes indómitos en constante mutación y
comunidades que aún tienen aires del viejo oeste. He ahí su vitalidad
literaria, su fuerza matérica, frente a la posmodernidad y sus no–lugares. He
ahí su pertinencia creativa, insoslayable, frente al resto de la literatura
mexicana.
En todo caso, el gran problema de este y
otros libros similares en su postura tendenciosa sobre la literatura del norte
y sobre la literatura fronteriza (y aquí la frontera es otro concepto que los
perturba y los pone a hacer gestos de horror), es que nuestra literatura no es
solo novelas de la violencia (hoy escritas a lo largo y ancho del país), sino
poesía de la aridez, ciencia ficción, fantasía épica, narrativa experimental,
novela histórica, canto marítimo, poesía visual, ensayo posthumano, diario de
viaje, mitología nativa, crónica urbana, metatexto y lo que se vaya acumulando
gracias a la imaginación desatada de los autores norteños y fronterizos.
En nuestras letras el realismo es solo una
de las muchas facetas de la creación literaria y no la principal. Si no lo
creen así, pregúntenle a Federico Schaffler, a Patricia Laurent Kullick, a
Néstor Robles, a José Javier Villarreal, a Carlos Adolfo Gutiérrez, a Fran
Ilich, a Ignacio Mondaca, a Sergio Valenzuela, a Margarito Cuéllar, a Alejandro
Espinoza, a Guillermo Lavín, a Lauro Paz, a Rosario Sanmiguel. La literatura
del norte es tan diversa como cada uno de estos y muchos otros autores.
Catalogarlos a todos ellos bajo la novela de la violencia solo para combatir la
preeminencia del norte como un centro creativo de las artes mexicanas, es
distorsionar la realidad textual, en obras y estilos, para beneplácito de una
crítica incapaz de ver semejante riqueza literaria, incapaz de estudiarla en
toda su diversidad de búsquedas y hallazgos, de lenguajes y tramas narrativas,
de experiencias poéticas y acercamientos ensayísticos.
¿Por qué les duele tanto a la mayoría de los
críticos compilados en Tierras de nadie, me pregunto, que los escritores del
norte se sientan dueños de sus temas y señores de su imaginación? ¿Por qué no
mencionan los puntos de vista de los críticos recientes de la literatura
fronteriza/norteña, como Diana Palaversich, Édgar Cota, Salvador Ruiz, Fraucke
Gewecke, Paul Fallon o Minni Sawhney? Tal vez porque saben (aunque no quieran
admitirlo en público) que la literatura del norte y la literatura fronteriza
llegaron a la cultura nacional para quedarse, para ser parte imprescindible del
horizonte creativo del siglo XXI mexicano.
Estos críticos pueden desgarrarse las
vestiduras conceptuales, desdeñar los logros de esta literatura, pero esa es la
realidad de nuestro tiempo: el norte es uno de los puntos esenciales hacia el
que apunta, aquí y ahora, la brújula de la creación literaria en nuestro país.
Transformar la obra de los escritores norteños y fronterizos en una creación
monotemática llamada narcoliteratura o en un “pobre regionalismo” es
caricaturizarla, aceptar como real el cliché que ellos mismos han inventado y
que ahora dicen combatir. Por eso los críticos de Tierras de nadie buscan
exorcizar una literatura que les parece moralmente aberrante, literariamente
inconsistente, sin percatarse que tales espejismos terroríficos hablan más de
sus propios temores que de las obras que critican con tanta vehemencia. La
literatura norteña y fronteriza como la prueba de Rorschach de la crítica
nacional: una mancha que dice más de quien la ve que de quien la muestra en
público.
Hoy en día, pésele a quien le pese, el norte —y
específicamente el norte fronterizo— es ya un interlocutor de peso a la hora de
hablar de literatura mexicana, a la hora de establecer el rumbo de nuestras
artes. Y eso está sucediendo ahora mismo porque el norte/frontera no es tierras
de nadie, como estos críticos pretenden hacernos creer, sino tierras de todos
los que las toman para nutrir su creación, para fincar su fantasía, para
fundamentar su pensamiento, para decir sus verdades. No más. No menos.
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