Nexos
Roberto González Echevarría
La muerte de Gabriel García Márquez me hace recordar, con ánimo muy propio del autor de Cien años de soledad, el impacto que tuvo sobre mi vida esa gran novela cuando apareció, en 1967, justo entonces yo hacía mis estudios doctorales en la Universidad de Yale. Me hace evocar como si fueran un solo instante los cuarenta años de carrera como profesor y crítico que habrían de seguir, y es que esa deslumbrante obra marcaría de forma indeleble mi manera de ver la literatura escrita en lengua española, y la narrativa en general. La publicación de Cien años de soledad me hacía contemporáneo de una indiscutible obra maestra, a la par con cualquiera en las otras lenguas que yo leía y estudiaba (inglés, francés, italiano, etcétera), y de cualquiera de las que figuraban en las historias literarias que había sido mi deber asimilar con reverencia. No era poco. Era como haber estado presente cuando apareció el Quijote, A la recherche du temps perdu o el Ulises y haberme podido dar cuenta del portento que esto significaba. Y en el caso de Cien años de soledad me lo supe enseguida.
Me hipnotizó la prosa fluida, sin afectaciones pero tampoco poses populacheras, capaz de lidiar con todo, lo elevado y lo bajo en un mismo tono, con un ligero dejo irónico y un humorismo latente que a veces se hacía explícito. Era éste un castellano culto pero carente de la retórica que heredamos del latín y el legado romano, parecido en esto al de Borges, y al inglés de un Hemingway o un Faulkner —ambos reconocidos maestros de García Márquez—. Me impresionó cómo la voz narrativa se acoplaba a lo que serían las creencias de los personajes, que se mencionaban con toda naturalidad, sin falsas benevolencias, por muy sobrenaturales que fueran los acontecimientos narrados o los seres y objetos descritos. El llamado “realismo mágico”, que García Márquez aprendió leyendo a Alejo Carpentier, se trataba de eso; de narrar con impavidez lo que creen personas provenientes de una cultura profundamente católica que creen en milagros a pie juntillas. A ese trasfondo prodigioso que nos viene de la Colonia se sumaban otras creencias populares derivadas de culturas no occidentales —africanas, indígenas— asimiladas al catolicismo.
Pero al profesor de literatura en ciernes que era en 1967 lo estremeció sobre todo el delicado trabajo de relojería de la trama de Cien años de soledad y del discurso mismo de García Márquez, fraguado con base en un intrincado sistema metafórico y simbólico que no parecía tener salideros de ningún tipo. Las raíces de esa maleza tropológica se extendían hasta la Biblia y los griegos, con un espesor que no tenía nada que envidiar a los más cultos escritores en cualquier lengua. Los ecos del Antiguo Testamento se oyen desde las primeras páginas de la novela, así como las referencias al mito de Edipo, y otros de la tragedia griega. Cervantes está por todas partes, desde los manuscritos de Melquíades, especie de figura de Cide Hamete Benenjeli —supuesto autor árabe del Quijote en la ficción cervantina— hasta los juegos de autoría y origen del texto que leemos y el humorismo que éstos encierran. Además, el humorismo cervantino de García Márquez se basaba en el equilibrio logrado entre la fatalidad trágica de las persistentes repeticiones y la comicidad de éstas, reforzado por el uso hilarante de las hipérboles —todas esas guerras civiles que el coronel pierde.
Borges también figura en Cien años de soledad, especialmente en sus páginas finales, especie de versión de “Las ruinas circulares”, entre otros cuentos del argentino. Ya he mencionado a Carpentier, pero hay que incluir también a Juan Rulfo, cuyo Pedro Páramo García Márquez leyó en un momento decisivo de su carrera —a fines de los años cincuenta—. Macondo tiene mucho de Comala. También hay resonancias poéticas muy fuertes que pocos o nadie han notado. El alcance global —totalizante— de la existencia de Macondo, que contiene la historia entera de América Latina, es una especie de prosificación irónica del Canto general de Pablo Neruda —irónica porque García Márquez no se permite nunca la prosopopeya algo solemne del gran poeta chileno—. Pero su historia también empieza “Antes de la peluca y la casaca…” y nos retrotrae al presente (más o menos), recogiendo acontecimientos señeros de la historia del continente. El tejido temporal de Cien años de soledad, con su sugerencia de circularidad debe mucho a Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz cuya factura refleja el calendario azteca.
También me impresionó, desde que tuve que analizarla en clases con estudiantes de Yale, que Cien años de soledad resistía airosa el más implacable escrutinio crítico. Tomemos el principio de la novela que es, con el del Quijote, el más famoso en lengua española, y uno de los más famosos de todos los tiempos en todas las lenguas. Esa primera oración, que tantos nos sabemos de memoria, reza: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. García Márquez podría haber escrito, usando el potencial simple, “recordaría”, en vez de “había de recordar”, el compuesto. Pero no lo hizo, tal vez obedeciendo al ligero arcaísmo predominante en el español colombiano, pero pienso que hay una razón más profunda. “Había de recordar” expresa el futuro de un pasado y mediante el uso del auxiliar y el verbo principal, en vez del contracto, “recordaría”, produce la sensación de que ambos momentos están presentes a la vez, que es precisamente la sensación que se quiere crear, y que forma parte de la estrategia general de la novela que tiende a sugerir la simultaneidad de pasado, presente y futuro en el instante de la lectura. “Había de recordar” es un giro que se repite varias veces en Cien años de soledad, por lo que es lícito pensar que pertenece a un diseño más amplio, que simplemente se anuncia en esa primera oración. A esto se suma, por supuesto, la fábula de que, en el instante de la muerte, nos posee una visión de conjunto de nuestras vidas, por lo que constituye un relámpago en que se suspenden las leyes temporales. El acto de lectura debería ser paralelo a la visión del coronel ante los rifles que lo encañonan. Un ligero matiz gramatical aparece cargado de significación integral con respecto a la obra entera. No sabremos jamás si García Márquez tuvo conocimiento de lo que hacía, pero no importa, su subconsciente sin duda le fue tan importante como sugestivo para el lector.
Ese principio es, además, sublime, porque resulta difícil expresar de golpe tantos sentimientos simultáneos y contradictorios. Se trata de un momento de visión, de profecía, asistida en parte por la autoridad de que se reviste sacrificado, ungido por esa experiencia definitiva y definitoria en todos los sentidos. Por eso la escena del coronel ante el pelotón de fusilamiento, y sus repeticiones con otros protagonistas, como Arcadio, proyecta tantas significaciones sobre el resto de la novela. La comparecencia de éste ante el pelotón se narra casi con las mismas palabras que las de su padre: “Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de acordarse…” (p. 68). Y poco más adelante: “Fue ella [Remedios] la última persona en que pensó Arcadio, por años después, frente al pelotón de fusilamiento” (p. 82). La escena prácticamente se convierte en un acto ritual. El castigo colectivo siempre tiene visos trágicos, y el reo adquiere un aura de sacralidad, precisamente por ser inmolado por la comunidad, a veces de forma cargada de simbolismo, como las crucifixiones de los romanos, los despeñamientos de la roca Tarpeya, y las decapitaciones por guillotina de la revolución francesa.
El acto de memoria del coronel frente al pelotón, es decir, ante la muerte perentoria impregna al resto de Cien años de soledad con un hálito poético por su implícita instantaneidad: todo lo que sigue se va a agolpar en ese momento de clarividencia provocado por un cúmulo de emociones que incluyen el terror, el placer y la lucidez. Este haz de sentimientos lo representa el bloque de hielo que recuerda el coronel: “Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo” (pp. 22-23). Ese bloque transparente es como el mundo ficticio de Macondo, con límites sólidos pero translúcidos y complejas relaciones internas que son como esas agujas de luz fragmentada. El nexo entre el hielo y Macondo se verifica cuando se relata que José Arcadio Buendía soñó, antes de fundar el pueblo, con “una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”, sueño que no logró descifrar “hasta el día en que conoció el hielo” (p. 28). Las agujas internas son representación de los lazos entre los personajes que le dan cohesión y movimiento a ese mundo, que a mí me gustaría ver como reflejo (valga la palabra) de las obligaciones que organizan la sociedad macondina; ataduras determinantes pero inconsútiles en su mayoría. Así, pues, el chispazo de visión del coronel frente al pelotón de fusilamiento, emblema del vínculo entre individuo, comunidad (ley) y castigo, proyecta una síntesis completa de Macondo, su historia íntegra, con los mecanismos que la arman.
Esa historia está contenida en la figura del archivo que la novela proyecta en varios niveles y que refleja los estudios que García Márquez hizo de derecho, y la presencia determinante del derecho romano en la cultura latinoamericana en general. (Ha dicho que aprobó el curso de derecho romano con la ayuda de la prostituta con quien dormía en el burdel donde se alojaba en Cartagena durante sus años de pobreza extrema). El archivo se aloja en la habitación de Melquíades, donde éste redacta el manuscrito que resultará ser el de la novela misma, y se atesora la enciclopedia, suma escrita del saber del que emanan los conocimientos que hacen posible su existencia. El predominio de lo escrito y codificado en Cien años de soledad manifiesta la presencia del derecho en la misma y su entronque con las fuentes de la ficción de la novela. El archivo es el depósito fichado de la historia de Macondo, y también, de su arché, de su arcano, secreto o cifra. En el juego dialéctico entre ambos radica la poesía que está en su base, que cautiva a los lectores —sobre todo al que esto escribe— sin entregarse a ellos. Tal vez ese misterio poético sea un vestigio del origen coetáneo del derecho y la poesía, según postularon románticos como Jacob Grimm, o un filósofo adelantado a éstos como Giambattista Vico; ambos situaban ese origen compartido en la violencia primigenia de la vida en sociedad, que sólo puede acoger el lenguaje poético. De ahí la relevancia de la escena del coronel frente al pelotón de fusilamiento. La presencia de ritmos y rimas en épicas como el Beowulf o las sagas nórdicas quizás corrobore esa asociación de ley y poesía en sus más recónditos inicios. La violencia en el origen del derecho es todavía muy visible en la Ley de las XII Tablas (siglo V a. C), precursor primitivo pero perdurable del derecho romano, de notoria crueldad, pero sin poesía. El derecho romano representa un estadio superior, prosificado desde luego, que intenta sustituir la violencia con la razón.
Pero también se nota la presencia generalizada del derecho romano en algo que se le ha atribuido, no sin alguna razón, a ecos del vanguardismo literario en la novela, y a la influencia de Borges: el predominio de lo escrito, precisamente en la preeminencia del archivo y de la enciclopedia. Cien años de soledad es ese manuscrito pergeñado en un papel como de hojaldre, parecido al “pellejo hinchado y reseco” (p. 549) del niño muerto que las hormigas arrastran al final de la novela. Ésa es la ficción de la ficción. Pero anterior a ésta se cierne la constitución legal de Macondo, en cuyo trasfondo está la del derecho romano, la primera legislación escrita de Occidente. La relación del manuscrito de Melquíades, que es en la ficción la historia de Macondo, con el pellejo reseco del niño producto del incesto es altamente significativa —con él se cumple la profecía que servía de epígrafe al texto del gitano: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” (p. 349, cursivas en el original)—. El bebé y el manuscrito son consustanciales, ambos son productos del incesto. Es ésta la manifestación más profunda de la autorreflexividad en la obra y en el mundo de Macondo —todo se vuelve sobre sí mismo como en una esfera sellada al vacío—. Macondo, como universo imaginario y como texto, existe en un estado permanente de violación de la ley; vive al margen de la ley, o mejor, se inscribe en las entrelíneas de ésta. Lo que se escribe en ese espacio es el texto de la novela, que es su transgresiva constitución, texto literalmente escrito en el latín caído que es el español, que se remite a las primeras leyes escritas que son las del derecho romano y la Ley de las XII Tablas, como si quisiera, al igual que el patriarca, revertir al latín original.
García Márquez sabrá hoy, si puede algo saber, el secreto de la muerte, cuya amenaza y enigma se ciernen sobre Cien años de soledad, como sobre toda obra maestra. Su visión ante ésta, como la del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, nos dio esa inmortal novela, que perdurará por mucho más de cien años, como si el bloque de hielo se transformara en la sustancia diamantina que remeda. Y lo hará, en la imaginación de los muchos lectores que gozarán de esa sensación fugaz de plenitud que una obra de esta envergadura provoca, salvándonos por un instante del incesante roer del tiempo y de la presencia rigurosa de la “siempre segura muerte”, al decir de Quevedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario