Luvina
Con la publicación de su primera novela, La ciudad y los perros, en 1963, Mario Vargas Llosa abrió una dirección distinta para el género: recogía lo mejor de nuestra tradición novelística y, al mismo tiempo, la superaba y sorteaba sus limitaciones para crear, con gran libertad, un mundo ficticio muy original en forma y contenido. Lo que casi de inmediato lo convirtió en el escritor emblemático de lo que muy pronto empezaría a llamarse el Boom.
El arte novelístico de Mario Vargas Llosa es una síntesis de fórmulas y elementos estéticos muy contradictorios, que solían aparecer, pero aislados, en varias obras narrativas de nuestra lengua surgidas al comenzar la segunda mitad del siglo xx. Por un lado, era un escritor que se presentaba como un «realista» atento al mundo social peruano, que retrataba con tanta minucia como ardor crítico. Por otro, introducía una variante de los modelos narrativos dominantes de entonces en la novela española e hispanoamericana, pues no cabía cómodamente en el cauce del realismo testimonial o social, ni en el frío conductismo según el estilo adaptado del nouveau roman.
Mientras Vargas Llosa comenzaba (su único libro anterior era Los jefes, colección de cuentos escritos en plena adolescencia), sus compañeros ya habían escrito en ese período algunas obras maestras: Alejo Carpentier, El siglo de las luces; Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, ambas en 1962; y Julio Cortázar, Rayuela, coetánea de La ciudad y los perros. Siendo totalmente distintas entre sí, estas novelas dieron el tono peculiar de esa época: eran complejas y virtuosas construcciones narrativas con un impulso expansivo y no reductivo o astringente. Constituían una radical experimentación con formas, estructuras y lenguaje. Los del boom querían indagar en lo profundo de nuestro ser colectivo, en los sueños y mitos compartidos a lo largo del tiempo, es decir: expresaban lo real pero con un impulso lírico o fantasioso, lo ancestral pero con un lenguaje moderno.
La historia de La ciudad y los perros es, en verdad, traumática, pues tenía que ver con la dura experiencia vivida en un colegio militar, que suponía convocar y conjurar una serie de fantasmas —lo que llamaría después sus «demonios»— por vía literaria. El formato básico de la novela lo constituía el contrapunto entre el microcosmos cerrado del colegio militar Leoncio Prado y, por otro lado, el mundo urbano de Lima y sus alrededores. Desde el comienzo, su objetivo supremo era reconstruir el mundo de lo vivido, pero presentándolo como una construcción ficticia que envolvía y atrapaba al lector en una maraña de variadas sorpresas y revelaciones, identidades ambiguas, bruscos cambios de tono y tensión, saltos, discontinuidades narrativas, verdaderas simetrías, constantes desplazamientos de tiempo y espacio; todo un arsenal retórico que convertía un pasaje de vida en una narración de indudable validez estética.
Las dos novelas que siguen a La ciudad y los perros, La casa verde (1965) y Conversación en la Catedral (1969), incrementan sustancialmente la dualidad de ámbitos y acciones y se convierten en narraciones sinfónicas, cuyo montaje desarrolla simultáneamente varias historias que, siendo muy diversas entre sí —por su material, tono, estilo y tensión—, se conectan progresivamente mediante contactos súbitos, saltos en la acción y revelaciones que alteran nuestra percepción de los personajes y sus móviles. En La casa verde, por ejemplo, tenemos cinco historias distintas rotando constantemente ante nosotros, con un efecto de caleidoscopio y con desplazamientos entre dos amplios espacios físicos: la selva amazónica y el mundo suburbano de Piura. Todavía más abigarrada y proliferante resultaría Conversación en la Catedral, que además señala la primera franca incursión del autor en el campo de la novela política —que más adelante alcanzaría una presencia protagónica en su obra. Presenta también algo nuevo y de gran trascendencia: una agónica e implacable indagación moral de un país bajo los años de una dictadura, que marcó profundamente la juventud del autor y definió su contextura intelectual. Además de la fuerza torrencial de la acción, la obra se distingue por el insistente afán de introspección y análisis al que somete la conducta de los personajes, creando así un perfecto equilibrio entre el ardor y la lucidez. Una importante consecuencia de esto último es la de diluir las fronteras entre los inocentes y los culpables, e introducir la noción de que el mal que anida en las entrañas del sistema ha contaminado irremediablemente al país entero y no hay salida posible.
Más adelante en su obra, el asunto político cobraría creciente importancia, ya sea como una manifestación de las grandes tensiones sociales, culturales e ideológicas que han moldeado la historia del continente, según puede verse en La guerra del fin del mundo (1981); o siguiendo más de cerca la pauta clásica de la «novela de la dictadura», como lo haría en La fiesta del Chivo (2000). Historia de Mayta, Lituma en los Andes (1993) y La fiesta del Chivo son, por un lado, exámenes de la realidad sociopolítica, aunque su «realismo» posea una contextura distinta de la que conocíamos; por otro, una tendencia hacia lo lúdico, lo erótico o la revelación de su mundo privado.
El paso que lo lleva de las cumbres épicas de Conversación en la Catedral al hallazgo del humor farsesco en Pantaleón y las visitadoras (1973) y al autorretrato del escritor como «escribidor» melodramático que encontramos en La tía Julia y el escribidor (1977), señala un momento crítico en la evolución creadora de Vargas Llosa. Progresivamente, sus novelas han ido adoptando una contextura más reflexiva, polémica y compleja, como vehículos de cuestiones ideológicas, históricas, culturales o artísticas. Su lenguaje narrativo se ha ido alejando de las aventuras hiperactivas e hipertensas del comienzo, y aproximándose al tono del ensayo, como lo muestra de manera eminente El paraíso en la otra esquina (2003).
Los lectores de El paraíso en la otra esquina podrán confirmar que el género de la novela se ha vuelto un vehículo reflexivo (y a veces autorreflexivo) que le permite meditar sobre asuntos de trascendencia moral, ideológica o estética. Para ilustrar uno de esos temas —el de la utopía— hace suyos a dos importantes personajes reales: Flora Tristán, una precursora de la lucha por los derechos de los obreros y de la mujer y otras causas, y el pintor Paul Gauguin, del que la novela narra esencialmente sus últimos diez años de vida en Tahití y las Islas Marquesas. Flora fue abuela materna de Gauguin, razón por la cual pasó los primeros años de su infancia en Lima. El patrón bipolar se reitera en esta novela, con sus veintidós capítulos, los impares protagonizados por Flora y los pares por Paul. Los contactos entre las dos corrientes narrativas se harán frecuentes, con saltos espacio-temporales dentro de cada capítulo. Hay otro recurso narrativo también reconocible en el repertorio técnico del autor: la constante interiorización de la experiencia que los personajes viven al desdoblarse y dialogar consigo mismos en segunda persona. Pero hay una notoria diferencia con los moldes narrativos habituales en el Vargas Llosa de la primera época, cuando el estilo instintivo y de altísima carga dramática otorgaba a sus novelas un clima de arrolladora tensión. Aquí la acción, en sí misma vasta y compleja en grados y niveles muy distintos, está narrada a través de reflexiones o recuerdos de los personajes; es decir, desde los remansos de su conciencia, lo que agudiza su cualidad reflexiva, propia del ensayo. Con El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa ha escrito algo muy personal: una novela-ensayo-crónica de la utopía.
Travesuras de la niña mala (2006) es una narración ligera, de entretenimiento y de tema amoroso o erótico. En esta novela todo gira alrededor de una sola historia: los amores de Ricardo y Lily, la llamada «niña mala». La naturaleza episódica de cada capítulo, subrayada por el hecho de que llevan títulos, genera una soberanía que bordea con el cuento o sugiere una novela escrita a partir de secuencias concebidas casi independientemente. Es, sin duda, una novela de personajes y no de acción. Creo que es la primera vez que el autor trabaja una novela dentro de marcos más propios de las convenciones del relato tradicional, sin el efecto intensificador de los contactos entre dos o más madejas narrativas simultáneas.
El sueño del celta (Alfaguara, Madrid, 2010), sin ninguna exageración, debe considerarse una obra maestra, no sólo por su impecable ejecución, sino por la temeraria audacia de su concepción y la minuciosa documentación que supone. La idea de escribir esta novela surgió cuando Vargas Llosa descubrió, leyendo una biografía de Joseph Conrad, que un tal Roger Casement había sido, aparte de un muy cercano amigo del gran escritor anglo-polaco, la persona que le brindó la información esencial que lo movió a escribir su célebre novela El corazón de las tinieblas (1903). Así se configura una triangulación entre Casement, Conrad y Vargas Llosa, cuyo hilo común es la colonización del Congo, centro de esta novela. La experiencia de 20 años en África cambiaría profundamente a Casement: haber trabajado para los intereses belgas —que eran comunes con los de Inglaterra en el Congo— es como un descenso al infierno. Presencia las más brutales formas de tortura, entre ellas mutilaciones, decapitaciones, flagelaciones, incineraciones de cuerpos vivos, violaciones y matanzas ejemplarizantes de todos aquellos —sin excluir niños, mujeres o viejos— que no pudiesen entregar la cuota diaria de caucho a los amos blancos. Con creciente horror, va comprobando que los blancos pueden ser más salvajes que los nativos a los que ellos mismos llaman «salvajes». En esas tierras se produce una terrible inversión de los conceptos que todos dan por ciertos sobre cómo los acontecimientos modelan nuestra historia; es decir, hay avances que parecen retrocesos a un momento anterior, porque los agentes de la civilización resultan ser los nuevos bárbaros.
La consabida vocación de Vargas Llosa por los grandes espacios salvajes, donde sólo impera la ley del más fuerte y donde toda aventura es posible, reaparece aquí para plantearnos, con un vuelo épico —y en pleno corazón del colonialismo— la eterna tensión entre la aspiración civilizadora y el respeto a las formas tradicionales de la cultura humana.
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