Jornada Semanal
Vilma Fuentes
El azar es, acaso, el mejor de los guías. Apenas escrita y publicada aquí, en La Jornada Semanal, una crónica sobre Valéry Larbaud, apareció en estas páginas un texto de Hermann Bellinghausen consagrado al volumen Cómo hablar de libros que no se han leído, escrito por Pierre Bayard, donde hace el elogio del sutil arte de no leer. Imposible no pensar, más por disociación que por asociación de ideas, en una de las mejores obras de Valéry Larbaud, cuyo título es en sí mismo una proclamación y un hallazgo: Este vicio impune, la lectura.
Lector excepcional, amoroso de libros, textos, páginas escritas, inéditas o publicadas, a semejanza de un drogadicto que por una nueva dosis está dispuesto al crimen, Larbaud reconoce que su pasión es un vicio, aunque, de inmediato, con la sonrisa de la inteligencia y la prudencia del hombre preocupado por su confort, acopla irónicamente a la palabra “vicio” la de “impune”.
Algunas civilizaciones, no todas, toleran ciertas perversiones. La lectura es una. “He sacado mucho provecho de ella, y sigo sacando”, dice Larbaud advirtiéndonos que caeríamos en un grosero error si no nos abandonamos a este vicio que procura exquisitos placeres.
Algunas civilizaciones, no todas, toleran ciertas perversiones. La lectura es una. “He sacado mucho provecho de ella, y sigo sacando”, dice Larbaud advirtiéndonos que caeríamos en un grosero error si no nos abandonamos a este vicio que procura exquisitos placeres.
Alfonso Reyes no se equivocaba. Su amistad con
Larbaud reposa en un mutuo entendimiento, donde se reconocen de
inmediato los adeptos, o los enfermos, según la mirada con que los ven
los otros o la mirada de ellos sobre sí mismos cuando admiten que su
pasión es un vicio.
Marcel Proust, lector voraz, escribió profundas
páginas sobre esta voluptuosidad. Si hay sensualidad, en la civilización
judeocristiana podría ser vicio. La sensualidad no es el primer
mandamiento del decálogo. El erotismo estaría más bien colocado en la
lista de los pecados capitales, al lado de la lujuria. ¿Un vicio la
lectura? Sin duda. Se trata de un placer solitario. Una persona que
goza a solas no puede negar que se satisface en secreto, lo cual
también puede ocurrirle llevar a cabo con otro órgano para acceder a
placeres aún más solitarios.
La soledad del lector no es total. Quien abre un
libro y pasa las páginas olvidando el tiempo que pasa, ¿con quién se
encuentra a solas? Solo, pero con un libro. Con palabras impresas en
papel, o ahora en una pantalla. ¿Con quién se encuentra, dónde está? En
ninguna parte. Fuera del tiempo, fuera del espacio, se halla en ese
territorio que debería ser prohibido si no lo está ya: la lectura. ¿No
lanza un desafío a las leyes de lo real? Pecado y transgresión
supremos, más graves que comer la manzana ofrecida por la serpiente a
la ávida curiosidad de la primera mujer, Eva, pronto seguidos por el
primer hombre, Adán, dócil marido, a quien sus descendientes deben la
expulsión del Paraíso.
Cuando Larbaud habla de vicio, lo quiera o no,
recuerda que la lectura, como el árbol de la ciencia del bien y del mal,
da frutos prohibidos. Acaso por ello su inconsciente se apresura a
rectificar y lo hace escribir: vicio impune. ¿Dónde se
encuentra el vicioso lector? En ninguna parte, si es necesario designar
así el lugar donde el lector comparte un espacio imaginario con aquel
que existe invisible, y no existe: el autor. Cierto, hablamos de
escritores, hacemos sonar nombres propios, identidades, libros. Sabemos,
no obstante, que nadie sabe nada de Homero, ni del autor de Las mil y una noches,
y que la identidad real de Shakespeare se ha puesto a menudo en duda.
Qué importa el autor, sólo el libro existe. La soledad del lector no se
comparte con un autor invisible. Se comparte con lo invisible, lo
inasible, lo inexistente, es decir, el ser. Hay palabras, luego hay
sentido. Pero eso no puede tocarse. Milagro de la escritura y del
lenguaje: dar presencia a lo que es sin tener necesidad de existir. A
menudo se llama a esto lo imaginario. Fantasía, sueños, literatura,
nada es real en esos territorios, tal vez. Precisamente por eso, más
allá de lo que sucede en lo real, la escritura es la última llave que
abre la única puerta al infinito con perspectivas menos estrechas que
lo real, lo cual no es ni la realidad ni la verdad sobre nuestra
existencia. Quizás está prohibido abrir esa puerta. El vicio es a veces
castigado. Pero Larbaud era de carácter jovial y optimista: nunca
temió abrir esa puerta a su antojo, según su capricho o su deseo. No
era una persona que se jactase de haber leído un libro que no hubiera
leído. Dejaba esta vulgaridad a los esnobs y a los pedantes. A quienes
leen un libro como un trabajo. Él no leía sino por gusto, para su
placer. Al extremo de imaginarse, acaso, culpable de un vicio. Tanto
placer, en nuestro mundo, no puede concebirse sin ser culpable. Pero
Valéry Larbaud, el poeta de Barnabooth, no toleraba la idea de
sentirse culpable y desafiaba todas las prohibiciones: impune. Incluso
si su adorable madre, quien manejaba la fortuna familiar, le limitaba
el dinero alarmada por haber dado a luz a un hijo apasionado por la
literatura, la lectura y la escritura en vez de ocuparse de cosas
serias: los ingresos que daban los manantiales de aguas minerales.
Fuentes, sobre todo, de la fortuna que, por su parte, él no hacía sino
dilapidar, tal el hijo pródigo del cual habla con lucidez su amigo
André Gide.
Antes que Kerouac, quien era pobre, o Burroughs, de familia rica, Larbaud, como Gide, de familias muy ricas, eran ya drop out, como lo serían más tarde los jóvenes beatniks
estadunidenses. La lectura, vicio impune, droga dura, les comunicó una
ebriedad, un éxtasis, que volvió sosa cualquier otra experiencia del
placer.
¿Puedo terminar confesando que, ya adulta, hacia
mis treinta años, lectora empedernida y endurecida por ese mismo vicio,
no pude evitar que se me humedecieran los ojos al llegar a las últimas
páginas de Fermina Márquez? La lectura de esta breve novela
me devolvió la gracia de la inocencia, lavándome del pecado original, al
menos el mío, para devolverme la capacidad del asombro. El asombro de
sorprenderse ante lo real, tan secreto y enigmático en su evidencia por
lo imaginario que encierra.
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