Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
Mi inolvidable
secretaria, Lucha Pruneda, me avisó: “Lo esperan en la antesala dos
muchachos mexicanos que se ven muy desasosegados.” Era el verano de
1964 y Roma ardía en las manos del ferragosto. Lucha había sido
secretaria del licenciado Ramón López Velarde en el Jurídico de
Gobernación y le había pasado a máquina algunos poemas y artículos
(recordaba, sobre todos, el titulado “Novedad de la Patria”). Era muy
discreta, pero, ante mi insistencia, me contó algunas anécdotas de la
vida y de los trabajos del poeta. Entre otras, la de la madre sentada
al lado del lecho de muerte. Le informaron a Luchita que el poeta se
despertó en la madrugada y se percató de la presencia de su atribulada
madre. Escuchó sus sollozos y le pidió: “Madre, llore en mis manos que
quiero llevarme sus lágrimas.”
Luchita hizo entrar a los preocupados muchachos a
mi pequeño despacho de Agregado Cultural de México en Roma. Suena muy
pomposo, pero la verdad es que era casi un cuchitril. Uno de ellos, el
más decidido, se presentó: “Soy José María Pérez Gay. Somos
estudiantes. Llegamos ayer a Roma y nos robaron. Nos quitaron todo,
dinero, pasaportes, relojes... en una calle cercana a la Piazza Navona.
Debemos estar en Alemania el próximo lunes para cumplir con las
obligaciones de nuestra beca. Afortunadamente no nos quitaron los
boletos.” El muchacho terminó su discurso y se sentó en una de las
temblorosas sillas pertenecientes a la lejana época del embajador
Eduardo Hay, constructor de la casa de Lazzaro Spaellanzzani donde
funciona la embajada mexicana desde mediados de los años veinte.
Empezamos a platicar y salió el tema de la
literatura del “imperio perdido”, que tuvo su capital en Viena, la
verdadera Ciudad Luz de fines del ochocientos y principios del siglo XX.
El joven Chema era una fuente de sabiduría y de ordenada erudición.
Compartimos admiraciones: Benjamin, Reich, Marcuse, Roth, Kraus, Musil,
Schnitzler, Freud, Wittgenstein, Mahler, Kokochka, Klimt... en fin,
toda la gloria de la ciudad en la que se gestaban los aspectos
esenciales del mundo moderno. Hablamos y hablamos, mientras el cónsul
Alfonso Herrera Salcedo nos hacía el favor de acelerar el trámite de
elaboración de los nuevos pasaportes (por un solo viaje, como lo
ordenaba la ley). Fuimos a comer a la trattoria del barrio. Chema y su
amigo se abismaron en el platón de espagueti a la boloñesa y bebieron
varios vasos del vino peleón de los castillos romanos. Los llevé a una
pensión y, a la mañana siguiente, fuimos a echarle un rápido vistazo a
la ciudad. Los pasaportes estaban listos (el cónsul Herrera Salcedo
rompió todos los récords y, generoso y cordial, pagó lo ordenado por el
reglamento y les regaló 2 mil liras a los simpáticos asaltados).
Comimos en casa. Lucinda había preparado unos frijoles refritos que
Chema festejó de por vida; les entregué unos dólares para el viaje, y
en la estación Termini nos dimos un abrazo conmovido. Nunca olvidé a
ese muchacho tan cordial, tan seguro de sí mismo y tan
sorprendentemente sabio.
Leí durante dos días y sus noches El imperio perdido;
lo comenté con Thomas Keller, quien pensaba que era un libro clave
para entender la tensión espiritual, la vida intelectual y la explosión
de arte y de cultura académica y científica de la Viena finisecular.
Nos veíamos en las madrugadas de La Jornada, en la oficina de nuestra jefa Carmen Lira. Hablábamos de todas las cosas de la “tierra de los hombres” (Saint-Exupéry dixit)
y de nuestro adolorido país. Nos reunía en su casa en torno a Andrés
Manuel López Obrador, y ese ángel bondadoso que es Lilia nos apapachaba
y nos daba de cenar. Discutíamos, escribíamos manifiestos y
alimentábamos esperanzas, pues todos, especialmente Chema, sabíamos que
la única salida de este país se dará por la puerta de la izquierda.
El Canal 22, la embajada en Portugal, los libros,
ensayos, artículos, las conferencias y las inteligentes charlas... Por
todos esos lugares y momentos transitó el joven que fue asaltado en un
oscuro callejón romano y que iluminó muchas vidas con su inteligencia,
sabiduría, honestidad, prudencia, su sentido del humor y su profundo
humanismo.
Lo natural sería que mi joven amigo romano me
hubiera despedido, pero el tiempo hace lo que le da su regalada gana y a
mí me toca decirle adiós. Adiós, Chema, aquí está tu pasaporte para el
cielo de las letras y de las ideas, estas monedas para el viaje, y
vamos a darnos un abrazo de hermanos bajo las luces de Termini, al pie
del tren que te conducirá a la capital del imperio perdido. Buon viaggio, caro amico.
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