domingo, 23 de junio de 2013

El vicio impune de la lectura

23/Junio/2013
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

El azar es, acaso, el mejor de los guías. Apenas escrita y publicada aquí, en La Jornada Semanal, una crónica sobre Valéry Larbaud, apareció en estas páginas un texto de Hermann Bellinghausen consagrado al volumen Cómo hablar de libros que no se han leído, escrito por Pierre Bayard, donde hace el elogio del sutil arte de no leer. Imposible no pensar, más por disociación que por  asociación de ideas, en una de las mejores obras de Valéry Larbaud, cuyo título es en sí mismo una proclamación y un hallazgo: Este vicio impune, la lectura.
Lector excepcional, amoroso de libros, textos, páginas escritas, inéditas o publicadas, a semejanza de un drogadicto que por una nueva dosis está dispuesto al crimen, Larbaud reconoce que su pasión es un vicio, aunque, de inmediato, con la sonrisa de la inteligencia y la prudencia del hombre preocupado por su confort, acopla irónicamente a la palabra “vicio” la de “impune”.
Algunas civilizaciones, no todas, toleran ciertas perversiones. La lectura es una. “He sacado mucho provecho de ella, y sigo sacando”, dice Larbaud advirtiéndonos que caeríamos en un grosero error si no nos abandonamos a este vicio que procura exquisitos placeres.
Alfonso Reyes no se equivocaba. Su amistad con Larbaud reposa en un mutuo entendimiento, donde se reconocen de inmediato los adeptos, o los enfermos, según la mirada con que los ven los otros o la mirada de ellos sobre sí mismos cuando admiten que su pasión es un vicio.
Marcel Proust, lector voraz, escribió profundas páginas sobre esta voluptuosidad. Si hay sensualidad, en la civilización judeocristiana podría ser vicio. La sensualidad no es el primer mandamiento del decálogo. El erotismo estaría más bien colocado en la lista de los pecados capitales, al lado de la lujuria. ¿Un vicio la lectura? Sin duda. Se trata de un placer solitario. Una persona que goza a solas no puede negar que se satisface en secreto, lo cual también puede ocurrirle llevar a cabo con otro órgano para acceder a placeres aún más solitarios.
La soledad del lector no es total. Quien abre un libro y pasa las páginas olvidando el tiempo que pasa, ¿con quién se encuentra a solas? Solo, pero con un libro. Con palabras impresas en papel, o ahora en una pantalla. ¿Con quién se encuentra, dónde está? En ninguna parte. Fuera del tiempo, fuera del espacio, se halla en ese territorio que debería ser prohibido si no lo está ya: la lectura. ¿No lanza un desafío a las leyes de lo real? Pecado y transgresión supremos, más graves que comer la manzana ofrecida por la serpiente a la ávida curiosidad de la primera mujer, Eva, pronto seguidos por el primer hombre, Adán, dócil marido, a quien sus descendientes deben la expulsión del Paraíso.
Cuando Larbaud habla de vicio, lo quiera o no, recuerda que la lectura, como el árbol de la ciencia del bien y del mal, da frutos prohibidos. Acaso por ello su inconsciente se apresura a rectificar y lo hace escribir: vicio impune. ¿Dónde se encuentra el vicioso lector? En ninguna parte, si es necesario designar así el lugar donde el lector comparte un espacio imaginario con aquel que existe invisible, y no existe: el autor. Cierto, hablamos de escritores, hacemos sonar nombres propios, identidades, libros. Sabemos, no obstante, que nadie sabe nada de Homero, ni del autor de Las mil y una noches, y que la identidad real de Shakespeare se ha puesto a menudo en duda. Qué importa el autor, sólo el libro existe. La soledad del lector no se comparte con un autor invisible. Se comparte con lo invisible, lo inasible, lo inexistente, es decir, el ser. Hay palabras, luego hay sentido. Pero eso no puede tocarse. Milagro de la escritura y del lenguaje: dar presencia a lo que es sin tener necesidad de existir. A menudo se llama a esto lo imaginario. Fantasía, sueños, literatura, nada es real en esos territorios, tal vez. Precisamente por eso, más allá de lo que sucede en lo real, la escritura es la última llave que abre la única puerta al infinito con perspectivas menos estrechas que lo real, lo cual no es ni la realidad ni la verdad sobre nuestra existencia. Quizás está prohibido abrir esa puerta. El vicio es a veces castigado. Pero Larbaud era de carácter jovial y optimista: nunca temió abrir esa puerta a su antojo, según su capricho o su deseo. No era una persona que se jactase de haber leído un libro que no hubiera leído. Dejaba esta vulgaridad a los esnobs y a los pedantes. A quienes leen un libro como un trabajo. Él no leía sino por gusto, para su placer. Al extremo de imaginarse, acaso, culpable de un vicio. Tanto placer, en nuestro mundo, no puede concebirse sin ser culpable. Pero Valéry Larbaud, el poeta de Barnabooth, no toleraba la idea de sentirse culpable y desafiaba todas las prohibiciones: impune. Incluso si su adorable madre, quien manejaba la fortuna familiar, le limitaba el dinero alarmada por haber dado a luz a un hijo apasionado por la literatura, la lectura y la escritura en vez de ocuparse de cosas serias: los ingresos que daban los manantiales de aguas minerales. Fuentes, sobre todo, de la fortuna que, por su parte, él no hacía sino dilapidar, tal el hijo pródigo del cual habla con lucidez su amigo André Gide.
Antes que Kerouac, quien era pobre, o Burroughs, de familia rica, Larbaud, como Gide, de familias muy ricas, eran ya drop out, como lo serían más tarde los jóvenes beatniks estadunidenses. La lectura, vicio impune, droga dura, les comunicó una ebriedad, un éxtasis, que volvió sosa cualquier otra experiencia del placer.
¿Puedo terminar confesando que, ya adulta, hacia mis treinta años, lectora empedernida y endurecida por ese mismo vicio, no pude evitar que se me humedecieran los ojos al llegar a las últimas páginas de Fermina Márquez? La lectura de esta breve novela me devolvió la gracia de la inocencia, lavándome del pecado original, al menos el mío, para devolverme la capacidad del asombro. El asombro de sorprenderse ante lo real, tan secreto y enigmático en su evidencia por lo imaginario que encierra.

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