domingo, 23 de junio de 2013

Rilke: resistir lo es todo

23/Junio/2013
Jornada Semanal
Marcos Winocur

I
Las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke (1875-1926) fueron publicadas en 1929 por su destinatario, Franz Xaver Kappus. La primera misiva de Rilke, que abre el libro luego del prólogo de Kappus, está fechada el 17 de febrero de 1903, hace ciento diez años. Un breve libro que, como pocos, ha influido en las letras del siglo XX. Desde entonces, entre tantos que han alzado la pluma en nombre de la literatura, difícilmente se encontrará quien lo ignore.
Las Cartas... no se refieren únicamente a poesía sino que son un documento universal, una reflexión lindante con la filosofía, elementos para una ética. La pregunta inicial de Kappus sobre si sus versos son buenos deviene en esta otra: ¿cómo vivir?
El intercambio epistolar fue iniciado entre el “joven poeta” hacia sus veinte años y Rilke, el “poeta viejo”, frisando los veintisiete, edad que tenía en 1903. Kappus se decide a escribirle después de leer uno de sus libros de poemas, “confiándome sin reservas, tanto como nunca antes ni después lo hice con ningún otro ser”, confiesa en el prólogo. Tal vez sea por ello, por pudor, que Kappus no incluyó en el libro el texto de sus propias cartas. Y ha sido un error: nos ha privado de una clave para comprender a cabalidad al Rilke de aquellos años.
En efecto, cuando la correspondencia se prolonga, una parte de cada misiva es explícita y otra alude a lo dicho en las anteriores, van formando un único cuerpo y aquí nos falta la mitad, las cartas escritas por uno de los dos corresponsales. Con un agravante: Kappus es alumno y escribe desde la misma escuela militar donde Rilke ha cursado estudios años atrás. Creo que esta identidad hace que Rilke se dirija a un Kappus que Rilke fue, y Kappus a un Rilke que Kappus quiere ser. Cada uno dialoga con el otro y consigo mismo, las cartas del joven poeta cobran así un sentido que más nos hace lamentar la ausencia de esa mitad.
Y hay más. La última misiva publicada en el libro es de 1908. “Después –Kappus informa en el prólogo– la correspondencia fue mermando paulatinamente.” Entonces, aun reduciendo el libro a las escritas por Rilke, ¡faltan cartas! Faltan las posteriores a la última publicada de 1908. Que no por menos frecuentes han de ser excluidas, desde luego.
II
Unos tres años antes de comenzar la correspondencia, Rilke ha escrito el “Réquiem para el poeta Wolf von Kalckreuth”, suicidado a la edad de diecinueve. Ese hecho lo ha conmovido profundamente y pienso que influye en nuestro autor para decidirse a mantener el contacto con Kappus, otro joven poeta. La línea final del “Réquiem” dice: “¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo.” Naturalmente, se trata de no esperar de la vida los éxitos y que ellos la justifiquen, sino más bien un objetivo modesto: oponer resistencia. ¿A qué o a quién? Al impulso tanático que llevó a Wolf al suicidio. Se me ocurre que la enseñanza rilkeana conduce a hermanarse con la muerte a fuer de resistirla cotidianamente. No a descargar sobre ella el odio. Sabiendo que la última cita le pertenece, dejarla crecer en la interioridad hasta colmar al individuo que supo resistir la tentación de convocarla antes de tiempo, y así la muerte sea consagración de la vida.
Freud, Rilke, Jacobsen, Heidegger, desde luego, la idea de la muerte está flotando en el aire para un siglo XX temible: el de los conflictos bélicos, incontables entre naciones y al interior de ellas, y las dos guerras mundiales. La muerte deja de ser en Europa una idea de psicoanálisis, de poemas, de filosofía o de literatura, para aterrizar, con violencia y magnitud nunca antes vistas, en 1914 y en 1939.
¿Qué hará Rilke? La respuesta está nítida en las Cartas..., y será el eje central de su vida: revalorizar la soledad. Es la vuelta del individuo sobre sí mismo para salvarse y a la vez explorar riquezas descuidadas como son los recuerdos de la infancia. Y sobre todo, la huida de un mundo invivible. La primera guerra mundial fue, en palabras de Karl Kraus, “el ensayo del fin del mundo” al cual todos estuvieron invitados. Rilke rehúsa asistir y hace de la interioridad su escudo. Llama a recuperarla: “somos solitarios”, insiste en las Cartas... Así, ella pertenece a la naturaleza humana, no sólo protegerá de las contingencias, sino que es la autenticidad misma: “reconocer que somos solitarios, más: partir de ello”, subraya.
III
¿Está Rilke consciente de su inútil búsqueda, la casa paterna que nunca tuvo ni tendrá? De sus viajes, de sus múltiples cambios de domicilio, surgen provisorios paraderos pero no el hogar. Así, el niño y el adolescente se proyectan sobre quien, continúa su poema “Harbstag”, sigue solo y solo quedará, reducido a leer desvelado y escribir largas cartas...
Ni primavera, ni amor, ni ruidos. En una página de su manuscrito El testamento, Rilke da cuenta de esos peligrosos enemigos. Desde luego, no son los únicos: la guerra, la “ciega zarpa de la guerra”, que tanto llega a movilizarlo para la reserva como le impide desplazarse a París, su ciudad amada. Y también las visitas no deseadas, y todas son no deseadas. Y ciertos estados anímicos como “el disgusto por lo no realizado”, y la lista no se agota.
Pide una tregua, declara que su trabajo está en contradicción con su vida. Es a no dudarlo una neurastenia. Pero bienvenida sea si se salda con las páginas escritas por Rilke. Por ese motivo, las personas cercanas, que lo conocen y lo quieren, como Lou Andreas Salomé, lo disuaden de consultar psicólogos. Su neurastenia, como la de tantos grandes creadores, no ha de ser atacada con terapias castrantes; sólo es preciso encontrar las vías de convivencia, de hacerla cómplice.
Puede pensarse que el solitario lo está incluso en medio de una multitud por su capacidad de abstraerse. Pero nuestro autor va más allá y concibe la soledad como hecho físico aconsejable no sólo a los poetas, sino a los jóvenes en general frente a la experiencia de las experiencias: el amor. Es algo que de pronto se les da y no están preparados para recibir, y sólo podrán lograrlo a través de un largo período de profundo y acrecentado aislarse. Rilke no habla aquí de la soledad como naturaleza del hombre, sino del hecho físico del enclaustramiento como requisito del aprendizaje amoroso. Y nuestro autor agrega: “Perderse en el otro en la entrega y en la unión (en todas las formas) no es todavía para los jóvenes, y en esto yerran muy a menudo y muy gravemente (la impaciencia es propia de su naturaleza).” Es un Rilke poco menos que monástico, difícilmente compatible con la época altamente erotizada que nos toca vivir. Y en cuanto a la soledad diagnosticada para el creador, de lo cual se ocupa largamente en las Cartas..., nuestros tiempos la hacen pedazos con la literatura light por un lado y, por el otro, con el incesante parloteo de los medios. Como ruido, la sierra que desvelaba al poeta elevada a la enésima potencia. Como metralla mental, ni hablar.
Por lo demás, la soledad fue sentada en el banquillo de los acusados. Será en la generación siguiente cuando otro grande de la lengua alemana, Thomas Bernhard, quien respeta y valora la obra de Rilke, consagre su novelística a develar los resultados actuales de la soledad. Claro, se trata de la impuesta al individuo desde el exterior. No la que proviene de una libre elección, sino del agobiante mundo actual. Y esos resultados son dos: locura y suicidio. Así los personajes de Thomas Bernhard, quien, por lo demás, fue un solitario recalcitrante.
Ahora bien, la soledad del poeta es para Rilke tan esencial como creativa, alcanzando el desarrollo más alto de la condición humana, soledad distinta de quien se retrae y se encierra para esquivar los “golpes de la vida”. Todos nacemos solitarios, algunos pocos llegan a poetas o artistas, se desprende del pensamiento rilkeano. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. De todos modos, el panorama es múltiple y diverso. La soledad como naturaleza del hombre es un planteo inicial genérico. Y luego: el sujeto fóbico del psicoanálisis, el suicida o el caído en la locura a causa de la soledad que multiplicó sus fantasmas, tal los personajes de Thomas Bernhard. Y se agregan las propuestas rilkeanas: el aislamiento físico para el joven, el creador que se descubre tal en la hora más solitaria... No estoy seguro de que las fronteras entre todas estén muy claras. Sin contar textos como el Eclesiastés que, hace ya varios milenios, ataca por el lado social: “Más valen dos que uno solo porque logran mejor fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro lo levanta pero ¡ay del solo que si cae no tiene quién lo levante!” Idea sintetizada en un proverbio latino: Vae soli!, es decir: “¡Ay, del hombre solo!”
IV
No, no será el ideal rilkeano de la soledad el que sea protagonista de su siglo XX, sino más bien lo contrario, la ruptura de ésta. Y a tales fines, paradójicamente, será nuestro poeta quien deje las herramientas listas. Todo esto viene a cuento de uno de los acontecimientos nodales del siglo XX en Europa, que de los hombres hizo robots para convertirlos en carne de cañón, mientras a unos cuantos los llevó a apartarse del mundo, lo más lejos posible de ese reino de la muerte que se había abierto en Europa.
La primera guerra mundial con las trincheras como cementerio, de los soldados envenenados con gases, está ausente de la obra literaria fundamental de Rilke, y a nadie en su sano juicio se le ocurriría demandarle nada a este gran velador de la soledad, cuya misión fue preservar la vida del espíritu, alejándola de la locura colectiva que llevó a morir a millones. De todos modos, la guerra golpea a las puertas del escritor. Así lo documenta la correspondencia cursada, entre otros, con Romain Rolland, el abanderado de la causa pacifista. En El testamento, Rilke habla de “la funesta guerra que ha desnaturalizado al mundo por muchas generaciones”. Y explica cómo, en cuanto a él se refiere, ha cortado brutalmente su obra creativa en momentos que se disponía a continuar sus Elegías de Duino, obra clave de la poética universal. “Finalmente –agrega Rilke–, cuando la guerra había pasado ya a convertirse en el difuso desorden de las sacudidas revolucionarias”, pudo cambiar de morada y reiniciar su vida en condiciones más favorables fuera de Alemania.
Aquí viene lo notable. Un ser tan fervientemente intimista, tan fuera de la política como nuestro autor, recibe, años después de su muerte, una sorprendente acogida: “el resistir lo es todo” salta del poema sobre aquel joven suicida que hemos citado, para devenir consigna de grupos civiles y militares que conspiran contra Hitler en Alemania, en los años treinta y cuarenta (Otto Dörr Zegers, traductor de textos de Rilke, “Proyecto Patrimonio”, Santiago de Chile). Y quienes, precisamente, ante el ascenso de la doctrina nazi del exterminio, ante la imparable entronización del Führer como caudillo del pueblo alemán, se dicen: “¿Quién habla de victorias?” y a renglón seguido se contestan: “El resistir lo es todo”, que así deviene consigna.
Ese resistir a la pulsión tanática en el poema se hace herramienta política. Y ésta pide que se restituya su lugar a la vida. Es extraordinario comprobar cómo, bajo ese común anhelo, el espíritu poético cobra una virtud trascendente, cómo los frutos de la soledad pueden llegar a devenir causa en el ámbito que menos pudiera imaginarse.
Rilke es un poeta de luz existencial. La vida “tiene razón en todos los casos”, dirá. Y se me ocurre que también tiene razón la vida cuando nos trae la muerte. A ésta, la individual, la de cada hombre como ser biológico, nuestro autor le da la bienvenida y la festeja. Contra la otra, la del exterminio, sus palabras fueron recogidas para el “no” al nazismo, y así han horadado el futuro.


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