Letras Libres
Carlos Franz
Esto de que algunos autores sigan publicando libros después de
muertos resulta macabro. Pero efectivo, porque lo macabro atrae a mucha
gente. La muerte “aviva” el interés por los finados. Los manuscritos
encontrados en las gavetas de los escritores muertos producen una
fascinación morbosa. Especialmente si sus autores los dejaron
incompletos y hasta marcados como impublicables.
Los editores post mórtem suelen justificar ese fúnebre empeño usando lo que podríamos llamar “la coartada Kafka” (un autor casi totalmente póstumo). Como sabemos, antes de morir Franz Kafka le encargó a su amigo Max Brod que destruyera sus manuscritos. Probablemente no creía en su valor, pero tampoco se atrevía a quemarlos él mismo. A cada escritor lo une un lazo filial con sus ficciones. Lo que nos costó crearlas (que se parece a “criarlas”) hace que, aunque sean imperfectas, nos resulte muy difícil destruirlas. Podremos, quizás, no publicarlas, no exponerlas al riesgo de su posible escarnio en el circo romano de la literatura. Pero quemar nosotros mismos esos manuscritos es algo que solo pueden algunas voluntades sobrehumanas, como la de Gógol que tiró a la chimenea la segunda parte de su incomparable Almas muertas (acaso porque era incomparable). Volviendo a Kafka, Brod decidió que si su amigo no destruyó personalmente sus obras fue porque “en el fondo” no quería hacerlo. Y empleando esta coartada publicó esos manuscritos sin terminar. Gracias a eso contamos con algunas de las obras de ficción más inspiradoras e influyentes del siglo XX. Y los editores cuentan con la coartada Kafka.
Coartada que últimamente se ha usado mucho. Por ejemplo, en el caso de Roberto Bolaño, sus editores y amigos han exhumado de los cajones del muerto (cajones cibernéticos, ahora) varias obras que dejó incompletas. El resultado es malo y debilita a la coartada. Estas obras de publicación póstuma son muy inferiores a lo que Bolaño publicó en vida, o dejó autorizado que se publicara (como su última novela, 2666). En este caso, la infidelidad de los amigos y editores a la voluntad implícita del autor difunto, a sus pudores y escrúpulos literarios, no se ha justificado. Tenemos que darle la razón al muerto. Habría sido preferible que los editores no invocaran el nombre de Kafka en vano.
Otro autor que se ha añadido a la lista macabra de autores muertos que siguen publicando es José Donoso. Hace unos años apareció, tanto en español como traducida al inglés, una novela que Donoso dejó incompleta y sin revisar: Lagartija sin cola. Por causa de la coartada Kafka me aproximé a este reptil novelesco con sumas precauciones.
El manuscrito quedó entre los papeles que Donoso vendió a la Universidad de Princeton, donde hay un archivo dedicado al escritor. Allí fue descubierto por su hija, quien decidió publicarlo, y luego fue editado por el crítico Julio Ortega. La edición en inglés apareció el año 2012, en Estados Unidos, donde la traducción, realizada por Suzanne Jill Levine, ganó el premio más prestigioso.
El protagonista, Armando Muñoz-Roa, es un pintor español de bastante éxito que, súbitamente, decide dejar de crear. Renuncia argumentando que la pintura se ha mercantilizado hasta el extremo de deformar todo el ambiente del arte: no solo la recepción sino incluso la creación misma. Él es esa “lagartija” que se ha cortado a sí misma la cola (del arte) para escapar de sus enemigos, reales e imaginarios.
En su huida, ya sin “cola”, Arman- do recala en un remoto pueblecito entre Cataluña y Aragón. Después de atravesar el infierno de la costa turística española comercializada, como el arte, hasta la más abyecta fealdad, Muñoz-Roa cree encontrar en Dors un santuario de autenticidad y belleza. La parte antigua del pueblo es un empinado laberinto de callejuelas y casas medievales, coronadas por un castillo en ruinas. Por muy poco dinero –la novela está ambientada a comienzos de los setenta– el expintor compra un viejo caserón de piedra amarilla. La ilusión de Armando es reiniciar su vida desde cero. En ese pueblo olvidado, lejos de la inmundicia del arte comercializado y de la naturaleza violada de la costa turística, pretende reencontrarse con la belleza de vivir.
No hay artista auténtico que no haya soñado lo mismo, me parece a mí. Quizás no hay persona, verdaderamente sensible, que no experimente un similar deseo de evasión, alguna vez en su vida. Cortarse la cola de responsabilidades, transacciones y fealdades acumuladas, para empezar de nuevo, en otro sitio. La metáfora es buena, porque tal cambio no se hace sin desprendernos, dolorosamente, de una parte de nosotros mismos. ¿Quién tiene el coraje?
El final de la novela queda abierto. Los cabos quedan sueltos ya que el autor nunca terminó el manuscrito. A veces la falta de final, de cola, frustra a un relato. En el caso de esta fábula la indefinición amplía sus posibles sentidos. Igual que en las novelas de Kafka la indeterminación de la trama potencia las posibilidades del tema. Esta vez, creo, la coartada Kafka fue bien empleada. ~
Los editores post mórtem suelen justificar ese fúnebre empeño usando lo que podríamos llamar “la coartada Kafka” (un autor casi totalmente póstumo). Como sabemos, antes de morir Franz Kafka le encargó a su amigo Max Brod que destruyera sus manuscritos. Probablemente no creía en su valor, pero tampoco se atrevía a quemarlos él mismo. A cada escritor lo une un lazo filial con sus ficciones. Lo que nos costó crearlas (que se parece a “criarlas”) hace que, aunque sean imperfectas, nos resulte muy difícil destruirlas. Podremos, quizás, no publicarlas, no exponerlas al riesgo de su posible escarnio en el circo romano de la literatura. Pero quemar nosotros mismos esos manuscritos es algo que solo pueden algunas voluntades sobrehumanas, como la de Gógol que tiró a la chimenea la segunda parte de su incomparable Almas muertas (acaso porque era incomparable). Volviendo a Kafka, Brod decidió que si su amigo no destruyó personalmente sus obras fue porque “en el fondo” no quería hacerlo. Y empleando esta coartada publicó esos manuscritos sin terminar. Gracias a eso contamos con algunas de las obras de ficción más inspiradoras e influyentes del siglo XX. Y los editores cuentan con la coartada Kafka.
Coartada que últimamente se ha usado mucho. Por ejemplo, en el caso de Roberto Bolaño, sus editores y amigos han exhumado de los cajones del muerto (cajones cibernéticos, ahora) varias obras que dejó incompletas. El resultado es malo y debilita a la coartada. Estas obras de publicación póstuma son muy inferiores a lo que Bolaño publicó en vida, o dejó autorizado que se publicara (como su última novela, 2666). En este caso, la infidelidad de los amigos y editores a la voluntad implícita del autor difunto, a sus pudores y escrúpulos literarios, no se ha justificado. Tenemos que darle la razón al muerto. Habría sido preferible que los editores no invocaran el nombre de Kafka en vano.
Otro autor que se ha añadido a la lista macabra de autores muertos que siguen publicando es José Donoso. Hace unos años apareció, tanto en español como traducida al inglés, una novela que Donoso dejó incompleta y sin revisar: Lagartija sin cola. Por causa de la coartada Kafka me aproximé a este reptil novelesco con sumas precauciones.
El manuscrito quedó entre los papeles que Donoso vendió a la Universidad de Princeton, donde hay un archivo dedicado al escritor. Allí fue descubierto por su hija, quien decidió publicarlo, y luego fue editado por el crítico Julio Ortega. La edición en inglés apareció el año 2012, en Estados Unidos, donde la traducción, realizada por Suzanne Jill Levine, ganó el premio más prestigioso.
El protagonista, Armando Muñoz-Roa, es un pintor español de bastante éxito que, súbitamente, decide dejar de crear. Renuncia argumentando que la pintura se ha mercantilizado hasta el extremo de deformar todo el ambiente del arte: no solo la recepción sino incluso la creación misma. Él es esa “lagartija” que se ha cortado a sí misma la cola (del arte) para escapar de sus enemigos, reales e imaginarios.
En su huida, ya sin “cola”, Arman- do recala en un remoto pueblecito entre Cataluña y Aragón. Después de atravesar el infierno de la costa turística española comercializada, como el arte, hasta la más abyecta fealdad, Muñoz-Roa cree encontrar en Dors un santuario de autenticidad y belleza. La parte antigua del pueblo es un empinado laberinto de callejuelas y casas medievales, coronadas por un castillo en ruinas. Por muy poco dinero –la novela está ambientada a comienzos de los setenta– el expintor compra un viejo caserón de piedra amarilla. La ilusión de Armando es reiniciar su vida desde cero. En ese pueblo olvidado, lejos de la inmundicia del arte comercializado y de la naturaleza violada de la costa turística, pretende reencontrarse con la belleza de vivir.
No hay artista auténtico que no haya soñado lo mismo, me parece a mí. Quizás no hay persona, verdaderamente sensible, que no experimente un similar deseo de evasión, alguna vez en su vida. Cortarse la cola de responsabilidades, transacciones y fealdades acumuladas, para empezar de nuevo, en otro sitio. La metáfora es buena, porque tal cambio no se hace sin desprendernos, dolorosamente, de una parte de nosotros mismos. ¿Quién tiene el coraje?
El final de la novela queda abierto. Los cabos quedan sueltos ya que el autor nunca terminó el manuscrito. A veces la falta de final, de cola, frustra a un relato. En el caso de esta fábula la indefinición amplía sus posibles sentidos. Igual que en las novelas de Kafka la indeterminación de la trama potencia las posibilidades del tema. Esta vez, creo, la coartada Kafka fue bien empleada. ~
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