Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Es un lugar común decir que no se puede juzgar un libro por su portada, y sin embargo esto no es del todo exacto. Desafortunadamente, sí se puede juzgar un libro por su portada. Si vamos a oponer lugares comunes, otro de ellos dice que de la vista nace el amor.
Esto ocurre muy especialmente con las ediciones
de poesía. De la elegancia austera pasaron a la pobretería (que no es
lo mismo que a la pobreza), es decir, a la extraña tacañería de hacer
un libro feo con los mismos recursos con los que podrían hacer un libro
elegante y bello.
Las ediciones del Estado y, en general, las
institucionales, son especialmente ejemplares en esto. Los libros no se
diferencian (en el papel y en la impresión) de los de narrativa o
ensayo, pero en cuanto a cubiertas e interiores la diferencia es
notable: mientras los libros de narrativa y ensayo tienen imágenes en
portada (generalmente con selección de color), los libros de poesía no
tienen a veces ni una triste viñeta; mientras los libros de narrativa y
ensayo brillan por su barniz o por su plastificado, a los de poesía
les matan el brillo: deben ser mate o no ser (es cierto que no todo lo
que brilla es oro, pero no hay que exagerar), y mientras los libros de
narrativa y ensayo tienen una tipografía legible, los de poesía poseen
una letra pulga que dificulta la lectura.
¿Quién les dijo a los editores y a los
diseñadores que la poesía debe ser pobremente editada para avisarles a
los lectores que se trata de un libro de poesía? Si de antemano los
lectores, en general, se abalanzan sobre la narrativa, sea buena,
regular, mala o pésima, y ni siquiera tocan un libro de poesía, con el
recurso de la pobretería editorial para la poesía, son los propios
editores y diseñadores los que conspiran contra la lectura de poesía.
Lo que se hace es avisarle al lector: “Prepárate (o
parapétate): este es un libro de poesía. Te vas a aburrir con él. Por
eso lo editamos y diseñamos tan insípidamente, tan incoloramente.” A
diferencia de los insectos y batracios de colores fuertes, que anuncian a
los depredadores su sabor desagradable, los incoloros libros de poesía
advierten, a los lectores, que pueden ser muy desabridos.
El falso concepto de que la poesía siempre se
lleva con una portada “sobria” o austera, cuando no fúnebre, ha
derivado, en un mayor extremo, hacia productos editoriales anodinos
cuando no horribles. Revisando los viejos libros de poesía,
decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX,
encontramos que casi todos ellos tenían al menos una hermosa viñeta
así fuera en blanco y negro. Hoy, prácticamente no tienen nada, salvo
la tipografía, y son más gélidas que un bloque de hielo. Y, en cuanto a
los interiores, la caja, la tipografía y los interlineados, éstos
respiraban antes la mar de bien, mientras que hoy se ahogan
irremediablemente. Se entiende que muchos diseñadores no leen poesía,
¿pero y los editores?
En la segunda mitad del siglo XX,
las cubiertas españolas de Daniel Gil, para Alianza Editorial,
hicieron época, al igual que las argentinas de Silvio Baldessari, para
Losada; hoy, en cambio, en el otro extremo, de la austeridad se ha
pasado al absurdo, por ejemplo con las cubiertas de los libros de
poesía del Fondo de Cultura Económica, que privilegian una imagen
(generalmente una fotografía rebasada hasta las solapas), y sólo en
tipografía pequeñita, vergonzantemente, no en la cubierta, sino en una
fajilla, ponen el título y el nombre del autor. ¿Qué anuncian y venden:
libros de arte? ¡No: libros de poesía! ¿Quién, que sea lector de
poesía, no recuerda los collages de Alberto Blanco y de otros
artistas en las portadas de los libros de poesía del Fondo? ¿Quién, que
sea lector de poesía, no recuerda las tipografías de doce puntos y los
interlineados aireados en la colección Letras Mexicanas? Pues eso es
historia.
Otras colecciones institucionales, que antes se
caracterizaban por sus coloridas viñetas o por sus hermosos juegos
tipográficos en cubierta, hoy no pueden ser más grises y anodinas.
Únicamente algunas pocas editoriales, y no por cierto del Estado o
institucionales (una excepción es Poemas y Ensayos de la UNAM),
se mantienen invictas en el buen gusto editorial para invitar a leer
poesía. Ediciones Era, sin duda, y más recientemente Almadía y otras
editoriales independientes especializadas en poesía.
Lo cierto es que se gasta lo mismo en hacer un
libro bello que un libro horrible, pero hoy muchos editores y
diseñadores se afanan en hacerlos horribles para avisarle al lector que
se trata de un libro de poesía.
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