domingo, 27 de enero de 2013

Escribir

Enero/2013
Nexos
Susan Sontag

Leer novelas me parece una actividad de lo más normal; escribirlas, en cambio, es algo tan extraño... Eso, al menos, es lo que pienso, hasta que recuerdo la solidez con la que una y otra se relacionan. (No hay aquí generalidades con blindaje. Sólo unas cuantas observaciones.)

En primer lugar, porque escribir es practicar, con singular intensidad y atención, el arte de la lectura. Escribes a fin de leer lo que has escrito, revisar si está bien, y como nunca lo está, desde luego, para reescribirlo —una, dos, tantas veces como sea necesario, hasta obtener algo cuya relectura puedas admitir—. Uno mismo es su primer lector, tal vez el más estricto. “Escribir es someterse al juicio de sí mismo”, anotó Ibsen en la cubierta de uno de sus libros. Difícil imaginar la escritura sin la relectura.

Pero, ¿acaso lo que uno escribe de una tirada nunca está del todo bien? Sí, claro: a veces, incluso más que bien. Lo cual sólo sugiere, al menos para esta novelista, que en un examen más atento, o en voz alta —es decir, en otra lectura— podría ser todavía mejor. No digo que el escritor deba preocuparse y sudar a fin de producir algo bueno. “Lo que se ha escrito sin esfuerzo, en general, es leído sin placer”, dijo el doctor Johnson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin duda, mucho de lo que se ha escrito sin esfuerzo entrega placer en abundancia. No, la cuestión no es el juicio de los lectores —que bien pueden preferir la obra de un escritor más espontáneo, menos elaborado— sino un sentimiento de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. Uno piensa: si puedo alcanzar este punto en la primera vuelta, sin demasiado esfuerzo, ¿no podría ser todavía mejor?

Y aunque esto, la reescritura —y la relectura— suenan como un esfuerzo, constituyen de hecho la parte más placentera de la escritura. A veces, la única parte placentera. Al ponerse a escribir, si uno tiene presente la idea de la “literatura”, resulta formidable, intimidante. Una inmersión en un lago helado. Después viene la parte cálida: cuando ya tienes algo que trabajar, mejorar, editar.

Digamos que es una mezcolanza. Pero tienes la oportunidad de arreglarla. Intentas ser más claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a un mundo. Quieres que el libro sea más amplio, que tenga más valía. Quieres elevarte por encima de ti mismo. Quieres elevar el libro por encima de las barreras de tu mente. Como la estatua se encuentra sepultada dentro del bloque de mármol, la novela se encuentra dentro de tu cabeza. Intentas liberarla. Intentas llevar la materia desdichada de la página más cerca de lo que piensas que tu libro debiera ser —lo que sabes, en tus espasmos de exaltación, que puede ser—. Lees las oraciones una y otra vez. ¿Este es el libro que yo estoy escribiendo? ¿Esto es todo?

O digamos que va bien, porque, en efecto, va bien a veces (de lo contrario, en algún momento perderías la razón). En eso estás, y aun si eres el más lento amanuense y el peor de los mecanógrafos, un rastro de palabras se ha compuesto y tú quieres continuar. Y después lo relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero al mismo tiempo te gusta lo que has escrito. Descubres que obtienes placer —un placer de lector— con lo que está en la página.

Escribir consiste, a fin de cuentas, en una serie de licencias que uno se da a sí mismo para ser expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar tu propia característica manera de narrar y de insistir; o sea, para encontrar tu propia íntima libertad. Para exigirte, sin desollarte demasiado. Sin detenerte a releer con demasiada frecuencia. Permitirte, si te atreves a pensar que fluye bien (o no del todo mal), sencillamente continuar remando. Sin esperar el impulso de la inspiración. Desde luego, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizás esto sea menos importante para los poetas, quienes suelen elaborar en su mente la mayor parte de su escritura antes de poner cualquier cosa en el papel. (Los poetas viven del oído mucho más que los prosistas.) Y la ceguera no significa que no se hagan revisiones. ¿No imaginamos a las hijas de Milton, al finalizar cada día del dictado de El paraíso perdido, releer todo a su padre en voz alta y enseguida anotar sus correcciones? En cambio los prosistas —que trabajan en una maderería de palabras— no pueden retenerlo todo en su cabeza. Necesitan ver lo que han escrito. Aun aquellos escritores que parecen los más notables y prolíficos deben sentir esto. (Así, Sartre anunció, al perder la vista, que sus días de escritor habían concluido.) Pensemos en el corpulento, venerable Henry James, caminando de un lado a otro en una habitación de la Casa Lamb, mientras compone en voz alta, para una secretaria, La copa dorada. Si descontamos la dificultad de imaginar cómo la prosa tardía de James pudo ser dictada en absoluto, no menos que el estrépito de una máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no damos por hecho que James releía lo que se había mecanografiado, y que se prodigaba en sus correcciones?

Hace dos años, cuando me convertí de nueva cuenta en una paciente de cáncer y tuve que suspender mi trabajo en la casi terminada In America, un amable amigo de Los Ángeles, al conocer mi desesperanza y miedo de ya nunca terminarla, me ofreció tomar un permiso en su trabajo para venir a Nueva York, permanecer conmigo lo que fuera necesario y poner por escrito mi dictado del resto de la novela. Cierto que los primeros ocho capítulos estaban listos (es decir, reescritos y releídos muchas veces) y yo había comenzado el penúltimo capítulo, y sentí que tenía completo el arco de esos dos últimos capítulos en mi cabeza. Y sin embargo, sin embargo, tuve que rechazar su oferta, generosa y conmovedora. No era sólo que yo estuviera ya demasiado confundida por un drástico coctel de quimioterapia y cantidades de calmantes para recordar lo que planeaba escribir. Necesitaba la posibilidad de ver lo que escribía, no sólo escucharlo. Necesitaba la posibilidad de releer.

Habitualmente, la lectura antecede a la escritura. Y el impulso de escribir es casi siempre estimulado por la lectura. La lectura, el amor por la lectura, es lo que te hace soñar en convertirte en escritor. Y mucho después de convertirte en escritor, leer los libros que otros escriben —y releer los queridos libros del pasado— constituye una distracción de la escritura irresistible. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, claro, inspiración.

Desde luego, no todos los escritores admitirán esto. Recuerdo que una vez le comenté a V. S. Naipaul algo sobre una novela inglesa del siglo XIX que yo adoraba, una novela muy conocida, y di por hecho que él, como todos mis conocidos interesados en la literatura, la admiraba igual que yo. Pero no, él no la había leído, me dijo, y al ver la sombra de la sorpresa en mi rostro añadió con severidad: “Yo soy un escritor, Susan, no un lector”.

Muchos escritores que han dejado de ser jóvenes proclaman, por razones diversas, que leen muy poco y, a decir verdad, que encuentran en cierto sentido incompatibles a la lectura y la escritura. Para algunos escritores tal vez lo sean. No me corresponde juzgarlo. Si el motivo es la ansiedad de ser influido, entonces me parece una preocupación vana, superficial. Si el motivo es la falta de tiempo —sólo hay tantas horas al día, y las que consume la lectura son sustraídas, como es evidente, de aquellas en las que uno podría escribir— se trata entonces de un ascetismo al que yo no aspiro.
Perderse a sí mismo en un libro, esa vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una realidad adictiva, ejemplar. Virginia Woolf dijo memorablemente en una carta: “A veces creo que el cielo debe ser una lectura continua, inacabada”. Sin duda la parte celestial es —de nueva cuenta, en palabras de Woolf— que “la condición de la lectura consiste en la eliminación total del ego”. Por desgracia, nunca nos despojamos del ego, así como tampoco podemos pasar por encima de nuestros propios pies. Pero ese arrebato incorpóreo, la lectura, semeja un estado de trance que basta para hacernos sentir sin ego.

Como la lectura, la lectura arrebatada, la escritura de ficción —el habitar en otros seres— también se experimenta como perderse a sí mismo.

Hoy todo mundo prefiere pensar que la escritura sólo es una forma de introspección. También llamada expresión personal. Si se supone que ya no somos capaces de sentimientos altruistas genuinos, se supone que no somos capaces de escribir acerca de nadie, salvo de nosotros mismos.

Pero no es cierto. William Trevor se refiere a la audacia de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no escribir para escapar de ti mismo, tanto como podrías escribir para expresarte a ti mismo? Es mucho más interesante escribir acerca de otros.

No hace falta decir que doy partes de mí a todos mis personajes. Cuando, en In America, mis inmigrantes de Polonia llegan al sur de California —están justo a las afueras del poblado de Anaheim— en 1876, y se adentran al desierto y sucumben a una aterradora visión de vacío que los transforma, sin duda yo aproveché el recuerdo de mi propia infancia, caminatas por el desierto del sur de Arizona —en las afueras de lo que entonces era una ciudad pequeña, Tucson— en la década de los cuarenta. En el primer borrador de ese capítulo había saguaros en el desierto del sur de California. Para el tercer borrador yo había eliminado, con renuencia, los saguaros. (Por desgracia, no hay saguaros al oeste del río Colorado.)

Yo escribo acerca de alguien que no soy yo. Así, lo que escribo es más ingenioso de lo que yo soy. Porque lo puedo reescribir. Mis libros conocen lo que yo conocí alguna vez —de manera caprichosa, intermitente—. Y apuntar las mejores palabras en la página no parece en modo alguno más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Por el contrario.

He aquí la gran diferencia entre la lectura y la escritura. Leer es una vocación, un oficio en el cual, con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Como escritor, lo que uno acumula son ante todo incertidumbres y ansiedades.

Todos esos sentimientos de insuficiencia del escritor —este escritor, en cualquier caso— son afirmados por la convicción de que la literatura es importante. “Importante” es con seguridad una palabra demasiado pálida. Que hay libros “necesarios”, es decir, libros que, al leerlos, uno sabe que habrá de releer. Quizá más de una vez. ¿Existe mayor privilegio que gozar de una conciencia expandida, colmada, encauzada por la literatura?

Libro de sabiduría, ejemplo del sentido lúdico de la mente, dilatador de compasiones, registro fiel de un mundo real (no sólo de la conmoción dentro de una cabeza), auxiliar de la historia, defensor de emociones desafiantes y opuestas... una novela que se intuye necesaria puede ser, debería ser, tiene que ser la mayoría de estas cosas.

Si continuara la existencia de lectores que compartan esta elevada idea de la ficción, bueno: “No hay futuro para esa cuestión”, como respondió Duke Ellington cuando le preguntaron por qué iba a tocar en programas matutinos del Apollo. Más vale sencillamente continuar remando.
Traducción de Roberto Diego Ortega

(Núm. 278, febrero de 2001)

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