Jornada Semanal
La polémica sobre la muerte de Pablo Neruda –¿natural, inducida?– que ha levantado polvo en los últimos meses por las declaraciones de su chofer, Manuel Araya, sobre el posible homicidio de su antiguo patrón, habla del lugar que ocupa el bardo chileno en el mundo de la poesía. La exhumación que ha ordenado la autoridad podría modificar la versión oficial. Se dice que padecía leucemia acompañada de un cáncer de próstata, que hubo de complicarse con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende, entrañable amigo del poeta, y a quien cedió –Neruda– la candidatura a la presidencia; el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada murió veinticuatro horas antes de salir en un avión rumbo a México, viaje que patrocinaba el presidente Luis Echeverría al nombrarlo “invitado del gobierno mexicano”. El poeta e investigador Víctor Toledo afirmó hace unos días para El Clarín de Chile: “Hasta donde sé la enfermedad de la próstata de Neruda era controlable (…) Neruda quería y podía seguir luchando.”
La hipótesis se basa en la inconveniencia que Neruda representaba para el régimen de Pinochet: “hubiera sido uno de los principales líderes, recordemos su capacidad de convocatoria, su pasión política profunda”, como el propio Toledo lo desmenuza en el completísimo volumen El águila en las venas. Neruda en México, México en Neruda (BUAP, 2005), que mereció la medalla de honor presidencial de Chile en el centenario del poeta (1904-2004).
Neruda en Latinoamérica es el cantor del mito. Es voz que clama por la unidad latinoamericana, es el mago de la epopeya (no necesitó ser antologado para sobrevivir en su obra) tanto como el Che –que cargaba consigo un ejemplar del Canto general– de la vigente utopía de Bolívar.
¿Qué hubiera sucedido –hace casi cuarenta años– si no le hubieran suministrado la letal inyección de dipirona, si hubiera abordado el avión, si se hubiera asilado en México con el grupo que ansiosamente lo esperaba en la nave que nunca abordó?
Las amistades de Neruda en México fueron más aleatorias con las artes plásticas que con los propios poetas mexicanos (la influencia arrasadora del muralismo en el Canto general no es mito), sus afectos por Siqueiros y Rivera, hombres de carácter recio –y reacio–, dejan entrever que hubiera entablado, sin duda, una estrecha amistad con el veracruzano Salvador Díaz Mirón. La ideología en Neruda es otro rumbo que merece estudios profundos. Su colección de caracolas, sus afinidades con López Velarde, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Efraín Huerta, están pendientes aún.
Si la historia es lo que recordamos, el régimen pinochetista –hoy sus allegados se han apropiado, irónicamente, de la Fundación Neruda (su heredad al pueblo)– se caracterizó por el ajuste de cuentas, el terror y la persecución. No sería extraño encontrar evidencias de que, efectivamente, fuera asesinado con la discreción que, a través de los siglos, nos ha mostrado la Iglesia con sus papas.
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