Laberinto
No sobran espacios para un género bastardo, como el ensayo, que está a medio camino entre territorios que se consideran antagónicos: entre la reflexión y la creación, entre la ciencia y la literatura o entre la academia y la bohemia. Para ilustrar la ambigüedad en torno a la vocación e identidad del ensayo sólo hay que recordar las discordantes definiciones de los manuales o la variedad de escrituras que se pueden abrigar bajo esta misma denominación. El ensayo resulta, entonces, un género híbrido, en constante evolución, que adopta históricamente diversas formas y funciones, que mezcla diversas especialidades, que plasma la personalidad y el gusto del autor y que busca ensanchar el diálogo, por lo que se expresa a menudo en espacios periodísticos y con un estilo en el que caben todas las licencias imaginables.
Ciertamente, en algunas etapas, ha habido nociones dominantes del ensayo que amenazan con deslegitimar sus otras formas o mutaciones. Ya sea cuando éste es concebido como un género con obligaciones cívicas de conocimiento, concientización e ingeniería social o cuando es concebido como una exposición rigurosa, mucho más ligada a la expresión académica.
En particular, en México el ensayo evoluciona como un género profundamente ligado a la empresa de construir la nación, por lo que sus orientaciones más prestigiadas tienden a hacer investigación social e histórica, a indagar en torno a las caracterologías y malestares culturales o a registrar y certificar el pasado cultural y forjar los cánones correspondientes.
Hasta la segunda mitad del siglo XX, puede hablarse de la consolidación de otro tipo de tonos y estilos ensayísticos alejados del imperativo cívico. El ensayo adquiere una nueva libertad y el ensayista sabe que su servicio intelectual no es indispensable para la patria y que no está incurriendo en alta traición al no hablar de lo mexicano. Por ende, hay una mayor disposición para cultivar los temas ociosos, para utilizarlo como vehículo creativo o para incursionar en el razonamiento lúdico y heterodoxo.
Los tres primeros títulos de la colección Biblioteca de la Ciudad son una muestra espléndida de las posibilidades de esta libertad ensayística. Viaje al país de la errata de Gabriel Bernal Granados es una recopilación miscelánea que reúne lo mismo ficciones, artículos sobre cine y series televisivas o notas sobre autores canónicos como Arreola, Cuesta o Zaid. Sin embargo, detrás de esta dispersión aparente, exhibe una sorprendente unidad. Inicia con una serie de “ficciones” de fina psicología y acerado filo crítico en torno a las obsesiones artísticas, la desaparición de la forma en el verdadero cuadro y una, la que da título al libro, que parte de un recurso peculiar, utilizar la figura real de un reputado filólogo, ponerle el apellido ficticio de Valdés Comesaña y hacer una parábola literaria ejemplar y entrañable sobre los paralelos entre el amor filológico y literario a la palabra. La segunda parte está constituida con un conjunto de textos polémicos en torno al estado del arte y la crítica en México. Destacan “Problema y entorno de la traducción en México” sobre la importancia de la traducción como un género literario que puede producir sus propios clásicos o “El retrato de Felipe IV”, donde hay una incisiva pregunta en torno a las formas en que el mecenazgo estatal a las artes puede volver mudos a los artistas y se alude a la necesidad de conciliar la crítica con las necesidades de convivencia con el poder. La tercera parte del libro se forma con un ramillete de ensayos de arte, una de las facetas en las que este autor despliega con mayor fortuna sus facultades intelectuales. Y precisamente en “El laberinto intelectual” Bernal hace una crítica tanto a las formas cómodas y reduccionistas de mirar el arte, como a las derivas de una actividad que deviene cada vez más complacencias y manifestaciones publicitarias, apoyadas en ideas de segunda mano. Con los textos críticos de este libro, Bernal muestra una faceta de la inteligencia polémica, que no necesita manifestarse a gritos, y que señala ciertos vicios y contradicciones de la vida artística y literaria no para socavarla sino para defenderla como un auténtico espacio de invención y debate.
En Los habitantes del libro de Lobsang Castañeda, el tema nuclear es el libro y la lectura y los personajes y actitudes que se despliegan en este particular universo. Con una erudición que no desdeña los momentos de humor flemático o feroz (como en su burla a los reseñistas o su crítica de las antologías), Castañeda construye una serie de caracterologías en torno a los habitantes del libro que nacen tanto de la observación como de la invención narrativa. Por este catálogo desfilan peculiares encarnaciones de los que crean el libro, los que lo diseñan, los que lo corrigen, los que lo imprimen, los que lo mercan, los que lo acumulan, los que lo clasifican, los que lo adoran, los que lo temen, los que lo ocultan, los que lo destruyen, los que lo roban y los que literalmente se vuelven locos con él. De esta manera, a través de lo que parecería una taxonomía de los entes librescos, Castañeda, en un magnífico texto que cierra el libro —“Quijotes”—, nos conduce hacia ese acto radical de la lectura que lleva a cierto lector extremo a convertir un acto racional por excelencia en vía a lo irracional y a confundir la ficción con la realidad.
Finalmente, Movimiento fluido de Ernesto Herrera es un libro que funciona como una instantánea de la trayectoria de uno de los lectores más acuciosos y discretos de la literatura mexicana en la última década. A través de un ejercicio de homenaje y memoria, de lectura alegre y bien temperada, Herrera da sustento y extiende una conciencia de tradición. A contracorriente de la prisa con que transcurren la circulación y reciclaje de novedades, Herrera hace una lectura pausada y equilibrada de un amplio acervo de escritores mexicanos que conforman el pasado inmediato de la literatura mexicana. Por la visión crítica de Herrera desfilan lo mismo autores canónicos como Alí Chumacero, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina o Juan Villoro que víctimas de la mala memoria como Rafael Bernal, Francisco Cervantes, Jorge López Páez o Ramón Rodríguez. Si bien Herrera es más conocido como crítico, tiene esa pasión omnívora por las humanidades y la segunda parte del libro deja ver una curiosidad cosmopolita que va desde la crítica de arte de Herbert Read hasta el humanismo clásico de Werner Jaeger pasando por el perfil esotérico de Titus Burckhardt o el orientalismo de Elémire Zolla. Finalmente, la tercera parte descubre al Herrera más heterodoxo, ese artífice de la tradición es también un soterrado contracultural que, con artículos o entrevistas, se ocupa de la homosexualidad o la historia de la intoxicación.
En estos tres libros el ensayo demuestra sus potencialidades: permite clarificar la concepción del oficio y las propias metas artísticas; permite conectarse con la tradición; pero, sobre todo, permite salir del círculo de confort de la propia especialidad y contaminarse gozosamente con otros saberes y otros lenguajes.
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