Milenio
Conozco los aspectos menos atractivos de la academia. Su rígido sistema de jerarquías, por ejemplo. Los bajos salarios para la gran mayoría, tanto en sistemas educativos públicos como privados; y los grandes privilegios para una elite que con frecuencia se eterniza en puestos de diversa índole. Los estrictos rituales de entrada (solicitudes, exámenes, cartas de recomendación) y de salida (tesis). La productividad a ultranza, muchas veces el resultado de sistemas de valoración que premian más la cantidad que la calidad. La mínima distribución de sus productos intelectuales que tienden a crear torres de cristal desde las cuales, paradójicamente, es complicado, cuando no imposible, emprender cualquier análisis crítico de la realidad. La competencia desleal y la envida son características que en mucho exceden al ámbito académico, así que no las cuento aquí.
También conozco, sin embargo, los elementos más felices de la vida académica. La manera de fomentar el talante crítico de sus participantes, sobre todo. Su llamado a cultivar una vida dedicada a la creación intelectual (me gusta la frase en inglés, mucho más abarcadora: the life of the mind). La disciplina que, además de requerirse para concluir con éxito investigaciones y tesis diversas, servirá para muchas otras cosas en la vida. La creación de sistemas que, en sus mejores momentos, permiten el cotejo y la justa evaluación entre pares, ya sea a través de cuerpos colegiados o ya a través de eventos públicos donde se exponen resultados de investigación. Su vocación, no siempre exitosa pero siempre presente, de ser exhaustiva y contemporánea (todo académico que se precie de serlo conoce el estado actual de su bibliografía). Los salones de clase en los que, en sus mejores momentos, no se trasmite sino que se produce conocimiento. El hecho de ser una de las únicas profesiones en las que leer mucho es un requisito.
Todos los que critican la vida académica, especialmente aquellos que han convertido el adjetivo académico en una especie de nueva blasfemia, tienen en mente, y con frecuencia en el registro de su experiencia personal, los puntos incluidos en el primer párrafo. Mucho me temo que, con ese tipo de consideraciones, no me queda más que darles la razón: la academia, en sus peores momentos, es jerárquica y poco creativa, cuando no superflua. Como sucede con todo lo que vive, hay muchas cosas que precisan de revisiones críticas. Pero lo que no dicen aquellos que atacan los rituales y los productos de la academia es que en sus centros de investigación o en sus revistas, en los patios concurridos entre sus edificios o en dentro de sus bibliotecas, se ha asegurado también una forma de socialidad de la que mucho se ha beneficiado y de la que mucho todavía precisa este país. Aún más, los ataques contra la vida académica parecieran sugerir que la creatividad y la crítica sólo fueran posibles más allá de sus muros. La más leve mirada a las distintas agrupaciones culturales que animan (¿o desaniman?) la vida cultural en México, aquellas donde se halaga sin contemplaciones al miembro disciplinado y se golpea (porque así se dice) al que no pertenece, pondría de manifiesto que las jerarquías tienden a acrecentarse y no a disminuir fuera de los marcos académicos (donde por cierto, según estadísticas mundiales, se vive un curioso fenómeno de feminización).
Me ha parecido a menudo lógico, lo cual no significa que esté de acuerdo, que los que cuentan con capitales tanto financieros como culturales, ya propios o ya heredados, critiquen a la academia. Después de todo, ¿en nombre de qué, desde esa posición, se someterían al cotejo público de ideas, a la examinación exhaustiva de sus argumentos y sus aparatos críticos, a la fatiga que representa preparar y evaluar clases y seminarios? Si, además, estos pocos anti-académicos cuentan con los medios para publicar sus hallazgos, ¿para qué someterse al juicio de sus pares o comparecer ante la comunidad de sus iguales?
Lo que me parece menos lógico es que jóvenes escritores sin otra capital más que el talento propio y la vocación por las letras, se pronuncien, la mayoría de las veces sin conocerla a fondo, contra una forma de vida que, con su intervención arriesgada, con su energía crítica, con su vocación de renovarlo todo, bien podría contribuir a producir la vida intelectual que nuestras comunidades merecen y precisan. No creo, por supuesto, que ésta sea la única manera de conseguirlo, pero sí sé que es una de las posibles en el mundo imperfecto y mejorable en el que vivimos. Prefiero, en todo caso, al estudioso que, con afán, compara bibliografía y coteja argumentos, el que somete los resultados de su investigación al escrutinio de sus pares tanto a nivel nacional como internacional, que a aquél que, amparado bajo la protección de sus privilegios de grupo, reproduce formas endogámicas y monológicas y, por lo tanto, autoritarias de producción intelectual bajo el pretexto de ser “creativas”.
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