Milenio
De pronto uno está preparado para entender que los escritores pueden ser no sólo gordos, feos, miopes, flojos o insoportables, sino también vividores, granujas, pillos y hasta asesinos.
Provenientes de los campos más fértiles de la ingenuidad, muchos no supimos —o no quisimos saber– hasta cierta edad—, que los escritores, aun los considerados artistas, son sobre todo gente común y corriente. No digo “gente como uno”, porque eso siempre se presta a malos entendidos (¿cómo es uno?), pero sí personas que pueden ser exactamente, en cuanto a carácter, trato y hasta ciertas formas de comprensión del mundo, igual que el tendero de la esquina, el peluquero o el más humilde burócrata.
A muchos les parecerá una perogrullada este hallazgo, pero es bueno recordar lo decepcionante que resultó —sobre todo en nuestras mocedades— conocer, escuchar o ver de lejos a quien habíamos leído con gran atención, a ese escritor que nos sumía en una suerte de trance como lectores y que, sin embargo, en persona, nos pareció ordinario o hasta vulgar. Desde luego, esto no ocurre siempre y cabe la posibilidad de que escuchar a nuestro admirado autor y, con suerte, tratarlo, se convierta en una experiencia fascinante, inolvidable, única.
Pero el caso de la mayoría, por desgracia, no es ése. Ya de puro ver su imagen surge a veces una desilusión: no es alto, de mirada penetrante, de presencia imponente, de voz firme o cálida, como lo imaginábamos; no nos atrapan sus palabras, ni nos sacuden sus ideas, como esperábamos. Simplemente no es quién creíamos o, mejor, quien construimos desde la idealización de sus libros.
Así que de pronto uno está preparado para entender por fin que los escritores pueden ser no solo gordos, feos, miopes, flojos, insoportables (mamones, pues), torpes, nerviosos, acomplejados, enfermos o pasar inadvertidos en cualquier lugar, sino que también pueden ser vividores, granujas, pillos, plagiadores, ladrones y, por qué no, también asesinos.
José Ovejero ha escrito un libro a este respecto: Escritores delincuentes (Alfaguara, 2011), que nos muestra una sorprendente galería de hombres de letras que antes de serlo —o paralelalemente— han gustado de diversas facetas de la vida criminal y de la que malamente se despliega en esos que solían llamarse los bajos fondos.
Su listado es intachable: François Villon, Sir Thomas Malory, Jean Genet, Burroughs, Sir Jeffrey Archer, Maurice Sachs, entre otros infractores conspicuos (al lado de muchos otros menores o que francamente tuvieron mala suerte y quedaron enredados en algún ilícito, como Álvaro Mutis, a quien debemos uno de los más lúcidos retratos de la vida de los internos en Lecumberri, el ominoso Palacio Negro).
“¿Atracción del mal?”, se pregunta Ovejero en el primer capítulo, y ensaya algunas posibles respuestas. En todo caso, dice, “adentrarse en las biografías de estos escritores hace que pierda relieve el acto delictivo y se revele el contexto social y familiar en el que tiene lugar… El escritor delincuente que narra sus crímenes, incluso aunque no lo pretenda, narra también los crímenes de la sociedad: el delito no surge sólo de una mente trastornada; el individuo es un síntoma que llama la atención sobre un organismo enfermo”.
El libro de Ovejero no tiene pierde. Para quienes ya conocían —y para quienes por primera vez lo hacen—, las fechorías de geniales autores como Genet o Villon, se lee como un buen relato oscuro, estrictamente cierto, de varias existencias fuera de la ley. Unas con más talento y gracia que otras, pero todas finalmente atenidas a principios muy irregulares que les permitieron saciar en la ilegalidad sus deseos y adicciones, o sobrepasar los límites de la furia cotidiana y llegar hasta el asesinato.
Quizás lo que no le conviene al texto es esa preocupación de por qué los escritores se pueden sentir atraídos por el crimen o los criminales. Creo que ahí Ovejero se mete en honduras innecesarias, porque sólo si pensamos que el escritor es gente fuera de lo común, como venida de otro planeta, podemos ver con absoluto asombro que William Burroughs (completamente drogado) jugara a ser Guillermo Tell con su esposa y terminara por volarle los sesos.
Burroughs cometió este crimen involuntario (suponemos) no por ser Burroughs, sino por estar bajo el influjo de las drogas. Y eso mismo podría haber hecho el panadero, el médico o el albañil de la esquina en una situación semejante.
Los criminales que han gustado de la literatura (y que la han producido) no lo son en función de ésta, sino por otros motivos tal vez más banales. Y lo que demostraron (dolorosamente) con sus vidas es lo que dice Michel Houellebecq en un artículo: “La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad”.
Ya lo creo.
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