Laberinto
Jorge Fernández Granados
Solía afirmar Rubén Bonifaz Nuño que el trabajo de toda su vida dedicado a
la literatura puede dividirse en tres aspectos esenciales: el primero es como
erudito y traductor de los clásicos griegos y latinos; el segundo, como
estudioso y defensor de las culturas prehispánicas, y el tercero, su obra como
poeta.
Del primero, él se sentía particularmente
satisfecho de haber realizado “sin duda, la óptima versión que hay en español”1
de la Ilíada
de Homero, entre otras reconocidas traducciones directas del griego y el
latín. Del segundo aspecto, que fue en gran medida una labor de investigación y
difusión principalmente de las culturas náhuatl y olmeca, él opinaba que “es el
trabajo que en último término considero más importante porque se dirige
concretamente a la gente de México” y a través del cual pretendía incitar a “un
conocimiento de su pasado indígena que la llevaría necesariamente a tener un
mejor juicio de sí misma”2. Aquí nos ocuparemos específicamente del
tercer aspecto de su trabajo: su obra poética o sus versos, como
él prefería llamarla.
Los versos de Rubén Bonifaz Nuño están contenidos
en veinticinco libros que se han publicado desde 1945 hasta la fecha3.
Constituyen, sin la menor duda, una de las obras más sólidas, genuinas y
complejas de la poesía hispanoamericana. Obra cuya cerrada fronda, a la manera
de ciertos árboles centenarios, no es agotable desde una perspectiva única. Hay
en ella lo mismo dimensiones lingüísticas que literarias y referencias tanto
herméticas como antropológicas, las cuales convergen de un modo muy particular
en el arte de su versificación, una versificación inusitada y por demás
inconfundible.
Paralela pero independientemente a algunos de sus
contemporáneos Alí Chumacero, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés,
Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa o Eduardo Lizalde —aunque
más cerca literariamente a inmediatos predecesores como Carlos Pellicer y
Efraín Huerta— Bonifaz Nuño llega a ciertas pautas creativas, a veces,
comparables a todos ellos: avezada vigilancia de la forma y rigor constructivo;
prevalencia, aun dentro de temas de la mayor coloquialidad, de la dignidad de
la voz poética; el poema asumido como reducto, como diario íntimo o testimonio
personal en el contexto de una época donde dicha individualidad se afirma como
contraparte a la impersonalidad impuesta por las nuevas relaciones de
producción y de convivencia.
Dado asimismo el trayecto intelectual de toda su
vida, una vida dedicada a la investigación y la docencia universitarias, no es
ninguna casualidad que la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño ostente
precisamente aquellas dos influencias que él mismo se ocupó en distinguir: la
literatura clásica grecorromana y las culturas prehispánicas. Hay que advertir
de inmediato que ninguna de ellas fue una influencia pasajera o trivial. Por el
contrario, ambos mundos resultaron medulares en la actitud final
con que asumió el oficio poético y aun con el que llegó a concebir la
existencia. “Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia
del idioma”, afirmó en una conversación con Marco Antonio Campos4; pero
más adelante señaló también un deslinde capital para comprender adecuadamente
su trabajo: “Mi cultura no está en la
Venus de Milo, sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre
que la veo, me habla en mi idioma y me dice lo que soy”5.
1. Carácter es destino o primera lucha con el ángel
Pocos son los escritores en quienes es
imprescindible abordar el tema del carácter para indagar en su obra. Rubén
Bonifaz Nuño es uno de estos raros casos. Orgulloso, con la misma confianza con
la que determina el valor de su trabajo de traducción y enumera sus influencias
cardinales, afronta la materia de sus versos. Lo primero que evidencian estos
versos es su perfección, su hondura expresiva y su exquisito labrado sonoro.
Podrá decirse que alguno de ellos es oscuro o hermético, pero de ninguna manera
gratuito. Su autor se vuelca allí con una destreza y una desnudez que sólo
surgen de quien se está jugando el todo por el todo. Hay, quizá por eso, una
intensidad épica, una atmósfera de agonía en ellos. Agonía
en el sentido original del término: lucha, combate o enfrentamiento con un
adversario.
Ciertos gestos pintan de cuerpo entero el carácter
de este autor. Carácter que determinó desde muy temprano su modo de ser y de
conducirse. En una extensa conversación autobiográfica el poeta, de ya más de
ochenta años, revive episodios remotos con particular significado. Uno de ellos
está situado en sus primeros años de vida. Cuenta que su hermano mayor, Ángel,
solía divertirse cruelmente con las muy desiguales fuerzas entre ambos:
Curiosamente, entre mis recuerdos más
lejanos y desagradables hay uno que se remonta a mi edad de tres años. Vestía
un pantalón de tirantes. Y mi hermano mayor me levantaba y me colgaba en una
percha, con gran coraje mío. Y ahí me dejaba un minuto o unos segundos.
Posiblemente, de manera inconsciente, todavía le guardo rencor por eso.6
En otro pasaje, no sólo recuerda con detalle
cierta conducta bastante reveladora de su carácter sino que se siente a gusto
enarbolando un lema que llega a su memoria y que, según sus propias palabras,
bien podría definirlo:
[...] yo era un niño muy peleonero y muy valiente.
Me peleé digamos —en la primaria y en la secundaria y hasta en la preparatoria—
cuando menos veinte o veinticinco veces. Si alguien me decía algo, yo buscaba
pleito inmediatamente. [...] Y siempre, absolutamente siempre, me pegaban.
Con Ángel Bassols, compañero de la secundaria, me
habré dado de moquetes una docena de veces, y siempre me ganó. Cuarenta años
después le preguntaron:
—¿Y cómo era Bonifaz?
Y él contestó:
—No sabía pelear, pero nunca se rajaba.
Ése es un lema que me gusta muchísimo: No sé
pelear pero nunca me rajo. Eso sí me gusta y me gustaría que quedara.
No recuerdo haber ganado una sola pelea en mi vida.7
En ambas anécdotas, que podrían pasar por meros
desplantes infantiles, es la autoestima el protagonista en conflicto. Un reto
competitivo cualquiera que no debe pasarse por alto pues “el que se deja” se
disminuye ante los otros, pero sobre todo ante sí mismo. Años más tarde,
algunos versos de Bonifaz Nuño seguirían vibrando en el tono orgulloso y
retador de aquellos episodios:
...no la nuca
turbia de lauros del vencido,
ni la ilusión: mi rama sólo
de hiel, y mi espolón de no dejarme.8
Pero si bien la autoestima se imponía y obligó,
aún con la certeza de la derrota, a dar batalla, ella evolucionó paulatinamente
hacia algo más sutil y perdurable: la dignidad. Dignidad que se asume como la
medida personal del valor y del trabajo, lo mismo que de los actos y de las
decisiones vitales. Dignidad que será el código más alto para juzgar la
jerarquía de los deberes y las necesidades. En suma, una ética inquebrantable:
Vergüenza con sudor, amarga sopa
del humilde, abandóname; no vengas,
opulenta esperanza. Míos
mi callado muro y mi ganada
vida sin gratitud, en la perfecta
libertad, y mi paz en ruinas
y el orgullo pagado con pobreza.9
El orgullo, ese gran gesto del solitario, había
decidido desde el origen de sus días recorrer el duro camino de la dignidad
“pagada con pobreza”. La vida no hizo más adelante otra cosa que
corresponderle, con adversidad y honor, allí donde debía.
Este mismo orgullo, sin embargo, este carácter
inclinado innatamente hacia el desafío y la confrontación, se convirtió, por
diversas vías de evolución, en la energía recurrente de su poética. Una energía
sustentada en la autoafirmación y el permanente reto: una poética de la agonía
—en el sentido de lucha— con la forma.
Pero tal vez la lucha de un hombre con su propia
grandeza es una lucha desigual. Como Jacob contra el Ángel, el combate no era
entre pares sino entre un hombre y su adversario celeste. El “nagual angélico”10
entonces, el Ángel adversario de esta lucha es la propia sombra que
tortura el corazón orgulloso y la ira de un dios punitivo contra el más imperdonable
de los sentimientos humanos: la soberbia.
Tierra de nadie, toda
la que no pisan nuestros pies ahora;
lugar de la celada, noche
para tender los lazos a la herida
y a la angélica presa: el rostro puro
del fraterno enemigo.
Hasta la grieta horizontal del alba,
y la cadera rota y el bautismo.11
2. Voluntad de forma o la espiral de la serpiente
Se ha afirmado con frecuencia que la de Bonifaz
Nuño es una poesía barroca. Lo es y no lo es. Si por barroco entendemos el
predominio de la forma sobre el contenido, es innegable que una parte de los
versos de este autor concuerdan con esa cualidad 12; pero considerar que
el contenido de estos versos ha sido desdeñado en algún momento por compromiso
con la filigrana o el lucimiento sería un juicio sumamente superficial. Hay
abundancia y hasta sobreabundancia de elementos en algunos momentos; sin
embargo la suya es, ante todo, una irrenunciable y rigurosa voluntad de forma.
La voluntad de forma es evidente no sólo en cada
verso y cada poema, sino en cada uno de sus libros. El manejo virtuoso de la
métrica y el gusto por las simetrías se hace patente a través de series y
estructuras progresivas. Prácticamente todos sus libros son sucesiones
numeradas de poemas ligados entre sí por una forma que los preside. Esta forma
no necesariamente es rígida, pero nunca deja de ser celosamente acotada y
muchas veces preestablecida 13. Cada serie o conjunto, a su vez, alude a
un tema que allí se desarrolla. Pero no es un desarrollo narrativo ni
conceptual, es, más bien, un pretexto temático. Los temas son apenas unos
cuantos, pero tan universales como inagotables. Lo advirtió en su momento
Octavio Paz: “El tema de los poemas de Bonifaz Nuño es
el tiempo y el amor, ambos fugitivos y recurrentes. La brevedad de la vida y la
perennidad de la palabra: temas de Horacio y de Ronsard, temas de antes y de
mañana, temas de ahora.”14 Cada uno de estos conjuntos puede concebirse también como una
interrogación sobre la forma. La forma es, no pocas veces, el protagonista
sutil, el verdadero tema que está palpitando en estos versos.
Tal voluntad de forma bien puede ser un proyecto,
premeditado y continuo como sugiere la estructura final y el título bajo los
que el autor presenta el principal conjunto de su poesía (De otro modo lo
mismo), como bien puede ser manifestación integral del carácter y hasta
un modo muy personal de cognición. El conjunto o la serie, para el caso, no son
digresiones sino aproximaciones: método que prospera por acumulación de
unidades, por proliferación de aspectos y desdoblamiento de imágenes. Sólo bajo
este concepto, a mi criterio, Bonifaz Nuño podría ser un poeta barroco. Es
decir, bajo el entendimiento de que barroco no es el que se extravía en su
propósito; sino quien conoce tan bien los caminos que se da el lujo de divagar.
Surgen y se entrelazan así estos versos con
sonoridad encadenada y candente. Innumerables las variaciones a lo largo de su
obra donde brinda cátedra del ritmo y del encabalgamiento. La cadencia es el perpetuum
mobile del mecanismo de sus versos, a la vez rigurosos y espirales,
certeros y encriptados:
Nadie, ya, tenga miedo. Juntos
los enemigos lloran. Ya septiembre
de alcohol melancólica su guerra
infantil abandera, y en la plaza
trajes de fiesta, y la maldita
tristeza, y las mujeres. Y arma el canto
—dando vueltas— de la patria pobre.15
El oído es el alquimista en el atanor interminable
del hallazgo. Sonoridad que esculpe el metal fundido del idioma; pero nunca
para destruirlo sino para llevarlo de nuevo, recuperado, por el pulso interior
del habitante de la urbe, por las galerías solitarias del pensamiento del que
deambula y advierte, como un antagonista, su propio paso que lo lleva a un
lugar desconocido de tan conocido.
Si bien hay un proceso hasta cierto punto
progresivo en el ahondamiento y la depuración de un lenguaje y un ritmo
propios, deslumbra en Fuego de pobres (1961) la destreza, la concentración
alcanzada y la sonoridad ya definitiva de la voz. Sin embargo, no es la
sonoridad en sí, la cual puede rastrearse hasta cierto punto en sus libros
anteriores, sino el salto cognitivo de esa voz con respecto al acecho de su
objetivo. Este objetivo entraña, en el recóndito orden de los
símbolos, el mayor de sus empeños.
La obra poética de Rubén Bonifaz Nuño se abre con
un breve conjunto de sonetos, La muerte del ángel, y con otros
poemas escritos en la misma época (1945–1952), cuyo tema, si bien podría
relacionarse con alguna influencia religiosa o bien rilkeana, conlleva definitivamente
algo más personal, más sutil y hasta cifrado. Hay en ellos, desde el origen,
una figura central a quien se dirige la voz enunciadora, figura que acompañará
en adelante casi todos sus libros. Se muestra a grandes rasgos como una presencia
femenina a la cual se invoca:
A ti, para tu amor,
límite altísimo
de los oscuros límites del alma.
Para ti, de quien fuera
como un presagio conmovido el sueño;
pregunta sola a la que voy, vestido
con el claro temor de la certeza.16
Esta presencia, que a veces adquiere
identidad de mujer terrestre y a veces de devastadora divinidad17, a la
que se alude alternativamente como “señora”, “amiga” o sencillamente “tú” (e
incluso “rostro” o “sombra”), es una de las identidades mitopoéticas más
complejas que ofrece la literatura mexicana. Tal presencia parece
encarnar, según el contexto, lo mismo a la Perfección y la Belleza que a la Muerte y al Conocimiento.
Profusos podrían ser los ejemplos con los que esta
figura se presenta y atrae, como un centro magnético, el despliegue de los versos
de Bonifaz Nuño. Pero lo más significativo, en cualquier caso, es observar cómo
aquella presencia es poderosamente metamórfica. En uno de sus últimos libros, Albur
de amor, esta presencia es evocada, alternativamente, como mujer y como
divinidad prehispánica:
Sacerdotal potencia, erguida
cobra coronada o, de sonora
virtud caudal, víbora santa:
indecente deidad te hiciste
para admitirme en tus santuarios.
[...]
Quejumbrosa fruición, o gracia
gimiente al contemplarse, gozas
el triunfo que otorgas, y te vences,
y para vencerte te trasmutas.
Rasgas tus velos, abandonas
tu vieja piel en las espinas,
ancha y tendida resplandeces.18
Se cumple aquí lo que advierte Mircea Eliade para
denotar la presencia de un orden simbólico: un símbolo es todo
menos lo evidente a través de su materia, se trata de cierta manifestación de
la conciencia cuyo sentido es inagotable.
A manera de recapitulación, la poética de Rubén
Bonifaz Nuño puede interpretarse como el enfrentamiento y la zozobra de una
tradición ante una nueva realidad donde ese modelo tradicional ya no opera y
por lo tanto debe transformarse para continuar vigente. En su caso, esa
transformación se manifiesta como el permanente reto a la forma poética.
Exigencia que él llevó lo más lejos posible. Poética del orgullo y la soledad,
de la agonía y el esplendor bajo un dominio absoluto del idioma para la cual
aún el más alto grito no puede ser otra cosa que un verso rotundo y perfecto.
NOTAS
1 Ignacio Trejo Fuentes e
Ixchel Cordero Chavarría: Autoentrevistas de escritores mexicanos,
Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, Col. Periodismo Cultural, México, 2007,
p. 45.
2 Ibídem
3 La reunión de prácticamente todos
sus libros de poesía se halla en dos volúmenes: De otro modo lo mismo
[1945-1971], 1978, y Versos (1978-1994), 1996. Ambos publicados
en México por el Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas.
4 Entrevista con Marco Antonio
Campos: “El dueño de su lenguaje” en La Jornada Semanal,
10 de septiembre, 2000.
5 Ibídem
6 Entrevista realizada por Josefina Estrada: De otro modo el
hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, El Colegio Nacional,
México, 2008, p. 36.
7 Josefina Estrada, op. cit., p. 41.
8 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de
espadas) “69”, p. 329.
9 Rubén Bonifaz Nuño, op. cit., Siete de espadas, “33”, p. 318.
10 Tal expresión es de él mismo, op. cit., p. 351.
11 Rubén Bonifaz Nuño, De
otro modo lo mismo (Fuego de pobres), “19”, p. 259-260.
12 En particular en libros como Los
demonios y los días, Fuego de pobres o Siete de espadas.
13 Sus libros siempre juegan o
experimentan métricamente. Lo mismo con formas establecidas por la tradición,
como el soneto (La muerte del ángel, Tres poemas de antes, Pulsera
para Lucía Méndez) que con estrofas inventadas por él mismo y en las
cuales incluso se permite la participación activa del azar para cumplirlas (Siete
de espadas).
14 Octavio Paz, “La verde lumbre:
Rubén Bonifaz Nuño” en Obras completas. Tomo IV: Generaciones y
semblanzas. Dominio mexicano, Círculo de lectores/ Fondo de
Cultura Económica, México, 1991, p. 299.
15 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de
espadas), “20”,
p. 314-315.
16 Rubén Bonifaz Nuño: op. cit., Algunos poemas no
coleccionados [1945-1952], “Preludio, 1 (Ofrecimiento)”, p. 27.
17 A este respecto puede contrastarse el tratamiento que se le da a tal
presencia femenina en El manto y la corona, por ejemplo, o Tres
poemas de antes (donde se alude a ella como mujer, pareja o amante); y La
flama en el espejo o El corazón de la espiral (donde representa
una divinidad hermética); y cómo ambas parecen fundirse en una torturada
dualidad lo mismo terrestre que mitológica en Albur de amor.
18 Rubén
Bonifaz Nuño, Versos
(1978-1994), (Albur de amor) “21”, p. 186.
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