sábado, 9 de febrero de 2013

Rubén Bonifaz Nuño: la voz del ángel adversario

9/Febrero/2013
Laberinto
Jorge Fernández Granados

Solía afirmar Rubén Bonifaz Nuño que el trabajo de toda su vida dedicado a la literatura puede dividirse en tres aspectos esenciales: el primero es como erudito y traductor de los clásicos griegos y latinos; el segundo, como estudioso y defensor de las culturas prehispánicas, y el tercero, su obra como poeta.
Del primero, él se sentía particularmente satisfecho de haber realizado “sin duda, la óptima versión que hay en español”1 de la Ilíada de Homero, entre otras reconocidas traducciones directas del griego y el latín. Del segundo aspecto, que fue en gran medida una labor de investigación y difusión principalmente de las culturas náhuatl y olmeca, él opinaba que “es el trabajo que en último término considero más importante porque se dirige concretamente a la gente de México” y a través del cual pretendía incitar a “un conocimiento de su pasado indígena que la llevaría necesariamente a tener un mejor juicio de sí misma”2. Aquí nos ocuparemos específicamente del tercer aspecto de su trabajo: su obra poética o sus versos, como él prefería llamarla.
Los versos de Rubén Bonifaz Nuño están contenidos en veinticinco libros que se han publicado desde 1945 hasta la fecha3. Constituyen, sin la menor duda, una de las obras más sólidas, genuinas y complejas de la poesía hispanoamericana. Obra cuya cerrada fronda, a la manera de ciertos árboles centenarios, no es agotable desde una perspectiva única. Hay en ella lo mismo dimensiones lingüísticas que literarias y referencias tanto herméticas como antropológicas, las cuales convergen de un modo muy particular en el arte de su versificación, una versificación inusitada y por demás inconfundible.
Paralela pero independientemente a algunos de sus contemporáneos Alí Chumacero, Jorge Hernández Campos, Jaime García Terrés, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Enriqueta Ochoa o Eduardo Lizalde —aunque más cerca literariamente a inmediatos predecesores como Carlos Pellicer y Efraín Huerta— Bonifaz Nuño llega a ciertas pautas creativas, a veces, comparables a todos ellos: avezada vigilancia de la forma y rigor constructivo; prevalencia, aun dentro de temas de la mayor coloquialidad, de la dignidad de la voz poética; el poema asumido como reducto, como diario íntimo o testimonio personal en el contexto de una época donde dicha individualidad se afirma como contraparte a la impersonalidad impuesta por las nuevas relaciones de producción y de convivencia.
Dado asimismo el trayecto intelectual de toda su vida, una vida dedicada a la investigación y la docencia universitarias, no es ninguna casualidad que la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño ostente precisamente aquellas dos influencias que él mismo se ocupó en distinguir: la literatura clásica grecorromana y las culturas prehispánicas. Hay que advertir de inmediato que ninguna de ellas fue una influencia pasajera o trivial. Por el contrario, ambos mundos resultaron medulares en la actitud final con que asumió el oficio poético y aun con el que llegó a concebir la existencia. “Grecia y Roma me dieron el sentido del orden y de la importancia del idioma”, afirmó en una conversación con Marco Antonio Campos4; pero más adelante señaló también un deslinde capital para comprender adecuadamente su trabajo: “Mi cultura no está en la Venus de Milo, sino en la mal llamada Coatlicue, la que siempre que la veo, me habla en mi idioma y me dice lo que soy”5.
1. Carácter es destino o primera lucha con el ángel
Pocos son los escritores en quienes es imprescindible abordar el tema del carácter para indagar en su obra. Rubén Bonifaz Nuño es uno de estos raros casos. Orgulloso, con la misma confianza con la que determina el valor de su trabajo de traducción y enumera sus influencias cardinales, afronta la materia de sus versos. Lo primero que evidencian estos versos es su perfección, su hondura expresiva y su exquisito labrado sonoro. Podrá decirse que alguno de ellos es oscuro o hermético, pero de ninguna manera gratuito. Su autor se vuelca allí con una destreza y una desnudez que sólo surgen de quien se está jugando el todo por el todo. Hay, quizá por eso, una intensidad épica, una atmósfera de agonía en ellos. Agonía en el sentido original del término: lucha, combate o enfrentamiento con un adversario.
Ciertos gestos pintan de cuerpo entero el carácter de este autor. Carácter que determinó desde muy temprano su modo de ser y de conducirse. En una extensa conversación autobiográfica el poeta, de ya más de ochenta años, revive episodios remotos con particular significado. Uno de ellos está situado en sus primeros años de vida. Cuenta que su hermano mayor, Ángel, solía divertirse cruelmente con las muy desiguales fuerzas entre ambos:
Curiosamente, entre mis recuerdos más lejanos y desagradables hay uno que se remonta a mi edad de tres años. Vestía un pantalón de tirantes. Y mi hermano mayor me levantaba y me colgaba en una percha, con gran coraje mío. Y ahí me dejaba un minuto o unos segundos. Posiblemente, de manera inconsciente, todavía le guardo rencor por eso.6
En otro pasaje, no sólo recuerda con detalle cierta conducta bastante reveladora de su carácter sino que se siente a gusto enarbolando un lema que llega a su memoria y que, según sus propias palabras, bien podría definirlo:
[...] yo era un niño muy peleonero y muy valiente. Me peleé digamos —en la primaria y en la secundaria y hasta en la preparatoria— cuando menos veinte o veinticinco veces. Si alguien me decía algo, yo buscaba pleito inmediatamente. [...] Y siempre, absolutamente siempre, me pegaban.
Con Ángel Bassols, compañero de la secundaria, me habré dado de moquetes una docena de veces, y siempre me ganó. Cuarenta años después le preguntaron:
—¿Y cómo era Bonifaz?
Y él contestó:
—No sabía pelear, pero nunca se rajaba.
Ése es un lema que me gusta muchísimo: No sé pelear pero nunca me rajo. Eso sí me gusta y me gustaría que quedara. No recuerdo haber ganado una sola pelea en mi vida.7
En ambas anécdotas, que podrían pasar por meros desplantes infantiles, es la autoestima el protagonista en conflicto. Un reto competitivo cualquiera que no debe pasarse por alto pues “el que se deja” se disminuye ante los otros, pero sobre todo ante sí mismo. Años más tarde, algunos versos de Bonifaz Nuño seguirían vibrando en el tono orgulloso y retador de aquellos episodios:
...no la nuca
turbia de lauros del vencido,
ni la ilusión: mi rama sólo
de hiel, y mi espolón de no dejarme.8
Pero si bien la autoestima se imponía y obligó, aún con la certeza de la derrota, a dar batalla, ella evolucionó paulatinamente hacia algo más sutil y perdurable: la dignidad. Dignidad que se asume como la medida personal del valor y del trabajo, lo mismo que de los actos y de las decisiones vitales. Dignidad que será el código más alto para juzgar la jerarquía de los deberes y las necesidades. En suma, una ética inquebrantable:
Vergüenza con sudor, amarga sopa
del humilde, abandóname; no vengas,
opulenta esperanza. Míos
mi callado muro y mi ganada
vida sin gratitud, en la perfecta
libertad, y mi paz en ruinas
y el orgullo pagado con pobreza.9
El orgullo, ese gran gesto del solitario, había decidido desde el origen de sus días recorrer el duro camino de la dignidad “pagada con pobreza”. La vida no hizo más adelante otra cosa que corresponderle, con adversidad y honor, allí donde debía.
Este mismo orgullo, sin embargo, este carácter inclinado innatamente hacia el desafío y la confrontación, se convirtió, por diversas vías de evolución, en la energía recurrente de su poética. Una energía sustentada en la autoafirmación y el permanente reto: una poética de la agonía —en el sentido de lucha— con la forma.
Pero tal vez la lucha de un hombre con su propia grandeza es una lucha desigual. Como Jacob contra el Ángel, el combate no era entre pares sino entre un hombre y su adversario celeste. El “nagual angélico”10 entonces, el Ángel adversario de esta lucha es la propia sombra que tortura el corazón orgulloso y la ira de un dios punitivo contra el más imperdonable de los sentimientos humanos: la soberbia.
Tierra de nadie, toda
la que no pisan nuestros pies ahora;
lugar de la celada, noche
para tender los lazos a la herida
y a la angélica presa: el rostro puro
del fraterno enemigo.
Hasta la grieta horizontal del alba,
y la cadera rota y el bautismo.11

2. Voluntad de forma o la espiral de la serpiente
Se ha afirmado con frecuencia que la de Bonifaz Nuño es una poesía barroca. Lo es y no lo es. Si por barroco entendemos el predominio de la forma sobre el contenido, es innegable que una parte de los versos de este autor concuerdan con esa cualidad 12; pero considerar que el contenido de estos versos ha sido desdeñado en algún momento por compromiso con la filigrana o el lucimiento sería un juicio sumamente superficial. Hay abundancia y hasta sobreabundancia de elementos en algunos momentos; sin embargo la suya es, ante todo, una irrenunciable y rigurosa voluntad de forma.
La voluntad de forma es evidente no sólo en cada verso y cada poema, sino en cada uno de sus libros. El manejo virtuoso de la métrica y el gusto por las simetrías se hace patente a través de series y estructuras progresivas. Prácticamente todos sus libros son sucesiones numeradas de poemas ligados entre sí por una forma que los preside. Esta forma no necesariamente es rígida, pero nunca deja de ser celosamente acotada y muchas veces preestablecida 13. Cada serie o conjunto, a su vez, alude a un tema que allí se desarrolla. Pero no es un desarrollo narrativo ni conceptual, es, más bien, un pretexto temático. Los temas son apenas unos cuantos, pero tan universales como inagotables. Lo advirtió en su momento Octavio Paz: “El tema de los poemas de Bonifaz Nuño es el tiempo y el amor, ambos fugitivos y recurrentes. La brevedad de la vida y la perennidad de la palabra: temas de Horacio y de Ronsard, temas de antes y de mañana, temas de ahora.”14 Cada uno de estos conjuntos puede concebirse también como una interrogación sobre la forma. La forma es, no pocas veces, el protagonista sutil, el verdadero tema que está palpitando en estos versos.
Tal voluntad de forma bien puede ser un proyecto, premeditado y continuo como sugiere la estructura final y el título bajo los que el autor presenta el principal conjunto de su poesía (De otro modo lo mismo), como bien puede ser manifestación integral del carácter y hasta un modo muy personal de cognición. El conjunto o la serie, para el caso, no son digresiones sino aproximaciones: método que prospera por acumulación de unidades, por proliferación de aspectos y desdoblamiento de imágenes. Sólo bajo este concepto, a mi criterio, Bonifaz Nuño podría ser un poeta barroco. Es decir, bajo el entendimiento de que barroco no es el que se extravía en su propósito; sino quien conoce tan bien los caminos que se da el lujo de divagar.
Surgen y se entrelazan así estos versos con sonoridad encadenada y candente. Innumerables las variaciones a lo largo de su obra donde brinda cátedra del ritmo y del encabalgamiento. La cadencia es el perpetuum mobile del mecanismo de sus versos, a la vez rigurosos y espirales, certeros y encriptados:
Nadie, ya, tenga miedo. Juntos
los enemigos lloran. Ya septiembre
de alcohol melancólica su guerra
infantil abandera, y en la plaza
trajes de fiesta, y la maldita
tristeza, y las mujeres. Y arma el canto
—dando vueltas— de la patria pobre.15
El oído es el alquimista en el atanor interminable del hallazgo. Sonoridad que esculpe el metal fundido del idioma; pero nunca para destruirlo sino para llevarlo de nuevo, recuperado, por el pulso interior del habitante de la urbe, por las galerías solitarias del pensamiento del que deambula y advierte, como un antagonista, su propio paso que lo lleva a un lugar desconocido de tan conocido.
Si bien hay un proceso hasta cierto punto progresivo en el ahondamiento y la depuración de un lenguaje y un ritmo propios, deslumbra en Fuego de pobres (1961) la destreza, la concentración alcanzada y la sonoridad ya definitiva de la voz. Sin embargo, no es la sonoridad en sí, la cual puede rastrearse hasta cierto punto en sus libros anteriores, sino el salto cognitivo de esa voz con respecto al acecho de su objetivo. Este objetivo entraña, en el recóndito orden de los símbolos, el mayor de sus empeños.
La obra poética de Rubén Bonifaz Nuño se abre con un breve conjunto de sonetos, La muerte del ángel, y con otros poemas escritos en la misma época (1945–1952), cuyo tema, si bien podría relacionarse con alguna influencia religiosa o bien rilkeana, conlleva definitivamente algo más personal, más sutil y hasta cifrado. Hay en ellos, desde el origen, una figura central a quien se dirige la voz enunciadora, figura que acompañará en adelante casi todos sus libros. Se muestra a grandes rasgos como una presencia femenina a la cual se invoca:
A ti, para tu amor,
límite altísimo
de los oscuros límites del alma.
Para ti, de quien fuera
como un presagio conmovido el sueño;
pregunta sola a la que voy, vestido
con el claro temor de la certeza.16
Esta presencia, que a veces adquiere identidad de mujer terrestre y a veces de devastadora divinidad17, a la que se alude alternativamente como “señora”, “amiga” o sencillamente “tú” (e incluso “rostro” o “sombra”), es una de las identidades mitopoéticas más complejas que ofrece la literatura mexicana. Tal presencia parece encarnar, según el contexto, lo mismo a la Perfección y la Belleza que a la Muerte y al Conocimiento.
Profusos podrían ser los ejemplos con los que esta figura se presenta y atrae, como un centro magnético, el despliegue de los versos de Bonifaz Nuño. Pero lo más significativo, en cualquier caso, es observar cómo aquella presencia es poderosamente metamórfica. En uno de sus últimos libros, Albur de amor, esta presencia es evocada, alternativamente, como mujer y como divinidad prehispánica:
Sacerdotal potencia, erguida
cobra coronada o, de sonora
virtud caudal, víbora santa:
indecente deidad te hiciste
para admitirme en tus santuarios.
[...]
Quejumbrosa fruición, o gracia
gimiente al contemplarse, gozas
el triunfo que otorgas, y te vences,
y para vencerte te trasmutas.
Rasgas tus velos, abandonas
tu vieja piel en las espinas,
ancha y tendida resplandeces.18
Se cumple aquí lo que advierte Mircea Eliade para denotar la presencia de un orden simbólico: un símbolo es todo menos lo evidente a través de su materia, se trata de cierta manifestación de la conciencia cuyo sentido es inagotable.
A manera de recapitulación, la poética de Rubén Bonifaz Nuño puede interpretarse como el enfrentamiento y la zozobra de una tradición ante una nueva realidad donde ese modelo tradicional ya no opera y por lo tanto debe transformarse para continuar vigente. En su caso, esa transformación se manifiesta como el permanente reto a la forma poética. Exigencia que él llevó lo más lejos posible. Poética del orgullo y la soledad, de la agonía y el esplendor bajo un dominio absoluto del idioma para la cual aún el más alto grito no puede ser otra cosa que un verso rotundo y perfecto.
NOTAS
1 Ignacio Trejo Fuentes e Ixchel Cordero Chavarría: Autoentrevistas de escritores mexicanos, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Col. Periodismo Cultural, México, 2007, p. 45.
2 Ibídem
3 La reunión de prácticamente todos sus libros de poesía se halla en dos volúmenes: De otro modo lo mismo [1945-1971], 1978, y Versos (1978-1994), 1996. Ambos publicados en México por el Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas.
4 Entrevista con Marco Antonio Campos: “El dueño de su lenguaje” en La Jornada Semanal, 10 de septiembre, 2000.
5 Ibídem
6 Entrevista realizada por Josefina Estrada: De otro modo el hombre: Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, El Colegio Nacional, México, 2008, p. 36.
7 Josefina Estrada, op. cit., p. 41.
8 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas)  “69”, p. 329.
9 Rubén Bonifaz Nuño, op. cit., Siete de espadas, “33”, p. 318.
10 Tal expresión es de él mismo, op. cit., p. 351.
11 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Fuego de pobres), “19”, p. 259-260.
12 En particular en libros como Los demonios y los días, Fuego de pobres o Siete de espadas.
13 Sus libros siempre juegan o experimentan métricamente. Lo mismo con formas establecidas por la tradición, como el soneto (La muerte del ángel, Tres poemas de antes, Pulsera para Lucía Méndez) que con estrofas inventadas por él mismo y en las cuales incluso se permite la participación activa del azar para cumplirlas (Siete de espadas).
14 Octavio Paz, “La verde lumbre: Rubén Bonifaz Nuño” en Obras completas. Tomo IV: Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, Círculo de lectores/ Fondo de Cultura Económica, México, 1991, p. 299.
15 Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo (Siete de espadas), “20”, p. 314-315.
16 Rubén Bonifaz Nuño: op. cit., Algunos poemas no coleccionados [1945-1952], “Preludio, 1 (Ofrecimiento)”, p. 27.
17 A este respecto puede contrastarse el tratamiento que se le da a tal presencia femenina en El manto y la corona, por ejemplo, o Tres poemas de antes (donde se alude a ella como mujer, pareja o amante); y La flama en el espejo o El corazón de la espiral (donde representa una divinidad hermética); y cómo ambas parecen fundirse en una torturada dualidad lo mismo terrestre que mitológica en Albur de amor.
18 Rubén Bonifaz Nuño, Versos (1978-1994), (Albur de amor) “21”, p. 186.

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