Laberinto
Santiago Gamboa
Leí Rayuela más bien tarde, al menos para mis estándares de esos
años, pues tenía ya veinte años y vivía en Madrid, donde estudiaba Filología
Hispánica. Digo que lo leí tarde porque empecé por García Márquez, luego Vargas
Llosa y Carlos Fuentes, José Donoso y Cabrera Infante e incluso Alejo
Carpentier, y el motivo de haber retardado a Cortázar tuvo que ver con el mundo
de Bogotá del que salí corriendo, la facultad de literatura de la Universidad Javeriana
de esos años, donde los más postmodernos se consideraban dueños de Cortázar y por
supuesto sus viudas y viudos, lo que fue suficiente para poner distancia con él.
Pero en Madrid, lejos de eso
que, de forma injusta, yo relacionaba con Cortázar, agarré Rayuela y me la leí de un tirón siguiendo la tabla
recomendada por él, y luego, uno por uno, todos sus libros de cuentos y
novelas, más los libros de miscelánea como Último
Round o La vuelta al día en 80
mundos, o Los autonautas de la
cosmopista, y sus escritos políticos, y en el entusiasmo me volví
coleccionista y empecé a buscar sus poemas, Pameos
y meopas, y el cómic Fantomas
contra los vampiros multinacionales —que encontré en primera edición—,
y por supuesto, toda esa pasión quedó reflejada en una serie de cuentos
“cortazarianos”, con personajes que hablan de jazz en un apartamento parisino.
Al terminar la universidad en Madrid me fui a París persiguiendo el espectro de
Cortázar, del que no quedaba nada salvo algunos latinoamericanos presuntuosos
—como mis antiguos compañeros de la Javeriana— que se vanagloriaban de haber conocido
a “Julio” y de tener por ahí una o dos cartas de él.
El mundo de Cortázar, esa
libertad estética que él promulgó y practicó, y ese espacio tan atractivo de
gentes cosmopolitas que se pasean por escenarios europeos y bonaerenses
hipercultos, tuvo la mala suerte de caer, tras la muerte de su autor, en manos
de programadores culturales esnobs y presuntuosos. Algo parecido ocurrió con la
obra de Bolaño. Quienes leen y disfrutan los libros, los lectores sinceros, le
dan sentido y actualidad a la obra, pero la corte de jerarcas literarios que se
proclamó “heredera oficial” en universidades, medios de prensa y en el mundo
literario posterior acabó por construir en torno una muralla o “clan de
iniciados” que le hizo mucho daño al original, inocente de todo eso. Lo vi en
París, por supuesto, pero también en Madrid y en otras ciudades. Ese establishment post–cortazariano que
tuvo el poder cultural latinoamericano en Europa en los años ochenta y parte
del noventa menguó en momentos en que también Rayuela envejeció un poco. Hoy, 50 años después de su
publicación, queda el sabor de una prosa inteligente y original, pero vistos
los tiempos arduos que corren para la literatura, me surge la misma pregunta
que me hago con Cien años de soledad,
Conversación en la catedral o La región más transparente:
¿tendría lectores si fuera publicada por primera vez en 2013 o pasaría
desapercibida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario