sábado, 9 de febrero de 2013

Ambos mundos: Rayuela, 50 años

9/Febrero/2013
Laberinto
Santiago Gamboa

Leí Rayuela más bien tarde, al menos para mis estándares de esos años, pues tenía ya veinte años y vivía en Madrid, donde estudiaba Filología Hispánica. Digo que lo leí tarde porque empecé por García Márquez, luego Vargas Llosa y Carlos Fuentes, José Donoso y Cabrera Infante e incluso Alejo Carpentier, y el motivo de haber retardado a Cortázar tuvo que ver con el mundo de Bogotá del que salí corriendo, la facultad de literatura de la Universidad Javeriana de esos años, donde los más postmodernos se consideraban dueños de Cortázar y por supuesto sus viudas y viudos, lo que fue suficiente para poner distancia con él.
Pero en Madrid, lejos de eso que, de forma injusta, yo relacionaba con Cortázar, agarré Rayuela y me la leí de un tirón siguiendo la tabla recomendada por él, y luego, uno por uno, todos sus libros de cuentos y novelas, más los libros de miscelánea como Último Round o La vuelta al día en 80 mundos, o Los autonautas de la cosmopista, y sus escritos políticos, y en el entusiasmo me volví coleccionista y empecé a buscar sus poemas, Pameos y meopas, y el cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales —que encontré en primera edición—, y por supuesto, toda esa pasión quedó reflejada en una serie de cuentos “cortazarianos”, con personajes que hablan de jazz en un apartamento parisino. Al terminar la universidad en Madrid me fui a París persiguiendo el espectro de Cortázar, del que no quedaba nada salvo algunos latinoamericanos presuntuosos —como mis antiguos compañeros de la Javeriana— que se vanagloriaban de haber conocido a “Julio” y de tener por ahí una o dos cartas de él.
El mundo de Cortázar, esa libertad estética que él promulgó y practicó, y ese espacio tan atractivo de gentes cosmopolitas que se pasean por escenarios europeos y bonaerenses hipercultos, tuvo la mala suerte de caer, tras la muerte de su autor, en manos de programadores culturales esnobs y presuntuosos. Algo parecido ocurrió con la obra de Bolaño. Quienes leen y disfrutan los libros, los lectores sinceros, le dan sentido y actualidad a la obra, pero la corte de jerarcas literarios que se proclamó “heredera oficial” en universidades, medios de prensa y en el mundo literario posterior acabó por construir en torno una muralla o “clan de iniciados” que le hizo mucho daño al original, inocente de todo eso. Lo vi en París, por supuesto, pero también en Madrid y en otras ciudades. Ese establishment post–cortazariano que tuvo el poder cultural latinoamericano en Europa en los años ochenta y parte del noventa menguó en momentos en que también Rayuela envejeció un poco. Hoy, 50 años después de su publicación, queda el sabor de una prosa inteligente y original, pero vistos los tiempos arduos que corren para la literatura, me surge la misma pregunta que me hago con Cien años de soledad, Conversación en la catedral o La región más transparente: ¿tendría lectores si fuera publicada por primera vez en 2013 o pasaría desapercibida?

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