Jornada Semanal
Juan Manuel Roca
Raras veces en el país
aparecen escritores como Gabriel García Márquez, de tan clara
coherencia entre la fidelidad a una vocación y la grandeza de una
obra. Nunca fue un hombre postergado; desde que sintió su pasión por la
literatura y el periodismo se volcó en ellos sin cuartel, en las duras y
las maduras, e hizo migrar sus lenguajes de un género a otro. Su
futuro de escritor siempre fue un hoy, una suma de futuros ya
cumplidos. Porque una y otra vez empezaba de cero frente al papel en
blanco.
Son inmensos sus logros. En relación al país no es
poca cosa: lo puso como nadie en el mapa de la literatura universal. Su
legado a los escritores resulta inobjetable: la constancia como divisa,
la obsesión como guía, el riesgo asumido.
Para mí su mayor conquista pertenece a una verdad
reiterada: su ennoblecimiento de la cotidianidad por vías de la poesía,
su traducción en imágenes de un país que no han dejado ser, su destreza
para crear atmósferas desde el cuento, la novela, las crónicas y
reportajes y para reinventar con bríos algo ya inventado, el realismo
mágico.
Debo confesar que cierta poética de su narrativa,
siendo atractiva, muchas veces me produjo dudas. Y quiero explicar con
respeto esta infidencia: cuando de niños vamos a una piñata y el mago
saca por primera vez de una chistera un conejo, la sorpresa es total,
cuando lo saca en otra oportunidad el asombro disminuye, pero cuando
vemos por tercera vez al mago y pensamos “ya va a sacar el conejo” y lo
saca, sentimos la decepción del ritual repetido.
Ya Kafka señalaba que si un leopardo irrumpe en un
templo es un milagro, pero si se repite es solamente un rito. También
debo confesar que siendo la suya una obra tan amplia, esa cercanía al
recetario en algunos parajes de su obra no lo disminuye frente a sus
prodigios.
Ahí están El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera, muchas páginas de Cien años de soledad y por lo menos una treintena de cuentos extraordinarios que ya quedaron entre los más altos de nuestra lengua.
De toda su magnífica obra, al libro que más regreso es El coronel no tiene quien le escriba,
donde habita, me parece, su más logrado personaje. Ese hombre digno,
huérfano de hijo, nos recuerda lo que habremos de comer en el país de
las promesas, en ese ya legendario y magistral remate de su novela. La
narración funciona como una maquinaria de relojería en la plenitud del
lenguaje y en su carácter elusivo para contar la historia –muy nuestra–
de la espera, del hombre eternamente postergado.
Es la metáfora del olvido. Un hombre y su mujer
esperan una seña de un remoto y fantasmal Estado, dos seres entrañables
que parecen masticar el tiempo a falta de comida. Conmueve el recurso
enajenado de la esposa del coronel: tener que hervir piedras en el
fogón para que los vecinos no sepan que no tienen nada que poner en la
olla. Pocas veces, desde Hamsun, he leído algo más certero y doloroso
sobre el hambre. La novela es también una poderosa requisitoria a la
guerra o, mejor aún, a las guerras civiles que asolaron al país.
Estimo cierto lo que afirma Luis Hars. En El coronel...
“Hay un aura de cosas no dichas, de medias luces, de silencios
elocuentes y milagros secretos.” Algo que comparte este libro con la
estética de Juan Rulfo: una poética que canta y cuenta a la vez desde
un ascetismo de la lengua. Le basta con decir que un músico del pueblo,
al que van a enterrar, es un acontecimiento por ser “el primer muerto
de muerte natural que tenemos en muchos años”, para así señalar las
masacres sin “un inventario de cadáveres”, como calificaba el mismo
García Márquez a la llamada novela de la violencia en Colombia.
Le basta con señalar que el cadáver del músico no
podrá cruzar frente al cuartel de la policía porque “estamos en estado
de sitio” para evocar una época enquistada en la vida colombiana, y
todo en medio de un aire enrarecido y pedregoso, de un sueño “con
telarañas”.
Es la suya la visión magra de un Caribe que algunos
suponen vital y alegre como una sonaja. De un Caribe somnoliento y seco
pero con la dignidad opaca del pobre, con personajes que no usan
sombrero para no “tener que quitárselo ante nadie”.
Como creo en la existencia real del coronel he
fabulado una carta escrita a destiempo, un correo de sombras que es lo
más parecido a la vida y al azar.
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