Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Hugo Gutiérrez Vega nos enseñó una cosa fundamental a los lectores y a los poetas en la segunda mitad del siglo XX:
a hablarle de tú a la poesía. Despojó a la Sacrosanta Lírica de sus
mantos solemnes que ocultaban su hermosa desnudez y la puso –cual la
musa callejera de Fidel, cual la musa “del piernón bruto” de Efraín Huerta en “Juárez-Loreto.– a hablar en cristiano y no en culterano.
Hugo Gutiérrez Vega nos mostró que el poeta y el
lector de poesía son, tal como aseguraba García Lorca, gente que anda
por las calles, y no patitiesos engendros de la solemnidad que esperan
caer la noche para salir de sus guaridas oscuras y tenebrosas a llenar
de ripios y plumas las salas atiborradas de cursis pudibundos.
Hugo Gutiérrez Vega metió en la poesía lo mismo a
Grecia que a la Reina Victoria (y a la Reina Margot, si el caso fuera);
lo mismo a la abuela que hablaba con pájaros creyéndolos ángeles, que
al perro de la carnicería. En su ecuménica poesía tiene cabida todo el
mundo: los poetas mismos, las cosas, los pájaros, la mujer (su mujer),
las mujeres (sus hijas), el amor, la tristeza, la oda y la elegía, pero
también el humor, la gracia: junto a los soles griegos, la mismísima
Borola Tacuche de Burrón.
Hugo Gutiérrez Vega jamás se ha andado por las
ramas. Su poesía no ensaya la pirueta circense ni la machincuepa mortal
con las que algunos matan toda emoción del lector. No busca
impresionar, busca comunicar, y comunica; no quiere sorprendernos,
quiere que conversemos ahí donde la poesía es comunicación, diálogo,
algo en común: gozo y comunión.
Hugo Gutiérrez Vega le puso el cascabel al gato,
buscándole tres pies a las ineptitudes de la inepta cultura. Lo
coloquial en sus libros dejó de serlo porque toda poesía es coloquial o
no es, desde que Cipión y Berganza, los bergantes caninos de Cervantes
nos mostraron (entre razonamientos perrunos) que no hay imposibles para
la poesía salvo cuando la poesía es imposible de leer.
Hugo Gutiérrez Vega le canta a la noche
despatarrada y a la luna de octubre (que, dicen las malas lenguas, es la
más hermosa porque en ella se refleja la quietud), y se deja acompañar
por maracas y requintos, serruchos, un peine con papel y voz gangosa, y
música de viento para el viento, porque si no lo hace se lo devora
entero la cruel solemnidad.
Hugo Gutiérrez Vega sabe de lo que habla: “Yo nací
en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/
estatuas,/ vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y
oradores locales;/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de
jade y de turquesa,/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y
pintar solamente en los retretes.”
Hugo Gutiérrez Vega, como puede mirarse, no nació
con la luna de plata, ni nació con alma de pirata, y no nació rumbero
ni jarocho ni trovador de veras, ni nació junto a su Veracruz. Lo que
él sabe es que “los domingos sale una luna de papel/ entre las
jacarandas”, y sabe (sin cursilerías, y quizá brutalmente) de “la noche
que se devora todos los sortilegios/ y se queda para siempre/ en el
aire gris/ de la ciudad con las tripas abiertas”.
Hugo Gutiérrez Vega dice que morirá cuando el
placer termine. Y qué placer más placentero éste que el de saber que la
vida ha derramado su cornucopia sobre sus zapatos, dándole el don del
vuelo que raras veces usa pero que sabe que ahí está y es para usarse, y
un día volará. Por eso dice que nada pide. Sorprendente declaración de
fe en un mundo donde todo el mundo algo pide y exige aunque sea al
menos la delirantemente ínfima inmortalidad.
Hugo Gutiérrez Vega ha visto y ha escuchado cómo
los poetas dicen sus versos y agitan sus plumas de pavo real en el gran
salón, y ha observado que al final de los recitales esas plumas de pavo
real quedan regadas por el suelo para que las sirvientas (que limpian
el salón) las pongan en sus viejos sombreros y opinen que los recitales
de poesía son útiles a la república. Él, que se sabe un señor
domesticado que escribe versos, no pide nada, no pide nada que la
poesía no pueda cumplir.
Hugo Gutiérrez Vega le da cuerda al bolero y le
echa una moneda a la sinfonola, se duerme en sus laureles de la
infancia (para soñar mejor) y repite: “Aunque no lo parezca de verdad no
quiero nada.” Conspiran a su favor “una clara madrugada/ y un bosque
de altas ramas/ con los brotes apenas nacidos”. Descubrió que a sus
ojos iba mejor la noche, pues el terror es diurno, “cuando las bestias
abren sus fauces”.
Hugo Gutiérrez Vega sabe que las bestias que abren
sus fauces, en el bazar de asombros, no son las pesadillas de los
sueños nocturnos, sino los desvaríos y tragedias de los dragones diurnos
(banqueros, generales, políticos voraces, cómplices de los males y
corruptos de carne corruptora) que entregan como gran filantropía más
miseria, más inseguridad, más autoritarismo y demagogia.
Hugo Gutiérrez Vega vive con pocas cosas a su lado;
las pocas cosas que la vida le da como regalo. Dice, sin que le asuste
el tono autobiográfico: “unos seres que crecen a mi lado;/ un techo,
pan, un poco de dinero,/ libros, el teatro, el cine;/ seres vivos que
amo/ y que me aman;/ mis muertos, la memoria/ y el presente/ (nada sé
del futuro/ pero no me interesa)”.
Hugo Gutiérrez Vega cultiva, en sus ochenta años,
la delicada planta de la esperanza. No sin escepticismo. “La realidad
la frustra, la ataca, la violenta”, explica con paciencia, con ardiente
paciencia. Cree que la esperanza es la loca de la casa, y sin embargo
día a día la cuida, la escarda y la consiente. La loca de la casa se
aferra a su locura, y el jardinero acaso contagiado mantiene la
esperanza de que florezca un día y nos entregue un fruto de esperanza.
Hugo Gutiérrez Vega escribe para conjurar. Y su
conjura alienta la esperanza. Y su pedir es dar contradictorio: “Sólo
pido los restos del crepúsculo/ y una tarde en el mar,/ tal vez, si la
fortuna lo dispone,/ cuatro días en Viana do Castelo,/ un libro de
Pessoa,/ um cálice de porto,/ dos poemas de Andrade,/ unas
palabras de Castello Branco,/ las manos de Lucinda,/ una charla sin
trabas con mis hijas,/ carta de Monsiváis,/ la novela de Sergio.../ En
fin... son muchas cosas/ las que pido. ‘Ay, hijito, tú no tienes
medida’,/ decía la abuela/ levantando un dedo./ Y qué le voy a hacer:/
Todo eso pido.”
Hugo Gutiérrez Vega pide para el lector y es lo que
entrega. Conociéndolo un poco (porque platico con su poesía), sé lo
que pediría en sus ochenta: fox trot, pero sin Fox; todo el amor, “sin
que el amor lo sepa”; la recuperación de Ernesto Flores; “la risa sin
motivo”; “el sueño nuevo ardiendo en la camisa”; “ser un país, tener
memoria propia”; contradicciones varias; “cantar aquí y ahora”; “las
manos de Lucinda”; “todo López Velarde”, y muchas cosas más, sabiendo
de antemano que “nunca el amor es mucho,/ nunca llega a abrumarnos/ con
su antiguo perfume./ Siempre algo por decir/ se nos queda en el alma.”
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