Laberinto
Elena Poniatowska
En septiembre de 1973, la autora de Hasta no verte Jesús mío le hizo una larga entrevista al ya famoso escritor colombiano. La siguiente es una versión condensada de esa charla en la que se descubren el sortilegio y la atmósfera de amistad que rodeó la creación de una de las obras mayores de la literatura contemporánea
--Llegué a México con veinte dólares y salí de aquí con Cien años de soledad.
—¿Por eso quieres tanto a México?
—Aquí hice a todos mis amigos. ¿Sabes quién fue el primer mexicano que conocí? Juan García Ponce, quien un día entró a mi oficina en Nueva York. Él tenía entonces una beca de la Guggenheim o de la Rockefeller, y yo estaba encargado de Prensa Latina.
—¿Cómo hiciste Cien años de soledad?
—¡Ah, bueno!... Anoche me vino un golpe de nostalgia, con
Luis Alcoriza [y otros amigos], se me revolvió todo (baja la voz), eran
las tres de la madrugada y se me vino encima toda esa época de los
sesentas aquí en México y le dije a Luis y a los otros: “Bueno, ahora se
friegan porque voy a hacer un recorrido que tengo que hacer”. Tomé mi
coche y me los llevé a todos a pasear frente a la casa donde escribí Cien años de soledad, en la calle de La Loma número 19, en San Ángel Inn. ¡Está igualita! Se me revolvieron las tripas, y a las tres de la madrugada y todos borrachos, empecé a mostrarles el barrio, la miscelánea, la carnicería, la lechería. ¿Tú sabes que cuando yo terminé de escribir Cien años de soledad, Mercedes le debía al carnicero cinco mil pesos?
—¿Cómo le dio un crédito tan grande?
—Porque él sabía que yo estaba escribiendo un libro y que cuando lo terminara, Mercedes le pagaría. Lo mismo al dueño de la casa: le debíamos ocho meses de renta. Cuando solo le debíamos tres meses Mercedes lo llamó y le dijo: “Mire, no le vamos a pagar estos tres meses ni los próximos seis”. Primero ella me preguntó: “¿Cuándo crees que termines?” Le contesté que en aproximadamente cinco meses. Para mayor seguridad ella puso un mes de más y entonces el propietario le dijo: “Si usted me da su palabra de que es así, muy bien, la espero hasta septiembre”. En septiembre fuimos y le pagamos. Más tarde, cuando salió Cien años de soledad, el propietario me llamó y me dijo que ahora comprendía por qué yo lo había hecho esperar y que le agradaba mucho el haberme ayudado. En ese barrio me fiaron todo, hasta los cigarrillos, el azúcar, absolutamente todo.
—Pero, ¿cómo, Gabo?
—Todo el barrio se había alborotado porque entre ellos un escritor estaba escribiendo un libro; una cosa mágica, un halo rodeó Cien años de soledad. Al fin, cuando terminé el libro fuimos a ponerlo al correo para Buenos
Aires y cuando lo pesaron encontramos que no nos alcanzaba la plata
para mandarlo y entonces enviamos solo la mitad, y al día siguiente la
otra mitad.
—¿Ese libro ejerció un sortilegio antes de estar escrito?
—Sí, es muy curioso, pero es verdad; contó con una gran solidaridad, con un interés mágico antes de haberlo terminado. Mira, cuando pensé: “Ahora es cuando”, lo dejé todo, mis trabajos en Walter Thompson y Stanton donde era redactor publicitario; mis guiones de cine (había escrito El gallo de oro y Tiempo de morir), porque yo hacía un poco de todo. Empeñé el coche [...] y me senté a escribir. Entonces no volví a salir más; hubo una época como de tres meses en la que no salí ni a la puerta del jardín de la casa. Toda la noche venían a vernos Álvaro Mutis y su mujer, María Luisa Elío y Jomí García Ascot, que vivían muy cerca; traían whisky, pollo frito y papas, y a veces bebíamos y hablábamos siempre del libro.
—¿Les leías lo que habías escrito?
Nunca les leí nada porque yo no leo absolutamente nada de lo que estoy escribiendo; los borradores jamás lo he dejado tocar, ni leer, ni los leo yo, pero sí hablaba mucho
de lo que estaba haciendo y ellos, enloquecidos con lo que yo les
contaba cada noche, decían: “¡Esto va a ser sensacional!” Y hubo un
momento en que pensé: “¡Caramba, a lo mejor todos estos gritos de Álvaro
y estos entusiasmos de María Luis Elío me han hipnotizado y estoy
trabajando en esto apasionadamente, sin darme cuenta que de pronto me he metido en una nube de fantasía acompañado por mis amigos, y esto no sirve para nada ni le va a interesar a nadie!”
Entonces, a mí que nunca me había presentado y todavía ahora nunca me presento en
público ni doy conferencias ni hago lecturas ni nada, me llamaron casualmente en esos días de la OPIC —que es algo como la sección cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores—, me preguntaron si quería dar una conferencia y les dije que no, que una conferencia no, pero que sí quería hacer una lectura de capítulos de una novela en preparación. Para ello, hice una cosa muy curiosa: una lista de gente muy disímil; las personas que conocí cuando hice las revistas Sucesos y La Familia, en las que jamás escribí una línea —sí, sí, las de Gustavo Alatriste, Elena, las dirigí durante dos años. Incluí a los obreros tipógrafos y linotipistas de un taller de imprenta en el cual también trabajé, secretarias, estudiantes y toda la gente que había conocido en alguna parte, en el cine, en la publicidad, además de mis amigos los intelectuales, personas de todos los niveles culturales y sociales. Realmente configuré un público disímbolo. En la OPIC no lo supieron. No llevé un solo capítulo de Cien años de soledad, sino que seleccioné párrafos de distintos capítulos porque tenía un gran interés de saber si era buena la idea y no algo que Álvaro Mutis me había metido en la cabeza. Yo quería saber si valía la pena seguirla escribiendo porque ya no veía nada; tenía la impresión de que no había en el mundo más que lo que escribía y quería poner los pies sobre la tierra. Me senté a leer en el escenario iluminado; la platea con “mi” público seleccionado completamente a oscuras. Empecé a leer, no recuerdo bien qué capítulo, pero yo leía y leía y a partir de un momento se produjo un tal silencio en la sala y era tal la tensión que yo sentía, que me aterroricé. Interrumpí la lectura y traté de mirar algo en la oscuridad, después de unos segundos percibí los rostros de los que estaban en primera fila y vi que tenían los ojos así (los abre muy grandes) y entonces seguí mi lectura muy tranquilo.
La gente estaba como suspendida; no volaba una mosca. Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara —yo tengo la impresión desde que me casé que ese es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería, porque me miro ¡con una cara!... Ella tenía por lo menos un año de estar llevando recursos a la casa para que yo pudiera escribir, y el día de la lectura la expresión en su rostro me dio la gran seguridad de que el libro iba por donde tenía que ir.
—Para hacer Cien años de soledad consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera.(1)
No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad en mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: “Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal”, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de las plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: “Haz el favor de investigarme cómo fueron los problemas de las guerras civiles en Colombia”, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo. Todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis es invaluable.
Cuando yo llegué en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural (de la UNAM): Pacheco, Monsiváis,
Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado Jomi García Ascot
y Álvaro Mutis, trabajaron para mí (se ríe). Ahora me doy cuenta de
verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no solo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.
—¿Pero ellos sabían que estabas escribiendo un libro?
—Los
escritores siempre estamos escribiendo un libro, Ele. Cuando ellos me
preguntaban para qué quería ese dato tan extraño, les contestaba: “Para una
cosa que estoy escribiendo”. Tuve investigando a todos los jóvenes
escritores mexicanos en este libro, y fue una labor estupenda (se ríe).
—¿Y fuiste feliz cuando lo escribiste?
—La época más feliz de mi vida fue cuando escribí Cien años de soledad. Yo vivía... yo vivía —como dice Carlos Fuentes— como iluminado.
—Gabo, ¿siempre tuviste la certeza de que estabas escribiendo un gran libro?
Sonríe.
—Lo malo es que yo siempre he tenido esa certeza con mis libros, y creo que sin esa certeza no se puede escribir.
—¿Por qué?
—Es
que sentarse a escribir un libro, sentarse a escribirlo en serio, es
una cosa tan dura, tan difícil, que si uno no tiene la certeza de que realmente está escribiendo El Quijote
en cada teclazo que da, no se metería a este oficio, porque hay muchas
cosas más agradables que hacer. Sobre todo uno que no escribe por plata,
porque mira que yo había publicado cinco libros que ni siquiera se conocían y nunca había recibido un centavo por ellos. ¡Y luego de dejar de trabajar meterme en esto de Cien años de soledad que resultó ser un negocio por casualidad, aunque nunca se me ocurrió que pudiera serlo! Al contrario, el oficio de escritor es tan árido que uno necesita tenerle mucha fe.
—Gabo, para escribir un libro tan ambicioso y que abarcara tantas y tantas generaciones tuviste que hacer un plan muy elaborado, una lista de personajes, situarlos a cada uno dentro del tiempo.
—Yo tenía una idea general del libro; no hice plan de ninguna clase, sino que un día, yendo a Acapulco [...] Iba manejando mi Opel, pensando obsesivamente en Cien años de soledad, cuando de pronto tuve la primera frase; no la recuerdo literalmente, pero iba más o menos así: “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La primera
vez que me vino la frase le faltarían uno o dos adjetivos, la redondeé; cuando llegué a Acapulco la tenía completita de tanto que la había madurado entre curva y recta, me senté, la anoté y tuve la certidumbre irrevocable de que ya tenía la novela; fue como un gran descanso; se me quitó un enorme peso de encima; el peso de siete años sin escribir
una palabra. Íbamos a estar en Acapulco una semana de vacaciones y no
aguanté; a los tres días me vine, me senté frente a la máquina, agarré
esa frase y sin un plan previo empecé a escribir durante ocho horas diarias, a veces más y sin detenerme, para que no se me fuera la idea. A medida que aumentaban las cuartillas, aumentaban también mis deudas (se carcajea).
—Gabo, lo que yo no puedo entender es que escribieras un libro en que suceden tantas cosas en un lapso tan largo
como lo son cien años sin hacer plan alguno. ¿Cómo es posible que no te
enredaras con todos los Aurelianos Buendía que se van sucediendo y
todas las batallas y las guerras civiles?
—Bueno, sí tuve unos cuadernitos, así (hace una señal con la mano), unos cuadernitos de colegio que yo uso, como éste que tú traes, de hojas que se arrancan. Cuando terminé el libro, tenía por lo menos cuarenta de estos cuadernitos, porque estaba pasando a máquina el capítulo tres, pero en el cuadernito ya iba por el doce, por el quince, porque el libro me llevaba a gran velocidad, no lo podía dejar escapar, entonces en el cuadernito escolar escribía el diario del libro, porque en cualquier momento, cuando necesitaba saber en qué punto del relato iba, consultaba el cuaderno, ¿entiendes?
—Pero, ¿apuntabas frases, ideas, como suelen hacerlo los escritores?
—No, nada de eso; yo iba controlando la estructura del libro en ese cuadernito. Necesitaba saber si Fulano de Tal era nieto o bisnieto o tataranieto de Zutano porque yo mismo me había enredado y entonces me remitía al cuaderno en donde todo estaba muy claro. Incluso hice un árbol genealógico, pero lo rompí.
—¿Así es que tus cuarenta cuadernos fueron invaluables?
—Sí. Cuando el editor me mandó decir que había recibido el original de Cien años de soledad, llamé a Mercedes, nos sentamos y rompimos todos, todos, absolutamente todos los cuadernitos.
—¿Por qué?
—Por una cosa de pudor. Ahora me dicen críticos y amigos que no debí hacerlo porque esto hubiera tenido un gran interés para los estudiosos. Justamente por pudor de que alguien viera estos cuadernos, que eran como la costura del libro, la cocina, los desperdicios, las cáscaras, los cascarones de huevo, las peladuras de
las papas, por eso los destruimos. Incluso a mí me daba mucho pudor
verlos, encontrarme con ellos; era como ver intimidades que no se deben
conocer y por eso los destruí por completo.
____________________
*Título de la Redacción. Publicamos los fragmentos de esta entrevista con autorización de la autora.
(1) García Márquez se refiere a la secretaria del productor Manuel Barbachano Ponce, llamada Esperanza. También fue mecanógrafa de Carlos Fuentes y la encargada de pasar a máquina y en limpio Cien años de soledad. En la entrevista con Elena Poniatowska, García Márquez reconoce que a él le fallaba siempre la ortografía y que “Pera, la mecanógrafa, me la corregía”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario