domingo, 20 de abril de 2014

La generosidad del clásico

20/Abril/2014
Confabulario
Mauricio Montiel Figueiras

Durante algunos años, un grupo de amigos adquirimos la costumbre de comer con Gabriel García Márquez en un restaurante veracruzano del sur de la ciudad de México donde los meseros tenían ya preparada una botella de su whisky favorito. Las comidas, celebradas con cierta regularidad, fueron el legado más entrañable de nuestra labor en la primera etapa de la edición mexicana de Cambio, en cuyas dos sedes —las instalaciones de Televisa Santa Fe y luego un edificio de la colonia Del Valle— pudimos convivir con frecuencia con el autor de Cien años de soledad, que se despojaba de la investidura del Nobel y se arremangaba literal y literariamente la camisa para trabajar codo con codo con editores y reporteros. (Recuerdo la tarde que un colega argentino invirtió en una oficina para rehacer, con ayuda de Gabo, una crónica sobre un centro de desintoxicación ubicado en la costa del Pacífico. Recuerdo las correcciones e indicaciones marcadas con lápiz rojo que transformaron el texto en un mapa con la ruta hacia la mejor solución posible: una verdadera lección de narrativa periodística, incluso de narrativa a secas). A nuestras comidas García Márquez solía llegar solo, precedido por una sonrisa afable (“¿Qué hay, cómo les va?”), aunque en ocasiones lo acompañaba Mercedes, su mujer, una conversadora tan espléndida, inquisitiva y sagaz como él. Quizá no sobra decir que el convite discurría igual que una carambola temática que iba del periodismo a la política, del anecdotario íntimo al cotilleo cultural, del cine a la televisión para terminar en la literatura, ese puerto donde Gabo recalaba a sus anchas con la curiosidad del lector auténtico. (A mediados de febrero de 2007, antes de que arrancaran las celebraciones por sus ochenta años, le obsequié Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. La mirada se le iluminó y, al leer en la solapa que Haruki Murakami nació en 1949, me dijo con picardía: “¡Pero si sólo es un muchacho!”) A veces, al escuchar ese timbre colombiano que más de cuatro décadas de vida mexicana no pudieron borrar, pensaba en lo que un amigo respondió cuando le comenté que me habían contratado como editor de cultura de Cambio: “¿Vas a estar con García Márquez? ¡Qué envidia! Es como si trabajaras con Charles Dickens o William Faulkner”. Poco a poco esta observación me llevó a caer en la cuenta de que, en efecto, departir con un clásico vivo era una circunstancia única, invaluable, más aun si se trataba de un clásico que no escatimaba generosidad con quienes lo rodeaban.

Dos breves anécdotas ilustran este afán generoso que se extendía a la esfera no sólo personal sino profesional. Como ocurría casi siempre durante nuestras reuniones en el restaurante veracruzano, los comensales de otras mesas identificaban a García Márquez y esperaban el momento del postre para abordarlo y pedirle que se retratara con ellos o les diera un autógrafo. (“Firmo libros aunque no sean míos, pero esto nunca”, explicó alguna vez a una fan que le extendió un trozo de papel.) En una ocasión, una joven se le acercó con un ejemplar de Cien años de soledad y con voz nerviosa le dijo que se llamaba Úrsula porque sus padres eran admiradores de la novela y habían querido honrar a la mujer de José Arcadio Buendía; en respuesta obtuvo una sonrisa ancha, fulgurante, y un beso en el dorso de la mano. En otra ocasión, en medio de una plática sobre el mundo editorial, un amigo al que yo había invitado le preguntó a rajatabla: “Y a todo esto, ¿cómo se definiría usted: como escritor o como periodista?”, a lo que Gabo contestó sin titubear: “Pues como periodista, claro”. Ambos gestos sintetizan para mí el espíritu dadivoso de un autor que, además de asumir que ya hay varias estirpes de lectores formadas específicamente con Cien años de soledad que sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra, admitía la deuda con una disciplina que contribuyó a afinar su pluma: “El periodismo merece no sólo una nueva gramática, sino también una nueva pedagogía y una nueva ética del oficio, y ser visto como lo que es sin reconocimiento oficial: un género literario mayor de edad, como la poesía, el teatro y tantos otros”.

Resulta significativo que García Márquez se iniciara casi al mismo tiempo en las actividades que constituirían los dos grandes hemisferios de su obra: en 1947, a los veinte años, publicó su primer cuento (“La tercera resignación”) en El Espectador de Bogotá y, apenas un año después, en 1948, entró a trabajar en El Universal de Cartagena. (La dedicación habla por sí sola: en 1954 fue contratado por El Espectador y se convirtió de inmediato en el reportero más popular). La hermandad entre literatura y periodismo fructificó en tres libros que, separados entre sí por poco más de una década, evidencian la concisión aprendida en distintas redacciones: Relato de un náufrago (1970), recopilación de una famosa serie de reportajes acerca del marino Velasco aparecida en El Espectador en 1955; Crónica de una muerte anunciada (1981), que J. M. Coetzee describe inmejorablemente como “una importante contribución al canon garciamarquiano: una narración ajustada y cautivadora y, a la vez, una lección magistral y pasmosa sobre el modo de hilar varias historias —varias verdades— en torno de los mismos sucesos”; y Noticia de un secuestro (1996), reportaje novelado alrededor de los raptos colectivos efectuados por narcotraficantes con la idea de impedir que la Asamblea Constituyente aprobara la extradición de colombianos a Estados Unidos. En este tríptico, unificado no sólo por un estilo plenamente identificable sino por el uso y la reinvención de géneros informativos, sobresale Crónica de una muerte anunciada, prototipo de hibridación donde una fórmula verbal adoptada del periodismo (“Me dijo”) se vuelve el ritornello que echa a andar un insólito artefacto literario: la tragedia de bordes griegos de un personaje que ignora su destino en medio de una comunidad que ya lo da por difunto: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Así empieza un tour de force en el que el realismo mágico se trastoca en una magia realista que nos convence nuevamente de lo inverosímil. A fin de cuentas, como recuerda Coetzee, “el propio García Márquez ha dicho que su llamado realismo mágico no consiste más que en narrar con seriedad historias difíciles de creer, un truco que aprendió de su abuela en Cartagena, y que lo que los extranjeros encuentran difícil de creer en sus relatos es muchas veces normal en la realidad latinoamericana”.

Algún día, en una de nuestras comidas en ese restaurante del sur del D. F., me habría gustado preguntarle a Gabriel García Márquez si en verdad juzgaba que las lluvias de mariposas amarillas, para poner un ejemplo canónico, eran comunes en México o Colombia. Intuyo la sonrisa generosa que habría iluminado su rostro, la respuesta que evocaría la réplica a un lector que captó un tempo musical en El coronel no tiene quien le escriba: “A los escritores intuitivos no nos conviene explorar demasiado estos misterios técnicos, pues en este oficio de ciegos no hay nada más peligroso que perder la inocencia”.

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