sábado, 19 de abril de 2014

Para volver a empezar

19/Abril/2014
Laberinto
Santiago Gamboa

No es una hipérbole sugerida por la tristeza afirmar que García Márquez fue uno de los últimos gigantes del siglo XX, un tipo de escritor que no parece que vuelva a existir, pues sus obras sumaron al menos dos elementos muy difíciles de conciliar en el mundo de hoy, a saber, una popularidad desmedida entre los lectores y a la vez una admiración rotunda por parte del establecimiento culto, la Academia y la crítica literaria. Hoy es casi imposible que vuelva a surgir un fenómeno como Cien años de soledad, con 60 millones de ejemplares vendidos en menos de 50 años (más de un millón por año), y que a la vez sea respetado y leído en los más altos círculos, objeto de miles de tesis doctorales y que logre la universalidad de un modo exhaustivo, pues tan solo en India ha sido traducido a 24 idiomas. Hoy la celebridad está siempre dividida: o los libros son populares, pero desdeñados por la crítica y la Academia, o son considerados cultos por el establishment, pero viven a través de pequeñas ediciones. El fenómeno de García Márquez es como si un autor tuviera las ventas de la trilogía Cincuenta sombras de Grey, con la admiración y el culto de un Foster Wallace o un Bolaño.


A lo largo de sus novelas y cuentos, Gabriel García Márquez le dio forma literaria a un mundo, el del Caribe, y lo hizo con tal universalidad, fuerza y talento que durante décadas la imagen de sus libros fue el estereotipo de toda América Latina para el resto del mundo. En español, no hay duda de que Cien años de soledad es la obra literaria más importante después de Don Quijote. En ella el mundo y el lenguaje vuelven a nacer y a revelarse con tal fuerza que la cultura de lengua española volvió a ser predominante. Desde Cervantes, el español no tenía tal protagonismo en el mundo y su literatura no estaba en la primera fila, en el escenario central de la cultura de Occidente.

Otro de los aspectos de la obra de García Márquez fue su propia vida. Nacido en un pueblo insignificante y miserable de la región Caribe de Colombia, Aracataca, llegó a ser una de las personas más célebres del mundo. Presidentes, empresarios, artistas, deportistas, hasta el Papa esperaba para tener una cita con él, conocerlo y escucharlo. Su itinerario vital fue uno de los más intensos e increíbles. “Tuve la suerte mal repartida”, dijo, refiriéndose a que hasta los 40 años no tuvo éxito ni dinero, y debió hacer infinidad de trabajos para sostener a su familia, hasta que llegó la fama mundial y todo lo demás al mismo tiempo. “Ser famoso”, dijo una vez, “es como cumplir años todos los días”. Al igual que la mayoría de intelectuales de los años sesenta, García Márquez fue comunista y vio en Cuba una esperanza de libertad e independencia para todo el continente. Fue el amigo más cercano de Fidel Castro y el más incondicional, lo que le supuso numerosas críticas. También fue amigo de Felipe González, en cuyas campañas políticas solía aparecer, y de François Mitterrand, quien le dijo una vez, entregándole la Legión de Honor: “Vous appartenez au monde que j’aime”, y a García Már- quez se le escurrieron las lágrimas. Fue amigo del sueco Olof Palme y durante su presidencia recibió el Premio Nobel de Literatura, con apenas 54 años. En una ocasión se quedó encerrado con el Papa Pablo VI en la biblioteca del Vaticano y debieron llamar a la seguridad. También fue amigo de Bill Clinton, quien dijo durante la celebración de los 80 años de García Márquez: “One hundred years of solitude is the most important novel ever written, in any lenguage, on the New World”.

Lo vi por primera vez en 1995, en un festival literario en Biarritz. Después de una sesión de fotos en su hotel, el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski lo invitó a acercarse a una mesa para presentarle a un grupo de escritores que ansiaban conocerlo, entre los que me encontraba, junto a Jean Claude Izzo, José Manuel Fajardo y Luis Sepúlveda. García Márquez saludó a cada uno con cordialidad, y al llegar a mí, dijo: “Te estoy leyendo”. A la semana siguiente me llamó y hablé con él cerca de dos horas. Hace poco encontré un episodio idéntico en las memorias de Rushdie, cuando habló por teléfono con García Márquez: “¡Gabo!”, como llamar a un dios por un apelativo cariñoso”, dice Rushdie. Yo sentí lo mismo y por eso nunca lo llamé “Gabo”. Más adelante lo vi en Bogotá, pues trabajé con él en un libro de memorias del jefe de la Policía Nacional, y a partir de ahí lo frecuenté en varios países, sobre todo en Colombia, España y México. Mi paso por la diplomacia se debió a una recomendación suya a la ministra de Exteriores de Colombia, pero el mejor recuerdo fue una historia que me contó en el 2011, durante un almuerzo en el restaurante San Ángel Inn, con Carlos Fuentes y otros invitados. “¿En qué parte del mundo andas ahora?”, me preguntó. Le contesté que en India y quise saber si había estado allí alguna vez. Me dijo que sí. “Una vez Fidel me pidió que lo acompañara a una reunión en Nueva Delhi de los No Alineados”, dijo, “y al llegar al aeropuerto decidí quedarme en el avión, para no distraer el protocolo. De pronto vi por la ventanilla que Indira Gandhi bajaba del palco presidencial y subía por la escalera del avión. Al entrar a la aeronave gritó, ‘¿Where is García Márquez?’. A partir de ahí no nos separamos. Ella hablaba francés y al tercer día a mí me parecía que Indira había nacido en Aracataca. Me invitó a hacer un viaje por toda la India, organizado por ella, y acepté. Quedó de avisarme”. El rostro de García Márquez se oscureció, sus ojos se llena- ron de lágrimas, y dijo: “Luego llegó la noticia de que la habían asesinado, y por eso prometí no ir nunca más a India”.

En los últimos años de su vida, fue Mercedes Barcha de García, su esposa durante 60 años, quien tomó las riendas de todo, con su extraordinario carácter y fortaleza de primera dama. “Es la única persona que conozco que puede regañar a Fidel Castro”, decía García Márquez de ella.

Al cumplir 70 años, en una entrevista, aseguró que cambiaría todo, sus libros y sus millones de lectores, por tener otra vez 40 años. ¿Y eso por qué?, insistió el periodista, y él respondió: “Para volver a empezar”.

No hay comentarios: