Letras Libres
Hernán Bravo Varela
Recetados contra el mal del clasicismo prematuro y la hipocondría de la perfección, el error y el fracaso constituyen dos ingredientes activos del arte moderno y posmoderno. ¿Qué son el fragmento, la hibridez y la brevedad sino tres refinados colapsos del gran sistema de la literatura, que durante siglos privilegió la unidad orgánica, la pureza de los géneros y la exhaustividad discursiva?
Los escritores de fragmentos, híbridos o brevedades suelen ser miniaturistas que a las pocas páginas pierden el paso, el aire y hasta el interés. Ejemplos sobran en nuestro continente: desde Julio Torri (Ensayos y poemas), Carlos Díaz Dufoo Jr. (Epigramas), Augusto Monterroso (Movimiento perpetuo) y José Durand (Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes), hasta Antonio Porchia (Voces) y Nicolás Gómez Dávila (Escolios a un texto implícito). Resulta difícil, si no impensable, imaginar a dichos “escritores imposibles” –el término es de Luis Ignacio Helguera, autor hecho a imagen y semejanza de su propia acuñación– emprendiendo un proyecto de gran envergadura o ejerciendo la poligrafía por temor a la esterilidad. En su caso, la falta de aliento es una decisión tomada a conciencia, no el síntoma de una holgazanería disfrazada de rigor; la escritura miscelánea, producto de un temperamento insumiso, reacio al cultivo de formas cerradas y asépticas en su aparente legitimidad.
Fumador profesional y enfermo empedernido, el peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) se definió ante el periodista y escritor gallego Ramón Chao como “un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido”. Si bien Ribeyro escribió tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia), su obra más personal y perdurable está diseminada en una veintena de libros de prosa breve: cuentos, varia invención, ensayos, esbozos autobiográficos, diarios... Él mismo reconoce en estos últimos, titulados emblemáticamente La tentación del fracaso (2003), su fastidio e inseguridad con respecto a su producción novelesca –lo que lo lleva a teorizar varias veces sobre ella, en compensación a los magros resultados de su propia y esforzada estética–. En una entrada de septiembre de 1964, por ejemplo, Ribeyro revela el penoso intríngulis de la redacción de Los geniecillos dominicales:
Mi novela me parece un ladrillo, algo absolutamente indigesto. Más aún, un acto de agresión contra los lectores [...] Cada vez corto más párrafos. Debía eliminar capítulos íntegros. Debía en suma eliminarla toda. ¿Dónde está lo esencial de una novela? Como le decía a Wolfgang una vez por carta [Wolfgang A. Luchting, su traductor al alemán], una novela es una aglutinación de fragmentos innecesarios que forman un todo necesario. La mía me parece a veces todo lo contrario: una suma de capítulos necesarios que forman un libro innecesario.Quizá lo esencial de sus novelas se halle en la confección de relatos y prosas inclasificables, y, aunque así no lo parezca, en la escritura de “fragmentos [aparentemente] innecesarios” que componían, al juntarse como las gotas de mercurio de un termómetro roto, un solo flujo metálico y brillante. La arquitectura de interiores de Ribeyro le impidió edificar catedrales; prefería la ermita o el confesionario. De ahí que sus Prosas apátridas (1975) y Dichos de Luder (1989) revelen una orgullosa marginalidad con respecto a los exitosos novelistas del boom y a su adscripción latinoamericana. Los diarios de Ribeyro pueden leerse, de hecho, como declaraciones de principios en torno a su “obra pública”, cuyo plan de trabajo el peruano desmenuza en las siguientes líneas:
...ese desasosiego, esa sensación de descontento, de duda, esa constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, y hasta una especie de deseo de no realizar una obra definitiva, pues quizá eso me condenaría a no hacer nada más. Es la idea de seguir siempre buscando, y de ahí surge el título, La tentación del fracaso.Enemigo de las seguridades literarias, sociales y políticas de que gozaron muchos de sus contemporáneos –sobre todo su paisano y némesis, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa–, Ribeyro profesó la fe de Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.” Y en efecto: Ribeyro fracasó insuperablemente con cada nuevo libro, se afirmó en sus interrogaciones y llevó a la excelencia sus desaciertos. Como afirma en otra entrada de los diarios con una pátina de ironía y amargura: “Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor.” Si serlo implica cubrir la odiosa cuota de la universalidad y la grandeza humanas, entonces Ribeyro nunca fue un gran escritor. Los personajes de sus relatos –viciosos conmovedoramente empedernidos como en “Solo para fumadores” o violinistas metidos de hacendarios como en “Silvio en El Rosedal”– son hombres de pocas palabras y aventuras, que construyen con su día a día una épica de bolsillos rotos o, para decirlo con Charles Simic, una “alquimia de a peso”. Como el diablo, Ribeyro procuró estar en los detalles –a riesgo, en ocasiones, de acertar.
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