Laberinto
Ignacio Trejo Fuentes
Con su tino acostumbrado,
Gabriel Zaid dijo que Jorge Ibargüengoitia no escribió El Quijote,
aunque sí varias novelas ejemplares. Yo agregaría sus obras de teatro, sus
cuentos y sus piezas periodísticas no menos ejemplares.
El guanajuatense inició su carrera artística en la
dramaturgia, pero la crítica despreció olímpicamente sus obras aduciendo que
eran, en general, protagonizadas por jovencitos que no podían decir nada (algo
que ocurriría años después con la literatura de José Agustín, Gustavo Sainz,
Parménides García Saldaña et al), y sus escasas puestas en escena
fueron insalvables fracasos (solo después de la muerte del autor algunas fueron
revaloradas), de manera que mandó al diablo al teatro e incursionó en la
narrativa con los cuentos de La ley de Herodes y sus novelas
ubicadas en la geografía inventada por él: Plan de Abajo, Cuévano, etcétera,
con excepción de Maten al león. Y a diferencia de su ruda
experiencia teatral, sus obras en prosa recibieron de inmediato el aplauso de
la crítica y, fundamentalmente, de los lectores comunes y corrientes.
Uno de los propósitos de Jorge fue desmitificar pasajes
determinantes de la historia nacional. En Los relámpagos de agosto propone
una lectura diferente de la Revolución Mexicana: según él, la gesta fue en
realidad un carnaval de traiciones, golpes bajos entre falsos generales que
provocaron la muerte de millares de inocentes, los de a pie. El enigmático
titulo de la novela proviene de un dicho de la gente del Bajío: en agosto, los
relámpagos aparecen por rumbos inusitados, y se dice que los despistados, los
que no saben nada de nada, andan como los relámpagos de agosto, a lo pendejo.
¿No es un título perfecto, de acuerdo a lo postulado en la obra?
En Los pasos de López (en la edición
española se llamó Los conspiradores), sus mortíferos cañonazos
apuntaron a los hechos de la Independencia de México: nuestros “héroes” fueron,
en realidad, una pandilla de facinerosos, comenzando por Miguel Hidalgo, quien
fue mujeriego, parrandero y jugador, y luego asesino y al final un chillón ante
la inminencia de su muerte, como lo demuestran documentos que otros novelistas
han expurgado y vuelto novelas (Eugenio Aguirre, entre ellos). En ambos libros,
Ibargüengoitia baja de su pedestal a los próceres, los vuelve seres de carne y
hueso, humanos, y por lo tanto más
creíbles y auténticos.
En otros libros continúa empeñado en descabezar
mitos. Maten al león es
una “antinovela del dictador”: a diferencia de las novelas clásicas de esta
especie, el sátrapa de la isla caribeña acaba con todos los que se habían
confabulado en su contra y sigue tan campante, haciendo su voluntad sin que ya
nadie pueda oponérsele. Dos crímenes es una antinovela policiaca,
en la cual se denuncia la prevaricación, la simulación y la impunidad: los
malhechores triunfan, y la “justicia” sirve para maldita la cosa. Dos
crímenes me parece una de las obras mayores de Ibargüengoitia, porque
es, por añadidura, una espléndida muestra de cómo debe manejarse el erotismo en
literatura.
Otra de las novelas maestras —y no desdeño a las demás, respetando la
afirmación de Zaid— de Jorge es Las
muertas, en la cual recrea las tropelías y crímenes de Las Poquianchis,
lenonas o madrotas que asolaron varias poblaciones de Guanajuato y de
Querétaro: reclutaban a jovencitas pobres e ignorantes y las prostituían (las esclavizaban), y muchas fueron
asesinadas y enterradas en el jardín de uno de los prostíbulos clausurados y en
un rancho propiedad de aquéllas. Esta pieza espeluznante me lleva a otras
consideraciones.
Aunque es por demás dramática, la obra contiene sobradas
dosis de humor, aunque el escritor detestaba que lo consideraran humorista. Uno
de los capítulos abre así: “Blanca era negra”. Y el episodio donde, con el
propósito de aliviarla, las mujeres “planchan” literalmente a una de las putas,
es estremecedor, pero uno no puede evitar reírse.
Pese a la oposición de Ibargüengoitia, estimo que era
dueño de un sarcasmo y un sentido humorístico majestuosos, incluso en pasajes u
obras enteras donde predomina la tragedia. Prueba de ello es Estas ruinas
que ves, ubicada argumentalmente en Cuévano (máscara de Guanajuato), donde
un grupo de profesores y empleados se lanzan al asedio de una bella mujer
recién llegada, de quien se corre el rumor de que cualquier emoción fuerte la
mataría, de modo que los cazadores se alejan de ella: todo fue un ardid de
alguno para conseguir eso, aislarla de la jauría.
No quiero terminar sin decir que Ibargüengoitia escribe como si estuviera platicando en la sala de su casa, en el café o en el parque, con una naturalidad impresionante, y quienes saben de eso señalan que en literatura, la aparente naturalidad es una de las empresas más difíciles de conseguir. Ese estilo “campechano” campea también en sus deliciosos artículos periodísticos, reunidos en varios volúmenes por Joaquín Mortiz, y que hay que leer. De paso, debe recordarse que muchos de los personajes de las obras teatrales de Jorge reaparecen en sus novelas, e incluso el argumento de un par de ellas cobró forma de novela con resultados más que felices. Y felices son y serán los lectores de este escritor indispensable.
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