sábado, 24 de septiembre de 2011

Fernando Vallejo: la conquista de la novela

24/Septiembre/2011
Laberinto
Fernando Fernández

Hace unas semanas recibí por correo una extraña petición: que contara cuándo y en qué circunstancias había sido alumno de gramática de Fernando Vallejo, tal como yo mismo dije según se afirmaba en un reciente artículo de prensa. Quien se dirigía a mí de esa manera, uno de los principales especialistas en la vida y la obra del escritor colombiano, añadía que mi testimonio le interesaba porque la “faceta docente” de Vallejo “no se había mencionado en público hasta ahora”. Antes de despedirse, solicitaba mi autorización para citar mi nombre como fuente de tan novedosa información. Primero pensé que era una broma y me dieron ganas de inventar yo mismo alguna historia, dando dos o tres pistas falsas. Al rato se me olvidó la cuestión. Días más tarde, el especialista en Vallejo volvió a la carga. Entonces hice una pequeña búsqueda en la red para ver si había por ahí algo que justificara el asunto. Allí estaba: un artículo publicado a fines de agosto, a raíz de la concesión del premio de la FIL a Vallejo, en el que el escritor Álvaro Enrigue me adjudica esa declaración, hecha según él por teléfono en 1994, en los tiempos en que yo dirigía Viceversa y él colaboraba en la revista. El impresionante título del artículo, “El vaivén entre realidad y ficción en la obra de Fernando Vallejo” (página en la red de CNN México, 30 de agosto), está bien puesto, al menos en lo que a mi presencia en él se refiere.

Que la memoria falsee los recuerdos es cosa frecuente y comprensible. No lo es tanto el que se evoque en público un episodio falseado y quien lo haga se cuide de decir explícitamente que lo recuerda “con mucha claridad”. Veamos lo que escribe Enrigue: “Dos o tres semanas después publiqué una reseña deslumbrada sobre La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge—. Recuerdo, con mucha claridad, que al poco de enviar mi nota me llamó por teléfono el director de la revista, Fernando Fernández, y me dijo con genuina sorpresa que Vallejo había sido su profesor de Gramática en la Universidad, que era un excéntrico y un gran tipo. ‘¿De verdad la novela es tan buena como dices?’ —me preguntó—. Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto, distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”.

Me parece bien que Álvaro dé sus opiniones en algunos periódicos; lo que me sorprende es que lo haga con una prosa torpe y apresurada, impropia de un narrador de sus vuelos. Véase, como ejemplo, la siguiente frase: “en la revista Viceversa —que en esa época tal vez más generosa en que los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel, pasaba por un auge”—. Uno puede preguntarse: ¿qué es lo que pasaba por un auge? ¿“La época tal vez más generosa”? ¿Viceversa? Si, como parece, se refiere a la revista, ¿qué apreciación es ésa de que pasaba por un auge “porque los jóvenes todavía podían publicar sus notas de crítica en medios de papel”? A continuación escribe que yo le llamé por teléfono y le dije “con genuina sorpresa” que Vallejo había sido mi profesor de gramática. ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Que yo se lo dije “con genuina sorpresa”? Si ya lo sabía ¿por qué iría a sorprenderme? ¿O la sorpresa, como más bien parece que quiere decir, fue suya?

Hay algo de arrogancia en rememorar un episodio del pasado vivido por uno mismo con el único propósito de contar lo que dijo… uno mismo. Peor si no es más que una banalidad. Volvamos al párrafo que nos interesa: Enrigue me pinta al teléfono casi que con el aliento suspendido, poco menos que cayéndoseme la baba, como sucede cuando se asiste a las grandes revelaciones: “¿De verdad la novela es tan buena como dices?”, escribe que le dije. Y él contesta, ya en plan sublime: “Mucho mejor, le dije. Es algo nuevo, compacto [sic], distinto de todo lo demás que hemos leído y no tiene nada que ver con lo que entendemos por latinoamericano”. Aun así, todo sería pasable tratándose de su opinión y hasta expresándola de manera atropellada, si lo que Enrigue recuerda tan claramente fuera verdad. Como tengo una idea de por dónde vienen los tiros, puedo reconstruir la caprichosa operación de su memoria.

Conocí a Fernando Vallejo hace poco más de 25 años, no mucho después de coincidir en la carrera de Letras con un joven actor colombiano que el futuro novelista había traído a México para actuar en la primera de las tres películas que hizo a partir de finales de los setenta. Una tarde de marzo de 1985 mi flamante amigo actor me llevó a conocerlo. Me encantó lo que vi: un hombre sensible, lúcido y quizás un poco desaforado que hablaba de sus lecturas con enorme vehemencia. Por esos días se estrenaba en el género novelístico: acababa de salir Los días azules, la primera parte de un ciclo que iba a llamarse “El río del tiempo” y del que acabaron apareciendo cuatro volúmenes más. Dos años antes el Fondo de Cultura Económica le había publicado “una gramática del lenguaje literario” llamada Logoi. Ese libro, que compré de inmediato, me pareció tan impresionante como su autor en persona: planteaba un recorrido por las principales fórmulas literarias de la tradición, que ejemplificaba en sus lenguas originales: español, francés, inglés, latín, etcétera. Así como “la crítica [había] estudiado a los escritores bajo el ángulo de su originalidad”, explicaba en el prólogo, su gramática proponía entender “la literatura como el reino de lo recibido, como el vasto dominio de la fórmula, el lugar común y el cliché” (p. 29). De esa forma, uno estudiaba qué cosa era la aposición y luego la veía comportarse en pasajes sacados de Menéndez Pidal o Maupassant, Poe o Colette, James o Brancati, y así ocurría con la elipsis, la metáfora, la sinestesia, entre otros muchos recursos y fórmulas ejemplificados con citas de una interminable lista de autores: D’Annunzio, Valle, Primo Levi, Azorín, Proust, Reyes, Cicerón, Larra, Horacio, Camus…

Si se produjo la conversación que Enrigue en cualquier caso deforma, es seguro que le haya dicho que entre lo que yo conocía de Vallejo estaba esa gramática, de la que debo de haberle hablado con admiración. Pero nada más. Y si le manifesté que me parecía “un gran tipo”, tal como lo sigo pensando, no sé a qué me referiría en cambio si dije algo sobre su excentricidad, dada la connotación más bien negativa de esa palabra. De todas maneras, el alejamiento de Vallejo de ese centro (hecho de reflectores y premios, éxito del que sea, presencia en periódicos y televisión…) que buscan con afán algunos escritores, más su dedicación al trabajo en silencio y la envergadura característica de sus proyectos, me hacen creer que aunque no lo hubiera dicho quizá sea una manera acertada de describirlo. Véase, en ese sentido, la preponderancia que en su artículo da a los reconocimientos Enrigue, que empieza hablando de Vallejo pero acaba haciéndolo del premio de la FIL y de los escritores que afortunadamente ya están en posibilidades de ganarlo. Por cierto, es interesante preguntarse por qué recuerda ahora como “deslumbrada” aquella nota que en efecto apareció en Viceversa (número 19, diciembre de 1994) pero que, tal como se dará cuenta quien la lea, es difícil describirla con justicia con ese adjetivo.

A mediados de los años noventa, Vallejo se hizo muy conocido como el gran narrador que es, idéntico al hombre con el que conversé hace poco más de un cuarto de siglo, la primera vez que estuve en su casa: lúcido y sensible, pero también desaforado y casi tremebundo… He leído algunas de esas novelas escritas en su madurez literaria y que ha usado, si puedo decirlo así, para descarnar, desbocarse, dolerse, aullar. Quizá la discusión más interesante en torno a ellas sea la que supone el punto de vista desde el que invariablemente están narradas: la preeminencia de la primera persona por encima de la tercera y la muerte del narrador omnisciente, por su artificiosidad e inverosimilitud. En cambio, sólo lo visité una vez más: un sábado de mayo de 2007, cuando en presencia del antiguo joven actor colombiano y de Raúl Ortiz, su amigo traductor de Lowry, lo oí disertar con vehemencia sobre los defectos de Cien años de soledad, en su opinión una obra muy sobrevalorada.

Con la perspectiva que da el tiempo creo que lo que más me impresiona de Fernando es la historia de su conquista de la novela, ese género más bien tardío que mayormente se entrega sólo a quienes saben aguardar para conocer sus secretos. Si es verdad que no he leído algunas de sus obras, por ejemplo su apretada biografía de Barba Jacob, que aguarda desde hace años en mi librero, y menos aun La puta de Babilonia cuyo tema no me interesa, mi apreciación de Vallejo está llena de respeto, cariño y admiración. Su conocimiento de la lengua pero también el cine, la sexualidad, el amor a los animales y su desgarramiento de su país de origen, me parecen las estaciones de una pasión por el género que ha cristalizado en una de las obras más expresivas y vigorosas de la literatura hispanoamericana de la actualidad.

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