Nexos
Kyra Galván
Desde que compramos la casa, le eché el ojo. Nadie le hizo caso, excepto yo. Era un espacio pequeño, pero iluminado y con vista al jardín. Originalmente, el espacio estaba destinado a servir de alacena, así que contaba con entrepaños, que no eran para libros porque eran profundos, pero en mi cabeza ya eran libreros. Sólo les faltaba una buena pintada. Instalé mi estudio y coloqué mis libros de poesía y algunos documentos personales de importancia. En las paredes coloqué dos litografías de Egipto que había comprado en el Museo Metropolitano y unas viejas acuarelas de Pompeya.
El problema empezó cuando mi estudio le gustó a toda la familia. De hecho, comenzó cuando mi marido me sorprendió regalándome una computadora de último modelo. Lo que no sabía entonces era que el regalo tenía plan con maña. El truco era compartir la computadora, y por ende, el espacio, con mi marido, a quien de pronto le urgía preparar sus clases para la universidad y tenía que entrar a internet y con su compu no podía. Con mi hija preparatoriana que le urgía escribir un ensayo de antropología para el día siguiente y no podía imprimirlo en la suya porque no tenía tinta, o con mi hijo menor, que cada semana descubría unos sitios nuevos de juegos en internet, plagados de virus.
Me tomó varios años de pleitos, gritos y sombrerazos convencerlos a todos que el lema “la computadora sí es personal”, era una verdad universal y bien asentada. Ya había, más o menos, salvaguardado mi espacio de intrusos, cuando una mañana de domingo, mi hija mayor encontró dos gatitos abandonados en la puerta de mi casa. Bueno, el caso es que uno escapó, y el otro estaba tan maltrecho que pensamos que no sobreviviría. Pero sobrevivió y le pusimos por nombre Moira, por eso del destino. Aunque siempre ha sido un poco amargada, lo que justificamos por su trauma inicial en la vida, adoptó, por alguna extraña razón, mi estudio como su territorio principal. Ahora tengo que lidiar con los mechones de pelo que hay que limpiar, quitar su cola peluda cuando se acuesta encima del regulador o tolerar sus súbitos ataques de amor, que la impulsan a pasear ronroneando enfrente de la pantalla de la computadora.
Ah, pero dirán queridos lectores, que fuera de esas nimiedades, mi estudio es un lugar de paz y tranquilidad, donde puedo explayarme ejerciendo mis labores literarias. Eso, porque no les he contado cómo se desarrolla un día más o menos normal.
Me siento a trabajar cerca de las diez de la mañana, después del baño y el desayuno, generalmente, parada, mientras “pienso” qué menú preparé para ese día, qué hay en el congelador y preguntándoles a mis muchachas, que más parecen margaritas gautiers a punto de tirar su pañuelo de seda, que aguerridos corchetes, si falta pan, tortillas, queso o jamón.
Mientras reviso mi correo electrónico, suena el teléfono. Y suena y suena y nadie contesta, porque Margarita Gautier estará en el baño. Contesto para encontrarme con alguien que está decidido a otorgarme una nueva tarjeta de crédito, que además me da descuentos en hoteles a los que nunca iré. Después de despedirlo de la manera más correcta posible y cuando estoy a punto de abrir el documento en el que trabajo, tocan el timbre. Margarita G. creo que está ocupada haciendo las camas, porque no contesta. Después de un rato vienen a avisarme que es el señor que nos trae el huevo, que si tengo dinero. Por no subir a traer mi bolsa y perder más tiempo, les digo que le pidan que nos fíe. Pero al rato vienen a preguntarme, cuando estoy empezando a concentrarme en mi documento, que si van a hacer pepinos o jícamas. Cuando estoy en el punto máximo de inspiración, mi hija, que ya es universitaria, me habla por teléfono para darme instrucciones urgentes, que vaya a su cuarto, prenda su computadora y busque un documento de autocad y que se lo envíe por correo porque si no seguro la reprueban. Me toma como media hora encender su computadora y buscar el programa porque tiene el Windows 7 del que no entiendo nada. Me toma otra media hora encontrar el documento y enviárselo. Cuando por fin regreso a mi sacrosanto lugar de trabajo, el que me ha costado tanto esfuerzo defender, me notifican que no hay crema para los tacos y que vienen a entregar un paquete y hay que firmar con una identificación oficial, la cual, Margarita Gautier, no posee.
Cuando por fin, para retomar el hilo de mi inspiración, tengo que volver a leer el documento completo por tercera vez, mi hijo menor llega de la escuela con cara de pocos amigos y se sienta en mi estudio, con el propósito de que le dé el cien por ciento de mi atención. He sido, pienso, medio-cocinera, medio-administradora, medio-recepcionista, y ahora seré medio-madre. El ser escritora ya es un completo milagro.
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