El Universal
Las mujeres de mis amigos son un misterio para mí: un enigma que no es sencillo desentrañar. Cierto día de junio espero a un amigo en la cantina para tomarnos un trago y aparece acompañado de una mujer que, según me dice, es su nuevo amor. La cortesía me impide hacer comentarios al respecto e intento comportarme lo más distante posible debido a que descubro en las pupilas de mi amigo una amenaza que en palabras puede traducirse del modo siguiente: “si haces uno de tus estúpidos comentarios acerca de las mujeres, nuestra amistad se acaba”. En ocasiones, las pupilas no amenazan sino que me suplican: “no se te ocurra decir nada comprometedor porque no sabes de lo que esta mujer es capaz”. Mis amigos no tienen razones para preocuparse, ya que trato por todos los medios de ser tan mustio como ellos.
Entre mis tribulaciones más graves se encuentra el hecho de considerar la amistad como la única relación afectiva en verdad humana. Cuando los amores se suicidan o encuentran sus límites muy temprano, me alegra el haber conservado mis amistades a salvo: de lo contrario me marcharía a la tumba con las manos vacías. Ningún sacrificio es suficiente si de conservar a nuestros amigos se trata. Lo primero que un hombre alerta hace a este respecto es desterrar el ánimo competitivo. La rivalidad entre amigos puede ser estimulante o tener sentido humano mientras sea sólo un pasatiempo que no ofenda a quienes queremos. De lo contrario es una patanería más que oscurece el horizonte.
Regresando: cada vez que un amigo me presenta a su nueva amante me pongo a temblar. Sobre todo cuando ella me observa o sopesa mis comentarios con el fin de desaprobarme. En verdad se sufre. No obstante su desprecio, las mujeres no escucharán de mi boca jamás un juicio malvado. Lo que me intimida, en realidad, es ese delicado poder que ellas poseen para reducir a varios de mis amigos a migajas que hasta las palomas hambrientas despreciarían. No aceptaré que mis palabras se malentiendan: conozco la gravedad de una seducción femenina y es cierto que en una situación extrema desollaría a todos mis amigos a cambio de las caricias o la atención de una mujer. Sin embargo, uno debe estar preparado para no llevar a cabo acciones tan injustas: el único atenuante para cometer tamaño disparate (pasar sobre una amistad para ir en pos de la conquista femenina) es que uno se vea envuelto de repente en el laberinto de un amor trágico. Entonces no sólo se merece el perdón, sino la admiración y el pésame. “Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”, palabras que Sándor Márai ha puesto en boca de uno de sus personajes. Y no las olvido.
Son tan pocos los amigos que se comportan de la misma manera estando o no en compañía de una mujer, que suelo considerarlos seres excepcionales. Los respeto porque no sólo creen en el individuo, sino que se esfuerzan en llevar a cabo su propia vida sin necesidad de rendir cuentas a sus grandes amores. En la amistad el individuo hace de la conciencia de la soledad un refugio y un arma pasajera para combatir el tiempo. En cambio, las parejas de amantes o esposos pierden la batalla desde el principio: la suma de ambos es menos que uno. Es indigesto el tono moralista que poseen mis palabras, pero conforme pasan los años creo que es mejor escribir como un viejo irresponsable que como un doctor especialista. Por cierto, a ninguno de los amigos que he perdido le guardo rencor alguno (el tiempo ha jugado contra nosotros).
No he comentado la amistad femenina ni la que se produce entre seres de sexos divergentes porque este es un breve artículo perdido en medio de un millar de hojas, no un tratado acerca de la amistad. Lo que estas notas quieren decir es que son tantos los casos en que tu pareja te vuelve tan vulnerable e insípido, que para conservar un poco de gracia lo mejor sería largarte a vivir a una ermita. Quizás debido a estas opiniones las mujeres de varios amigos me miran con extrema suspicacia y desean cuanto antes verme en el exilio. Yo evito defenderme: cada quien elegirá qué clase de cuerda va a enredarse en el cuello.
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