sábado, 26 de septiembre de 2009

Arrogante

13 de julio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Sesenta años han pasado desde que Robert Walser se quejara de los aburridos ladrillos con que los escritores aterrorizaban a los lectores. Odiaba los ademanes imperiales de la literatura.

No negaré que estas tímidas objeciones me han despertado nostalgia y ternura al mismo tiempo. Al menos en ese entonces la literatura podía hacerse la importante; en cambio hoy los aburridos ladrillos continúan, pero las letras representan sólo uno más entre tantos oficios que se disipan en la confusión de una época marcada por la tecnología y las comunicaciones (es decir, una época de nueva barbarie). Me ha causado curiosidad que en varios círculos la palabra "intelectual" se considere casi un insulto e incluso se use para descalificar la opinión o la calidad moral de una persona. Me parece que esta aversión posee dos aristas evidentes: la primera es que se considera al intelectual un ser que se ubica fuera de la realidad (Y aquel que de leer tiene más uso / De ver letreros sólo esta confuso): es decir, su saber pertenece a un mundo utópico. La segunda causa del encono producido por lo "intelectual" es que en estos tiempos se valora más el actuar que el pensar. Sin duda la aceleración del tiempo histórico nos ha llevado a ser puro movimiento (acción ensimismada e idiota).

No hace más de una semana escuché a un renombrado artista visual ufanarse de no leer novelas ni ensayos y decir que sólo prestaba atención a textos relacionados exclusivamente con su oficio. Acto seguido, pasó a disertar acerca de la importancia de las artes usando conceptos (en realidad palabras) que ni él mismo comprendía y opiniones que habrían hecho sonrojar a Kant cuando tenía tres años. No muchos días antes, mientras comía en una cantina, escuché a una persona de la mesa vecina afirmar que los intelectuales eran arrogantes y, por lo tanto, lo más conveniente era hacerles el vacío: desterrarlos. Una vez que sus compañeros asintieron el juicio lapidario continuaron hablando sobre política hasta que horas después estuvieron a punto de llegar a las manos. Sobra decir que su discusión no era más que un conjunto de opiniones sin ningún sustento y expresadas con tanta arrogancia que harían parecer al intelectual más pedante un manso cordero en medio de una manada de lobos. Y me pregunto si no es más arrogante aquel que cree inventar de nuevo el mundo y desprecia a quienes antes que él han pensado y especulado sobre los mismos asuntos.

Restando unas cuantas penosas excepciones de las que nunca me arrepentiré lo suficiente, hace tiempo que he renunciado a aceptar invitaciones para acudir a la televisión. Me niego a participar en esa caravana de la ignominia porque el individuo se disuelve en aras de la exhibición y porque las personas comienzan a respetarte sólo porque tu espantoso rostro se multiplica en la pantalla como un virus. La televisión cultural —como suele llamársele para acentuar su diferencia—, además de debilitar la imagen del intelectual, es en buena parte provinciana e ingenua ya que se inclina por el saber enciclopédico y desprecia el estímulo reflexivo y la promoción del desorden intelectual. Y cuando hablo de desorden aludo a la capacidad que tienen los seres humanos de quebrantar sus propias convicciones y fundamentos en pos de crear maneras alternativas para imaginar y poblar el mundo en el que vivimos.

Cuando Heidegger, en su Carta al humanismo, señaló que la preocupación de los intelectuales por la cultura les impide pensar y darse a la tarea de profundizar en el conocimiento estaba siendo demasiado idealista, sin embargo abordó un problema todavía vigente. En una época de crisis permanente, la televisión ofrece una imagen de "cultura" bastante timorata (entrevistas tediosas, horas y horas consumidas para diferenciar la palabra jamón de la palabra mamón, jóvenes pedantes que apenas han leído dos libros y ya nos dan lecciones de historia de la literatura, programas banales que intentan demostrarnos que la cultura puede ser divertida): se privilegia la decoración y la gramática sobre la reflexión y el desorden que produce el conocimiento. Las excepciones son numerosas, pero son sepultadas por la miseria intelectual que, en televisión, es una constante. En fin, termino aquí y me marcho a cultivar mi arrogancia en otra parte.

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