El Universal
El hombre humilde que se ve a sí mismo como un cero a la izquierda es el ser que más posibilidades tiene de conocer la bondad y convertirse en un hombre bueno. Esta es la conclusión de una filósofa que ha especulado profundamente acerca de la idea del bien, Iris Murdoch. Me parece una noción sensata, pero me pregunto cuántos hombres humildes he conocido en mi vida y me respondo: “son menos que los ornitorrincos.” En cambio, levantas una piedra y encuentras a un vanidoso que cree que el mundo sería distinto y estaría incompleto sin su presencia. Y estos no son los peores ya que existe una clase de personas aún más detestable: esos que pregonan su humildad cuando en realidad son fantoches envanecidos que intentan darnos lecciones de moral. Mi conclusión es por lo tanto algo diferente a la de Murdoch: si esperamos a que los humildes nos muestren el camino a la bondad estamos fritos.
Cada vez que veo a una mujer hermosa me dan ganas de llorar. Estas no son palabras de un filósofo, sino de un buen amigo expresadas en un momento de sinceridad e iluminación. Es una sensación tan real: la profunda melancolía que despierta una belleza que jamás será poseída. Sentado a la mesa de una terraza veo pasar a mi lado a una joven de piernas tensas y lisas, descubro su sonrisa en apariencia indefensa, su cintura derretida en sus caderas ondulantes y de súbito desvío la mirada e intento desterrar su imagen de mi mente. El sufrimiento es tanto que si tuviera suficiente valor me pondría a llorar como un niño que ha perdido a su madre en la multitud. Sin embargo, me decido por la hipocresía y aguardo a que la sensación de vacuidad se marche y enseguida me dirijo a mí mismo unas palabras de consuelo: la belleza no puede ser poseída, sino sólo contemplada desde el sufrimiento del ser finito. Por supuesto no digo estas tonterías, pero muevo la cabeza en señal de desesperanza y digo: ya viviste lo tuyo (que por cierto es el título de la autobiografía de Anthony Burgess: You´ve Had Your Time).
Quisiera hacer una aclaración que viene a cuento: no soy de esa clase de hombres que mira descaradamente a las mujeres o las insulta con piropos obscenos. En una ciudad plagada de criminales urbanos como la nuestra en donde la cobardía es un deporte ampliamente practicado, las mujeres sufren de un acoso constante e incluso han tenido que disimular su belleza para no ser denostadas en la vía pública. Por el contrario, yo intento imaginarme que ellas son fantasmas que mis ojos no pueden reconocer y sólo en contadas ocasiones, cuando es imposible escapar, intercambio con las desconocidas una mirada que de inmediato me hace sentir arrepentido. ¿Me las estoy dando de santo? ¿Les parezco un párroco de pueblo? Es posible, pero como repito a menudo: una buena teoría hace que nuestros actos sean menos idiotas de lo que regularmente son. Y en el caso de las mujeres que mis amigos aman suelo comportarme de una manera mucho más radical. Me convierto en un ser cortés que se suicidaría antes de cometer una fechoría que pusiera en peligro la calma momentánea que permite a los amigos reunirnos en una mesa a charlar y a esperar la muerte con la conciencia de ser queridos. Nada como eso.
Se preguntarán qué tienen que ver los hombres humildes con mis obsesiones personales. Yo también me lo pregunto e intentaré aclarar esta relación: el hombre bueno es el que nos brinda su ausencia, el que desaparece y nos permite caminar libremente. Contra el vanidoso que nos abruma con sus éxitos o el cobarde que persigue y acosa mujeres prefiero al hombre mediocre que no hace daño a nadie y que considera que su presencia casi siempre es innecesaria. Dice Murdoch de los seres humanos que somos animales movidos por la ansiedad de un ego que nos oculta parcialmente el mundo. Y sólo el hombre humilde y sensato podrá a través del amor encontrar una idea del bien que le sea propicia para vivir. No sé si estas palabras me convencen del todo pues a mí no me importa que las personas sean buenas o malas mientras respeten a los demás y hagan lo posible por comportarse como ceros a la izquierda. El hombre cortés, desde mi punto de vista, está por encima del animal bondadoso. La cortesía y la mesura hacen que los hombres sean buenos aunque en el fondo sean bestias. Y eso ya es mucho.
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