El Universal
¿Qué importa un año más en el tiempo de un muerto?, se preguntaba en un epigrama el escritor Carlos Díaz Dufoo.
En cuanto leí estas palabras se despertó mi obsesión. ¿En qué momento uno se considera un muerto que cumple años? ¿Cuántas desgracias debieron sucederse para que el tiempo deje de tener importancia? Una sensación similar me ha ocupado este último mes después de mudarme de departamento. Me pregunto si será la última vez que me marche con mis libros a cuestas de un lugar a otro. La casa donde uno vive es un vientre, pero en ciertos casos es también un ataúd. Los libros que en teoría despiertan tu imaginación y provocan la libertad, son en realidad un ancla cuando quieres mudarte, un lastre que hace todavía más penoso el movimiento.
Las razones por las que me mudé de casa son claras de manera práctica: los alrededores comenzaron a poblarse de malas personas. De hecho, esta ciudad es un nido de malas personas aunque esa maldad no sea totalmente su responsabilidad. La ciudad de la rapiña y el odio no es un buen lugar para vivir y, sin embargo, la costumbre, las raíces y la asumida conciencia de la desgracia nos impiden comenzar la emigración. Sé que muchas personas no estarán de acuerdo con esta oscura visión y las comprendo: lo mío es consecuencia de una enfermedad del espíritu. Hermann Broch debió sentir una calamidad semejante cuando al principio de una de sus obras escribe: “¿Por qué dejé de sentir el orden de la ciudad como orden y comencé a percibirlo más bien como hastío del ser humano frente a sí mismo, como una pasmosa ignorancia? Y a medida que nuestro barco se acerca al puerto, es decir a la muerte, va dejando de ser embarcación para transformarse en carga.” Esa sensación que Hermann Broch dibuja con refinada melancolía describe mi sensación a la hora de mudarme: soy una carga para mí mismo.
Cuando era niño mi familia se mudó seis veces de departamento antes de que mi padre pudiera comprar una casa en el sur de la ciudad. Para nosotros, los hijos, cada mudanza era una aventura, los rostros de los vecinos, los ruidos misteriosos, las cajas amontonadas, todo se prestaba a la curiosidad. En cambio, ahora que me toca ser el gitano los sufrimientos se amontonan. Rentar en esta ciudad es una afrenta continua, pues el que renta es considerado de entrada un ladrón. Los intermediarios abundan y ser honrado no es nunca suficiente ya que para demostrarlo debe uno humillarse y cumplir con normas que inventaron los propietarios. Sin embargo, no es esto lo que en realidad me preocupa, sino un hecho que de tan concreto es abstracto: ¿la nueva morada será también la última? Tanto mover cajas y subir escaleras para que la esfera que nos recubrirá de los males exteriores se transforme de una noche a otra en un catafalco.
Para ser feliz es necesario no ocuparse demasiado de los otros, escribió Albert Camus en La caída, y a medida que los años pasan este juicio descarado se afianza en mi imaginación. Tenemos entonces a la felicidad como olvido de los demás y como un intento desesperado por abandonar el mundo sin hacer demasiado escándalo: “¡Que vivan los entierros!”, fue el más depurado exhorto de batalla que se permitió un personaje de Camus. Nuestro entierro, quizás la única manera digna que nos es dada para abandonar el anonimato. Hace apenas dos semanas mientras conversaba con un buen amigo, éste me reprochó de manera sutil el que ocupara yo tanto tiempo en narrar las injusticias que brotan como pasto a mi alrededor. Cuánta razón había en sus palabras, “olvidarse de los otros”, que buena oportunidad para respirar un poco de calma.
Sentir miedo es como llenarse de humo por dentro, esta sensación descrita por Francisco Tario es perfecta para describir el miedo que a los conservadores nos causa el movimiento (sólo hay que ver el lodazal al que nos ha llevado el supuesto progreso). En fin: muerte, miedo, infelicidad, desgracias, se preguntarán de dónde proviene todo este melodrama: de ningún lado, sólo es que la mudanza me ha dejado exhausto.
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