El Universal
¿Cómo puede ofenderse a una persona? No solamente valiéndonos de insultos, sino también de observaciones, comentarios o silencios. Y a veces se ofende sin querer como cuando se confunde a un asno con un burro. Tomé de una novela de Canetti el siguiente veredicto: basta situar históricamente a un hombre para predecir sus movimientos o anticiparse a sus acciones: es decir ponerlo en la mira. Si en verdad se quiere dominar a una persona es necesario saber de dónde provienen sus ideas y sus opiniones: conocer, en suma, su educación sentimental. No me seduce totalmente esta idea porque creo que en el caso de una mujer esta sentencia se va de bruces. Me declaro incompetente para comprender la atracción que una mujer ejerce sobre de mí aun cuando conozca todos los detalles de su historia personal o incluso de su anatomía.
Desear que los otros desaparezcan es una de mis peores aficiones (lo sabemos: el infierno son los otros), aunque sólo se vuelve ofensa cuando se los haces saber; de lo contrario seguimos entre amigos. Una palabra mal entendida es capaz de causar una guerra en situaciones extraordinarias y la mujer que se dice enamorada de ti se marcha cuando le haces una observación acerca de su rostro abominable. Por supuesto quien humilla a una mujer haciendo referencia a que su fealdad merece la horca: eso es una patanería que no tiene perdón. En cambio, a las bellas no se les debe tolerar demasiadas necedades pues su belleza es un bien que ellas deberían agradecer todos los días con estricta devoción. Lo contrario no es del todo deseable porque una belleza sin malicia es como una manzana de plástico. Desde mi humilde opinión una mujer hermosa cesa de serlo o cuando está desnuda o cuando está junto a otras mujeres (la soledad aumenta la belleza). El escritor Kingsley Amis solía decir —según cuenta su hijo— que lo que más apreciaba de una mujer desnuda eran sus ojos. Se concentraba en sus pupilas y era entonces cuando encontraba de nuevo el misterio.
Qué sencillo es herir la susceptibilidad de una persona en México. Las causas son de lo más diverso: si no atiendes una llamada telefónica porque estás dormido o no tienes deseos de responder eres de inmediato objeto de un proceso judicial que se lleva a cabo en la cabeza del ofendido. Si organizas una reunión has de entrada ofendido a una docena de personas a quienes no convocaste a tu mesa. Lo mismo sucede cuando intentas ejercer la crítica pues los aludidos suelen dividirla en “halagos” y “ofensas” otorgando a las segundas un peso desmesurado. Buscan con lupa la desaprobación y el escarnio para en seguida lamentarse: les debe ser muy excitante.
Frente a esta sensibilidad extrema a veces he optado por ser aún más descarado o provocador en mis juicios: “Señor, con todo respeto usted me parece emergido de la garganta de un cerdo”. Si de todas maneras vas a ofender pues es mejor hacerlo abiertamente. No obstante es la cortesía, en mi opinión, una de las virtudes más reconfortantes y eficaces que conozco. Ser cortés no es ser hipócrita, sino ejercer la sabiduría en lo que respecta al conocimiento de los demás. No encuentro una manera más elegante de desentenderse del mundo. Si doy por sentado que buena parte de las personas me son odiosas entonces ser cortés es un magnífico método para administrar o paliar mis fobias. Y aún así no estás salvado: muchos se ofenden porque consideran la cortesía una ausencia de honradez o sinceridad. Esto es un dislate porque debido a la experiencia sabemos que la sinceridad en muchos casos suele causar grandes estragos.
Lo que no deja de sorprenderme es que siendo los mexicanos tan susceptibles como son, acepten sin más el aumento de impuestos que les impone una opulenta clase política (una clase en apariencia imposible de ofender). Qué extraño es este comportamiento. Acaso es que lo que somos en el ámbito de la intimidad se encuentra divorciado de lo que somos a la hora de habitar el espacio público. Qué amor por la ofensa se respira en esta sociedad.
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