El Universal
Cuando las ideas que deseo expresar me parecen sencillas, más trabajo me cuesta ponerlas en palabras. Un lingüista me dirá: “lo que sucede es que no tienes ideas”. Un escritor me acusará: “lo que pasa es que no tienes palabras”. Ambos tendrán razón a su modo, pero yo permaneceré en la frontera de ambas opiniones y continuaré insistiendo. Se pelea duro en estas cuestiones de hacerse comprender, sobre todo cuando se ha tenido tan mala educación como la mía (no asistí a escuelas importantes y mis grados académicos brillan por su ausencia). Me consuelo pensando que si el hombre común necesitara un doctorado para reconocer una injusticia, entonces la sociedad se haría imposible: no podríamos distinguir entre una tragedia y una comedia.
Mis hermanos tienen ahora el mismo problema que acosó a mis padres cuando éramos niños: sus bolsillos no dan lo suficiente para que sus hijos puedan asistir a una escuela de renombre. Sin embargo, su preocupación es hasta cierto punto secundaria porque la educación no pasa necesariamente por la escuela y en la vida cotidiana uno prefiere a un vecino honrado que a un ladrón con estudios. En ausencia de dinero no tengo más remedio que dar consejos (una pésima costumbre) y persuadir a mis hermanos de que para educar bien a un niño es suficiente con prepararlo para que, desde ahora, no aumente más daños a su comunidad. Y si se desea llevar a cabo una tarea tan extenuante (mucha más compleja que obtener 20 licenciaturas) no está de más seguir unos modestos principios.
Nunca olvidaré que antes de entrar a la escuela primaria (en ese tiempo el kínder era una frivolidad y desde mi opinión lo continúa siendo) yo sabía leer y escribir porque mi madre se tomaba un par de horas diarias para ponerme a picar piedra frente un cuaderno. Quien me dio la vida me puso también en el camino de la escritura, es decir me dio armas para intentar comprender el mundo que me rodeaba. Es probable que esa primera enseñanza me llevara en el futuro a convertirme en un autodidacta y a descubrir el hilo negro cientos de veces. No importa, al menos construí sentido desde mi experiencia y me goberné por mis propias reglas. El recuerdo de esa mujer, mi madre, (quien apenas si cursó unos años de escuela) tratando de iniciarme en los misterios del abecedario continúa siendo el fundamento de mis opiniones acerca de la educación.
Richard Rorty, un filósofo de quien desconfía tanto la derecha como la izquierda (síntoma de salud), dice que la capacidad que tenemos de sentir compasión por el sufrimiento de los demás se encuentra por encima de la razón o el sentimiento religioso. Si uno le enseña a sus hijos (sigo con el relamido y empalagoso consejo a mis hermanos) a tener obligaciones frente a otras personas, a respetarlas, a no hacerlas sufrir y a respaldarlas cuando busquen deshacerse de los tiranos, entonces se puede estar seguro de que se ha caminado mucho más lejos que cuando se gastan fortunas para procurarles una educación “privilegiada”. Leer libros de buenos escritores, usar racionalmente la tecnología, hacerse de una conciencia ecológica, alejarse de la televisión abierta cuya programación es un insulto a la buena convivencia, intentar pensar por uno mismo, comprender que no existen verdades definitivas e intentar ser generoso con los más débiles, son los cimientos de una educación real para la que no se requiere más inversión que sensibilidad e intuición civil. Y para ayudarme un poco en esta perorata (el autodidacta nunca está seguro de lo que dice) citaré las palabras de un santo políglota que tiene muchos adeptos, George Steiner: “Ser culto requiere mucho más que erudición y elocuencia. Más que ninguna otra cosa significa cortesía y respeto. La cultura, como el amor, no posee la capacidad de exigir”. He aquí unos sencillos preceptos que podrían servir de guía para quienes no pueden pagar a sus hijos una “buena” educación y que tienen la desgracia de vivir en un país donde la enseñanza escolar pública de nivel básico se halla tan deteriorada. ¿Qué otro camino?
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