Confabulario
Sonia Peña
El coronel no tiene quien le escriba es una novela breve y de argumento aparentemente sencillo, su protagonista es un coronel innominado que espera por más de cincuenta años una carta (su pensión) que lo redima a él y a su asmática mujer de la miseria en la que viven. Mientras, concentran sus esfuerzos en la crianza de un gallo de pelea, la otra posible solución a sus males.
Si digo que el argumento es “aparentemente” sencillo es porque el autor nos cuenta a manera de relato lo que el médico y filósofo Pedro Laín Entralgo desarrolla en su tratado La espera y la esperanza (1957). Entralgo explica que “el español suele distinguir muy bien entre ‘espera’ y ‘esperanza’”. Y diferencia estos dos grados de expectación. Tal distinción implica importantes connotaciones: la espera se proyecta hacia objetos concretos y a mi alcance, ni necesarios ni imprescindibles para mi vida, y cuya frustración no sobrepasa los sinsabores de un disgusto momentáneo. La esperanza, en cambio, apunta a un bien irrenunciable para mi felicidad y destino. Su pérdida conduce a la desesperación.
Según este concepto, el coronel es un hombre “esperanzado” porque cada viernes confía, con la inocencia de un niño, que la ansiada misiva llegue y ponga fin a sus tormentos: “en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta”. Como un Sísifo dispuesto a empezar una y otra vez, cada fin de semana recoge la piedra sobre sus hombros e inicia la cuesta arriba de su destino, a pesar de las advertencias de su esposa, quien, al igual que Sancho Panza, representa la contraparte lógica del relato: “Nos estamos pudriendo vivos”, es la realista conclusión de la mujer.
En la mitología griega Pandora es creada por órdenes de Zeus para castigar a los hombres a quienes Prometeo había entregado el fuego divino. Según Hesíodo, los hombres vivían libres de todo mal, pero Pandora, curiosa, abrió el cántaro que contenía todos los males y de él brotaron miseria y sufrimiento. Cuando volvió a colocar la tapa sólo quedó en el fondo la esperanza. Según la versión de Hesíodo, la esperanza sería un castigo, a diferencia de la cultura judeo-cristiana que considera a Abraham el padre de la fe porque “esperó contra toda esperanza”. De estas dos versiones prefiero la griega para nuestro coronel, pues en él más que don es un castigo.
Con lenguaje llano y al alcance de todos, la novela incluye momentos difíciles de olvidar. Como aquel en que la mujer le recuerda al marido que son “huérfanos” y de inmediato el lector se solidariza con ella porque sabe que no hay palabra que describa la pérdida de un hijo. O aquella ironía con que el coronel se queja de que los periódicos nacionales, controlados por un régimen dictatorial, sólo se ocupan de lo que ocurre en Europa: “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”.
Cuando estamos condenados a la esperanza más vale aferrarse a ella con la obstinación del coronel, quizá ese sea el camino para mantenerse vivo, a pesar de la insoportable realidad. Este parece ser el mensaje de un libro que no llega al centenar de páginas y que nos confirma que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
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