Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
Nunca se sintió hijo legítimo ni menos heredero de nadie
I
Quizá hay un libro
clave (no el mejor ni el más ameno) para adentrarnos en la vida y obra
de Patrick Modiano, el último Premio Nobel de literatura, titulado con
alguna ironía Un pedigrí, suerte de confesiones de infancia,
adolescencia y primera juventud, que nos sería útil para entender en
algo las dos temáticas cardinales de las que parte su obra: el lustro
de la Ocupación (1940-1945) y los años de la desolada y árida primera
juventud en la década de los sesenta. Ante todo, Modiano parece haber
escrito Un pedigrí, como muchas de sus espléndidas novelas, para responderse dos interrogantes sobre la identidad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy?
Stendhal adujo que escribió de corrido su autobiografía (Vie de Henry Brulard)
para no mentir, o mejor, no adornar la realidad; algo parecido, tenemos
la impresión, buscó Modiano, pero cuidó mucho no herir inútilmente a
la gran mayoría de los mencionados.
En el mundo parisiense de la postguerra, tres
personajes familiares hacen un triángulo que apenas se sostiene de lo
roto que está: el padre, un italiano-francés judío (Albert Modiano), la
madre flamenca (Louisa Copelyn), “una muchacha bonita de corazón
seco”, de la que sabemos que fue una mediana actriz, y el hijo
(Patrick). Podría añadirse un hermano (Rudy), con quien se entendía muy
bien, pero murió muy pronto, y sabemos que su muerte le afectó de
manera muy honda.
Astutamente ese padre judío no se inscribe durante
la Ocupación alemana en “el censo de judíos” (1940-1945) y de milagro
no es atrapado por los nazis o los colaboracionistas y mandado a un
campo de concentración durante la Ocupación. ¿Cómo? ¿Por qué? Queda un
halo secreto. Para sobrevivir, el padre se mueve como Pedro por su casa
en el dédalo sórdido del mercado negro y de los negocios turbios.
Salvo una fugacísima prosperidad, vivirá gran parte de su vida en “una
miseria dorada”. Por demás, siempre comentó escasamente sobre su
pasado.
Modiano vive una infancia y adolescencia sin
ternura, en las que los padres casi siempre están ausentes. Una vida,
hasta los primeros éxitos juveniles en la literatura, no exenta de
pobreza y, en momentos, de miseria, que aun pudo llevarlo a cometer
robos de hambre y en la cual estuvo muchas veces a punto de perderse, y
si no ocurrió fue por una mezcla de extraña fortuna, por el éxito
temprano en la literatura y por algo intrínseco que rechazaba la
desviación a la mala vida. En general al padre y a la madre busca no
juzgarlos, sino comprenderlos, pero hay algo íntimo, triste, que lo
lleva a describirlos en varios libros de manera despiadada en una prosa neutra.
Al padre jamás le perdonará haberlo mandado a internados y cuarteles, y
menos, que lo haya llevado alguna vez a la comisaría para que lo
consignaran, hechos que aparecen en pasajes de algunas novelas como
recuerdos de desolación e incomprensión. Eso le hará decir alguna vez
que, pese a los lazos consanguíneos, nunca se sintió un “hijo legítimo,
y menos aún, heredero de nadie”.
Fiel a la profesión, fiel a la mediocridad, la madre
trabajará en obras de teatro y en filmes, casi siempre en “pequeños
papeles”. Quizá la más triste de las imágenes que resuma una carrera con
escasos resplandores es cuando, hacia 1960, actúa en el Theâtre des
Arts de Lyon en una obra subvencionada, Las mujeres quieren saber, financiada por un sedero de la ciudad y su compañera. “La sala está vacía todas las noches”, recuerda Modiano. En su novela El horizonte (2010) la madre y su amante se vuelven, para el joven protagonista Bosmans, sombras temibles que no dejan de perseguirlo.
Alrededor de los padres y el hijo, o si se quiere, alrededor del joven protagonista, cruzan en esta autobiografía (Un pedigrí)
una cantidad de personajes incidentales o fugaces, un verdadero
“desfile de fantasmas”, que al lector, que no conozca su obra, lo
pueden llevar a abandonar la lectura si comienza con este inventario,
el cual lleva a pensar más de una vez si no está escrito para los
franceses, en especial parisienses, y para la gente de su generación y,
claro, en un término central, para él mismo y sus fieles lectores.
Incluso en el libro aparecen chicas que uno supone que mantuvo con
ellas una aventura, pero las deja como entre niebla y sombra.
II
Se ha repetido que la obra de Modiano parece un
solo libro; tal vez sea cierto; pero hay tres novelas contadas treinta o
cuarenta años después de los hechos, que podrían publicarse en un solo
tomo las cuales nos parecen variaciones de una sola historia, y cuyos
hechos acaecen al promediar la década de los sesenta: Más allá del olvido (1996), Accidente nocturno (2003) y El café de la juventud perdida (2007). Son bellísimas, en especial las dos últimas. Salvo El café de la juventud perdida,
que se cuenta a cuatro voces, están narradas en primera persona por
un joven veinteañero, quien nunca dice su nombre, aprendiz de escritor,
que parece caminar casi todo el tiempo en arenas movedizas. En las
tres novelas los personajes femeninos principales, una más fascinante
que otra, se llama Jacqueline, quienes están entre los veinte y los
veintiséis años. Las Jacqueline elegidas suelen ser antes de otro y ser
también al mismo tiempo o poco después de otro.
Vaya talento de Modiano para volver inolvidables,
pese a las variaciones y adaptaciones, aquellos días, cuando no se
tenía con frecuencia un céntimo y se vivía a la mala de Dios. Vaya
talento para lograr que aquellas muchachas con escaso suelo económico o
de clase baja o de la pequeña burguesía, se suban a un tranvía llamado
deseo. Muchachas ligeras, algo inconscientes, que a menudo juegan, sin
saberlo o sabiéndolo apenas, a la aventura de vivir, a aprovechar lo
que iba llegando a cada momento, y que un día desaparecerán o partirán
dejando una imagen sin desgaste, y el novelista, muchos años después,
tratará de desentrañar, hasta el último detalle, quiénes eran,
hallando que cada descubrimiento lo llevará a una nueva duda o a un
nuevo misterio. Muchachas sin demasiadas ambiciones, o si alguna las
tenía, se intuía que no llegaría a cumplirlas. A un ferviente lector de
su obra podría parecerle que si en una novela de Modiano no hay una
joven deseable y finalmente alcanzable, se volvería una narración sin
luz. No sólo en esta rara trilogía, sino en novelas donde aparecen con
otros nombres, como en Villa Triste (Ivonne Jacquet), o en La calle de las tiendas oscuras (Denise Coudreuse) o en El horizonte
(Marguerite Le Coz), tendrán estas jóvenes, como las Jacqueline, una
fugacidad luminosa. Dentro de toda la grisura juvenil que vive, el
narrador encuentra de súbito destellos, sobre todo en alguna muchacha
que da la ilusión de que el sol ha salido, ya encontrándola por azar en
algún café de la rive gauche, en un hotel ínfimo o por un
accidente de tránsito, la que tarde o temprano desaparecerá, o se irá
silenciosamente con otro, o se suicidará por una razón tan íntima que
la causa sólo puede ser pasto para las conjeturas, o quedará junto a él
por un breve tiempo y acabará por irse a Berlín o a un lugar que
siempre se ignorará. Ya pasados los años o los muchos años, al
escribirlos y describirlos, renacerán esos relámpagos intensos que
iluminarán de nuevo, para darse cuenta de que al terminar de recrearlos
se han apagado y son sólo sombras o espectros. Por demás, las
relaciones eróticas en las novelas de Modiano nunca están explícitas,
sino entendidas o sobrentendidas, salvo de alguna manera en las ávidas
páginas finales de Accidente nocturno, donde el erotismo se
vuelve difícilmente respirable por la intensidad con que está
insinuado, en especial cuando el joven y Jacqueline (Beausergent) van
subiendo en el elevador al piso de ella.
Si en Más allá del olvido hay un triángulo amoroso que puede ser un cuadrángulo, pasa lo mismo en El café de la juventud perdida. En Más allá del olvido
el joven narrador es pareja de Jacqueline, que lo fue antes de otro
joven, pero surge aún otro, de mayor edad, más peligroso, llamado Pierre
Cartaud, y En el café de la juventud perdida el joven
aprendiz de escritor es pareja de Jacqueline Delanque (Louki), pero aun
antes hubo un esposo al que dejó, pero al último descubrimos que
probablemente fue también pareja de Caisley, un investigador alquilado
por su esposo para buscarla.
III
Modiano escribe en un estilo sencillo y elegante,
como si buscara que sus períodos fueran a menudo lances de esgrima. En
sus libros es una obsesión tratar de recobrar, a través de la memoria,
el mínimo detalle de personas y hechos, para integrar, hasta donde es
posible, esa variedad o multiplicidad de fragmentos. Su máxima podría
ser: reconstruyamos al máximo lo que es posible indagar, dejemos los
agujeros negros imposibles de llenarse, y volvamos con lo que tenemos
páginas de bella o alta literatura. Uno no puede tomar una novela de
Modiano sin que se adentre de inmediato en la intriga, lo
envuelva un misterio o una situación indeterminada, y quiera saber
ávidamente qué sucede después. Tienen algo de policiales y son mucho
más, van más allá.
En sus novelas hallamos la reflexión incisiva,
donde no está exenta la emoción, y el sentimiento que nos deja a lo
largo de las páginas es ante todo de tristeza. “Sólo tengo para
escribir una memoria lejana”, podría haber dicho, y con esa memoria,
modificándola de continuo en sus detalles, con sus matices y
anfibologías, retoca admirablemente las mismas experiencias y a veces
los mismos personajes. Sin embargo, Modiano sabe, como lo supo Marcel
Proust, que el rompecabezas no puede armarse del todo, y la realidad y
la vida de alguien, incluyendo la de uno mismo, tampoco puede armarse
del todo. Mientras más lejano es, el recuerdo se parece más a las
figuras y las sombras del sueño. Los territorios del recuerdo son
infinitamente más pequeños que los del olvido.
Pero en Modiano encontramos aun la memoria de lo que no se vivió o del hubiera sido o pudo ser…
¿No dice acaso en un momento de nostalgia inútil algo que podría
referirse a cualquiera de sus novelas en las que recrea su vida gris y
opaca de los años sesenta que fueron para él como la edad de nadie?: “A
veces me gustaría dar marcha atrás y volver a vivir todos esos años
mejor de lo que los viví. Pero ¿cómo?” O en otra ocasión: “Me pregunto
si esos años muertos vale la pena rememorarlos”. O: “A veces se te
oprime el corazón cuando piensas en las cosas que habrían podido ser y
no fueron.” El hubiera sido es tan triste y doloroso como los momentos tristes y dolorosos que le fue dado vivir.
No sé si por una angustia oscura o por feroz
claustrofobia, el destino de los personajes primordiales, sobre todo el
que tiene la voz narrativa, que solemos identificar con el propio
Modiano, es huir. Huye de los internados de provincia o
parisienses, huye de las amistades incómodas, huye de las situaciones
embarazosas, huye del ser-vicio militar para no ir a la guerra de
Argelia, huye de su madre que lo acosa para pedirle dinero, huye a
París y huye de París, huye del Mediodía francés o de una ciudad que
tiene frontera con Suiza, huye a Londres con la Jacqueline de Más allá del olvido, quiere huir a Mallorca con esta Jacqueline y con la inolvidable Louki de El café de la juventud perdida,
quiere huir ante todo de su miedo y aprensión... La fuga lo exalta y lo
embriaga, pero a donde vaya –o imagina que va a ir– suele extrañar
París.
París es su centro, o más bien, ciertas zonas, como
el Barrio Latino (en su franja marginal), Auteuil, Neuilly, Pigalle,
Montmartre y L’ Étoile, donde en algunas áreas puede uno desaparecer y
nadie se daría por enterado. Por lo demás, mucha de la vida de sus
personajes suele pasar en calles sin lujo, en hoteles de mala muerte,
en cines, y sobre todo en cafés, de los cuales destacan El Dante, en Más allá del olvido, y Le Condé en El café de la juventud perdida.
En esta trilogía de novelas, Modiano se distancia o
se aproxima a los personajes según lo crea conveniente. Puede haber en
ellas una abundancia de protagonistas, que se desarrollan poco o no se
desarrollan: meros personajes de paso, o a lo más, incidentales. Y sin
embargo al lector no le parece eso un defecto. Por ejemplificar, entre
muchos casos, en El café de la juventud perdida la gran mayoría
de parroquianos que rodean a Jacqueline (Louki) no acaban de tomar
vida en la novela; igualmente pasa con Caisley, que parece de principio
tener una importancia vital en Accidente nocturno, o con los amigos ingleses que hacen en Londres él y Jacqueline en Más allá del olvido.
Me atrevería decir que casi no hay libro de Modiano que no sea de una intensa belleza melancólica, pero El café de la juventud perdida,
incluyendo el desenlace trágico, es para mí el que más. “Había habido
muchas Jacquelines en mi vida. Esta sería la última”, se prometió el
narrador en algún momento de la novela. Y no (lo) fue.
El encanto, según Stevenson y lo repitió Borges, es
quizá la mayor cualidad de un escritor. Desde luego, Modiano no es un
autor de la grandeza de sus antecesores Flaubert y Balzac, Proust y
Malraux, pero en ningún novelista francés he encontrado en los últimos
años tal encanto en sus libros como en los de él. Leer sus novelas se vuelve pronto una muy grata adicción.
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