domingo, 19 de abril de 2015

Mi amigo Gabo

19/Abril72015
Confabulario
Dimitris Yeros

Dimitris Yeros retrató al escritor en sus casa de México y Colombia. Con esas imágenes armó el libro Photographing García Márquez, recién publicado en Alemania por editorial Kerber. Con autorización del autor, reproducimos en este número una versión condensada del epílogo y fotos del volumen. 

Fui a México por primera vez en 2002, motivado por mi buen amigo, el Helenista Cayetano Cantú. Siempre había querido hacer ese viaje y, cuando mi deseo se volvió realidad, disfruté tanto la visita que empecé a ir a México año tras año.
     
Al paso de los años hice muchos amigos en la Ciudad de México y una tarde, a finales de mayo de 2006, mientras comía con el galerista Pablo Goebel, me dijo, con una voz atónita, que había conocido a Gabriel García Márquez el día anterior en un evento social.
     
En ese momento yo estaba trabajando en unos poemas de C.P. Cavafis, los cuales había seleccionado para ilustrarlos con mis fotografías. Le había pedido a varios artistas y escritores famosos, muchos de ellos amigos míos, que posaran como modelos para mis fotografías. Para Ítaca, uno de los poemas más conocidos de Cavafis, había pensado en pedirle a Gabriel García Márquez que posara para mí. Cuando Pablo mencionó que había conocido a García Márquez, inmediatamente le pregunté si tenía el teléfono del escritor. Sí lo tenía y me lo dio, junto con el domicilio del autor.
     
Durante los días siguientes, traté de comunicarme a ese número pero nadie respondió mis llamadas -después me enteré que el número había sido cambiado. En lugar de darme por vencido, le escribí una pequeña carta, en la cual expresaba mi deseo de conocerlo y fotografiarlo. León, otro de mis amigos mexicanos, se ofreció a llevarme a la casa de García Márquez, para deslizar la carta bajo su puerta.
    
Llegamos ahí alrededor de las cuatro de la tarde y, por fortuna, conocimos a Genovevo, el chofer del escritor. Después de que mi amigo me presentó, le dijo “El maestro griego tiene una carta para el maestro García Márquez” y le pidió que se la diera. Para mi gran sorpresa, alrededor de las siete de la tarde, recibí una llamada de la secretaria del escritor, Mónica Alonso.
    
Me dijo que a Don Gabriel le gustaría que yo lo fotografiara, y muy cordialmente me preguntó: “¿Podría venir mañana a mediodía o es muy apresurado para usted?” Me sorprendí aún más cuando me preguntó cómo me gustaría que el escritor se vistiera. Le respondí que él podía vestirse como quisiera.
    
Llegué a tiempo, lleno de ansiedad y nerviosismo. De nuevo estaba acompañado por mi amigo León, quien se ofreció a ser el intérprete.
    
La casa tenía dos pisos, era antigua y grande. Decorada con buen gusto pero no excesivamente amueblada, limpia y organizada gracias a los empleados.
    
Entonces vino mi primera sorpresa, porque en lugar de un traje, el escritor llevaba una camisa de mezclilla, ceñida y recién planchada, con dos plumones en el bolsillo, con un pantalón de mezclilla y ¡un par de llamativos botines azules de piel!
    
García Márquez nos recibió muy cordialmente y hablamos sobre México, Grecia, Homero, literatura, pintura y política.
    
Cuando te daba su palabra, te daba la impresión de que cumpliría con lo pactado pasara lo que pasara; cuando te daba la mano sentías su calidez y cordialidad; cuando sonreía sabías que su sonrisa era genuina y cuando se negaba a algo su negativa era definitiva. Se expresaba libremente, sin vacilar, excepto en las raras ocasiones en las que tuvo que recurrir a su inagotable sentido del humor para evitar una conversación desagradable.
    
Cuando empezamos la sesión de fotos se paró erguido con los brazos rígidos a los costados y sin sonreír, casi como si estuviera asustado. Me preocupaba que, dadas las circunstancias, no pudiera capturarlo en una pose interesante, así que le pedí que se relajara. “¿Cómo puedo relajarme si apuntas tu cámara hacia mí?”, se quejó con timidez y dulzura. Le recordé no era un paparazzo sino un admirador de su obra que lo había visitado como amigo y que intentaba tomar una fotografía “artística” de él que no fuera injusta y no lo hiciera parecer diferente a la realidad. “Dimitri, sé muy bien quién eres”, me dijo, subrayando cada palabra, “y por eso accedí a esta sesión de fotos. Antes de llamarte tenía toda tu ‘radiografía’ delante de mí. Debo decirte que tengo la oportunidad de conocer a la gente con antelación para saber quién puede ser mi amigo y quién no”, continuó con un tono en su voz que soy incapaz de explicar.
    
Parece que a García Márquez y su esposa Mercedes les gustó una de mis pinturas que probablemente vieron en un libro. Cuando más tarde le pedí que saliera a la calle para que pudiera fotografiarlo para el poema de Cavafis “Ítaca”, me dijo indirectamente y casi en broma su deseo: “¡Ah, eso te va a costar mucho, pero me conformo con uno de tus cuadros!” Nos dimos la mano para cerrar el trato.
    
Para Ítaca le pedí a García Márquez que posara como un Ulises moderno, con un paraguas en una mano y sus manuscritos en el otro.
    
En los meses que siguieron, Mónica, su secretaria, y yo intercambiamos varios correos electrónicos. En uno de ellos me hizo saber las fotos que más le gustaron a García Márquez. Entre sus favoritos había una en el que sostenía el paraguas y es la que utilicé para el poema de Cavafis. En otro correo electrónico, mencionó cuál de mis pinturas querían.
    
Al año siguiente, en la primavera de 2007, estaba en Nueva York recuperándome de una mala racha de gripe cuando leí un artículo de viaje sobre Cartagena, la ciudad colombiana de playa en la que García Márquez vivió durante muchos años y que está cerca de donde nació: Aracataca. Tenía una casa de vacaciones en Cartagena y un departamento en Bogotá. En el mismo artículo leí que García Márquez estaba en Cartagena por el momento porque sus compatriotas celebraron sus 80 años por todo lo alto. Sin pensarlo dos veces compré un boleto de avión, tomé la pintura que le había prometido y volé a la hermosa, alegre y calurosa ciudad casi al mismo tiempo que Márquez regresaba de un viaje a Aracataca, agotado y un poco molesto, como me contó más tarde cuando me encontré con él, por las celebraciones organizadas por sus entusiastas compatriotas. García Márquez me relató la experiencia como si hubiera sido parte de un mal sueño.
    
La casa de Garcίa Márquez está en uno de los barrios más bonitos de Cartagena y es conocida por la mayoría de sus habitantes, ya que lo admiran y respetan mucho.
   
Lo llamé por teléfono tan pronto llegué y varias veces después, pero siempre respondió una mujer que no hablaba inglés, así que hice lo mismo que en la Ciudad de México: le pasé una nota por debajo de su puerta para decirle que estaba en la ciudad por unos días y que me encantaría encontrarme con él.
    
Pasaron los días sin que me llamara. Cada vez que pasaba por su casa veía a gente o coches caros entrando y saliendo y tuve que llegar a la conclusión de que el autor estaba demasiado ocupado para responder a mi carta o que no la había recibido.
    
El día que empaqué mis maletas para irme y había perdido la esperanza de verlo García Márquez me llamó y me preguntó en inglés cuánto tiempo más iba a estar en Cartagena. Le dije que me iba a México por la tarde. “Entonces tengo que verte de inmediato”, respondió apresuradamente. Le dije que tenía que dejar la habitación en el Hilton a las dos para irme al aeropuerto y le pregunté si debía cambiar mi vuelo. “No”, me dijo. “Estaré en tu habitación a las doce”.
    
Llegó a mi hotel exactamente a las doce en un gran jeep negro con vidrios polarizados, escoltado por un policía armado y una intérprete.
    
Ese día llevaba pantalón azul y una camisa de lino con rayas azules y blancas. Había llegado sin sus gafas, y el audífono que había llevado en nuestra reunión anterior no parecía funcionar bien todo el tiempo.
    
Nos sentamos en el salón de la suite, en uno de los últimos pisos del hotel, con una vista panorámica del Caribe y la moderna ciudad con sus edificios altos y planos. Cuando le di la pintura que le había prometido, la levantó y la vio detalladamente con deleite y entusiasmo. A él también le gustaba pintar cuando era joven y de hecho algunas veces pintó por pedido. Me dio las gracias con su cálido abrazo habitual. Le pregunté si quería que me llevara la pintura y se la entregara a su secretaria en México. “No, no”, me dijo. “La voy a conservar aquí, en la casa de Cartagena”.
    
De repente, como si quisiera corresponder, preguntó: “¿Quieres tomarme una foto?”. Me sorprendió su ofrecimiento.
    
Como las pesadas cortinas no permitían que entrara suficiente luz a la habitación del hotel, le pregunté si podía fotografiarlo en la amplia terraza del hotel a menos que le importara el calor. “No, para nada”, respondió. “Vamos a salir, me gusta el calor”.
“La única cosa mala que tienes es que nunca te cansas”, dijo riéndose. Esa fue la primera y única broma de esa reunión, a diferencia de nuestro encuentro anterior, cuando hizo bromas continuamente.
    
De vuelta en Grecia, mirando las fotografías que había tomado de él en nuestras dos sesiones de fotos, me di cuenta que en algunas se veía totalmente relajado y natural sentado en su escritorio, en la sala, en su jardín; no como una celebridad preocupada por su imagen sino como alguien completamente imperturbable por su pose o cómo saldría en la foto. Estas fotografías me hicieron pensar que podría añadir algunas más y publicarlas en un libro para los admiradores de su obra. Le escribí acerca de mi idea, incluso le envié un bosquejo de cómo me imaginaba que sería el libro y le pedí que me dejara tomarle algunas fotografías más. Mónica me respondió en su nombre diciendo que le había gustado el bosquejo y mi sugerencia y agregó que estaba muy entusiasmado con la idea, ya que, según sus propias palabras, “con un libro así los admiradores del autor, quien, a diferencia de nosotros, no habían tenido la oportunidad de conocerlo, podrían ver cómo era en su vida cotidiana, en fotografías sin un propósito periodístico”.
    
Al año siguiente, en 2008, lo visité de nuevo en la Ciudad de México, una vez más en primavera y a la misma hora, a mediodía.
    
En la tarde del día antes de nuestra reunión, estaba caminando de regreso a mi hotel de la casa de Álvaro Mutis a quien fotografié sosteniendo un retrato grande de García Márquez. En gran salón central del hotel vi a Gabo y a su esposa sentarse y hablar con el propietario del hotel, que era su amigo. Mercedes me reconoció a lo desde lejos y me saludó con alegría y entusiasmo. Su marido se levantó, me extendió la mano cortésmente y me miró inquisitivamente, como tratando de recordar quién era. En un esfuerzo para ayudarle a recordar, Mercedes dijo: “Es Dimitri, nuestro amigo el pintor de Grecia”, mientras que el dueño del hotel también intervino diciendo: “Es tu amigo, el fotógrafo”. Creo que las dos ocupaciones diferentes con las que fui presentado lo confundieron aún más.
    
Yo tenía un sobre grande con algunas de las fotografías que le había tomado antes. El dueño del hotel supuso el contenido del sobre y me pidió que le mostrara las imágenes. Cuando García Márquez, que para entonces ya había empezado a recordar quién era, vio una fotografía que le había tomado el año anterior, sorprendió a todos con su memoria selectiva, diciendo: “Conozco este lugar. Es en Cartagena, cuando estuve en tu hotel”. Le recordé la reunión programada para el día siguiente, en su casa, a la hora habitual. “¿Lo sabe Mónica?”, preguntó. Yo lo tranquilicé y me fui sin pensar en tomar una fotografía del escritor y su esposa en ese momento en la impresionante recepción del hotel, de estilo renacentista y ostentosamente majestuoso. En realidad, pensaba que podría fotografiarlos a los dos juntos en paz en su casa. Desafortunadamente, Mercedes, su dinámica mujer, tuvo que ir al dentista por un dolor de muelas así que no pude fotografiarlos juntos. Me enojo conmigo mismo cada vez que pienso en la oportunidad que desaproveché.
     Ese día estaba vestido con otro inesperado atuendo: un overall de color verde oscuro, como los que usan los pintores y plomeros pero con una etiqueta de diseñador.
    
Yo le había traído una pequeña escultura de plata de un pez de Grecia para recordarle los objetos que su abuelo hacía con oro en Aracataca, como describió en su libro “Cien años de soledad” y se lo entregué. Lo vio detalladamente, lo sopesó y dijo: “Es una pena, si fuera de oro, valdría mucho”. Luego le di una serigrafía multicolor que yo mismo hice para su esposa. “Para Mercedes, con amor”, escribí en la dedicatoria. Mientras la observaba asintió con la cabeza y dijo: “¡Qué hermosa! Todo está floreciente, como en mi jardín”, y luego añadió en tono de broma:” Este “amor” del que usted habla aquí ¿es amor artístico o debo ir a buscar mi pistola?”.
    
Estábamos en la misma oficina aseada y grande donde lo fotografié antes. Me confesó que estaba a punto de terminar una nueva novela, pero me pidió que no divulgara la noticia todavía. Mónica, su secretaria, me dijo más tarde que él escribía en las mañanas y por las tardes ella lo ayudaba a vincular los capítulos porque “su memoria ya no era lo que había sido”.
    
Hasta el momento no ha habido otra novela publicada con la firma del autor. En cambio, en abril de 2009, su agente literario anunció que García Márquez no podía volver a escribir, lo cual obligó al escritor a negar esta afirmación públicamente. Probablemente sólo convenció a quienes no lo conocían en persona.
    
Frente al escritorio de su secretaría había una gran fotografía en blanco y negro tomada por Richard Avedon en 1976. En ella el escritor llevaba puesto un pesado abrigo con solapas anchas, como el abrigo de un pastor, que lo hacía parecer un pastor santo. Le pedí que se parara en un pequeño taburete para poder contrastar su rostro actual con el de la imagen y lo fotografié.
    
Más tarde, cuando se sentó en su gran escritorio de madera, que siempre estaba limpio y ordenado, le pedí a su secretaria que me diera unas hojas de papel en blanco. Las puse delante de él y le pedí que fingiera que estaba escribiendo algo para que yo pudiera fotografiarlo trabajando. Pareció recordar su juventud en Colombia, cuando dibujaba caricaturas y las vendía, así que tomó su marcador, dibujó rápidamente una cabeza de perfil con una gran nariz aguileña y bigote, y me la dio. “Para ti”, dijo, “para que me recuerdes. ¡Es mi autorretrato!”.
    
Tomé bastantes fotografías ese día. Cuando me fui por la tarde, renovamos una vez más nuestra cita para el año siguiente, pero desafortunadamente nunca volvimos a encontrarnos debido a su enfermedad.
    
Regresé a México dos años después, en la primavera de 2010. No pude reunirme con él en esa ocasión. Yo sospechaba que su salud se había deteriorado y que la familia intentaba ocultar el hecho.
    
En la primavera de 2014 de repente lo vi en un programa de noticias y se veía bastante bien, aunque parecía perdido algo estaba erguido y sonreía como si quisiera contradecir lo que se decía acerca de su salud. Lo vi saliendo de la entrada de su casa con una rosa amarilla en el ojal de su traje gris, acompañado por su secretaria, para saludar a los periodistas y vecinos que se habían reunido para felicitarlo por su cumpleaños número 87.
    
Su aparición en el programa de noticias me recordó el libro dejó inacabado y pensé en comunicarme con él con la esperanza de poder visitarlo y fotografiarlo de nuevo. Lamentablemente la repentina muerte del escritor más legendario del siglo XX, el 17 de abril de 2014, cuarenta días después de su cumpleaños, alteró todos los planes.
Traducción: Giselle Rodríguez/ Alicia Cruz

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