Confabulario
Geney Beltrán Félix
Incansable, con un vigor e inquietud para los que el mundo de afuera luce como una tierra de dominación, José Arcadio Buendía es en Cien años de soledad el tronco iniciador de la estirpe. Se muestra como el padre primigenio de cuya voluntad nace un pueblo y cuya hambre de acción y de saberes lo hace buscar las parcelas y maravillas del futuro. Si, como señaló Mario Vargas Llosa en su ensayo sobre la gran novela de García Márquez, “la familia [Buendía] está concebida a imagen y semejanza de una institución familiar primitiva y subdesarrollada”, José Arcadio en efecto muestra los atributos de un varón clásico en la sociedad patriarcal. No sólo dirige hombres y levanta el pueblo con la traza justa de sus casas y calles, sino que instaura leyes y planea llevar las preeminencias del conocimiento a la conquista de lo real.
Pero algo falta. Al dejarse ver tan decidido por el reino de las labores viriles y las buscas foráneas, José Arcadio no repara en su estatuto de padre. “En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos”, lo detiene su esposa Úrsula Iguarán en el inicio de una de sus desmedidas empresas. “Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros”.
Aquí viene uno de esos virajes en José Arcadio que refrendan la certeza de que —así como en el cauce generoso de la novela los nietos y bisnietos están destinados a repetir las historias y perfiles de sus ancestros, en una lectura que llevada a lo político sería no escasamente problemática— en el nombre del mismo fundador viven varios personajes. Es decir, a la manera de Moisés o Hércules, en quienes los mitos fueron asimilando las proezas de caudillos de diversas regiones y épocas, el primer José Arcadio sería un compendio de las numerosas posibilidades, alternadas y hasta contrapuestas, que puede encarnar la masculinidad en los bosquejos más antiguos de la saga humana. Es, pues, un héroe mítico, plural y vorazmente armónico, a la manera de los fundadores epónimos en las gestas antiguas.
Así, en el episodio que gloso, se dice que el padre “Miró a través de la ventana y vio a los dos niños en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula”.
El hombre que ha erigido un pueblo y se ha lanzado a explorar y devorar los territorios y las novedades del orbe ajeno no tiene el poder para darle realidad a sus hijos sino hasta que su mujer los hace nacer con la palabra. Sus hijos hasta ese momento han sido inexistentes para el mundo al haber sido inexistentes para él. En este punto el héroe amplía sus papeles adentrándose en el recinto de lo íntimo. Se vuelve brevemente un animal doméstico, en la faceta ahora del educador y dador de cuidados.
El carácter primitivo de la estructura familiar se advierte en el hecho de que la costumbre niega a cada integrante la posibilidad de definirse en tanto un individuo en sí, pues se le ve como la parte de un todo al que debe sujetarse o ante el que, como la búsqueda de su definición, sólo cabe oponer la huida. Esto explica por qué los hijos no existen. En primer término, cada hijo es una amenaza: hay el temor de origen de engendrar bebés deformes, por el parentesco de los dos primeros padres; una vez que ese temor no se ve vuelto una realidad en la forma de una cola de cerdo, cada recién nacido entra en una rutina de cuidados y un tiempo de larga espera invisible hasta que la adolescencia exige convertirse en adultez. En segundo término, cada Buendía existe para la acción o el estudio, dentro o fuera de casa, y en un entorno como este no hay lugar para que los afectos —como los que un padre puede mostrar a su hijo— se particularicen sino raramente: con la fugaz excepción de Aureliano Segundo, que sí se desvive en algún tramo de su vida por sus hijas, casi no se conocen las sutilezas ni las gradaciones del corazón, y si los sentimientos se manifiestan lo hacen como pasiones frenéticas y rencores sin límite, cuando no permanecen en una tibia indiferencia sin más.
Por esto, aunque se relatan desencuentros entre unos y otros —como el odio de Amaranta por Rebeca o por Fernanda—, los ires y venires dentro de las cuatro paredes en que residen los Buendía no dan pie a trances que vulneren de manera radical el vínculo entre el padre y sus hijos, razón por la que no hay perjuicios irreparables en estos. Cien años de soledad cuenta la historia de siete generaciones en la saga de los Buendía, desde la pareja original hasta la desaparición de la dinastía, haciendo un acto de magia: es la historia de una familia en la que los conflictos entre padres e hijos se hallan casi por entero ausentes.
La construcción de personajes en conflicto consigo mismos más que con el mundo es una característica de la novela moderna. Cien años de soledad tiene, por supuesto, ejemplos de quienes conoce la desilusión, el asco de sí o el apremio de lo hiriente y lo belicoso, pero su amplio mar fabulador hace prevalecer en los integrantes de la familia una doble pulsión, una dicotomía tajante ante la naturaleza endogámica de la vida en casa: salir a enfrentar y dominar el mundo con el ímpetu de abrirse al futuro o encerrarse en una esfera de ánimos reconcentrados que miran hacia el pasado. Los desacuerdos y fricciones, así como la atracción incestuosa, se diluyen con la acción externa o la resignación, no con la inversión de fuerzas para alcanzar la primacía sobre el otro. Cuando esas fuerzas se liberan y predominan dentro de la casa —la consumación del deseo de Aureliano Babilonia por su tía Amaranta Úrsula, hacia el final de la novela—, la familia se dirige sin regreso a la disolución.
Antes de eso, durante un siglo, los enfrentamientos al interior de la casa, y más los que se podrían haber dado entre padres e hijos, se hallan difuminados y por eso no escinden la conciencia ni alienan a nadie. Los hijos varones sacan sus furias en la calle, en el burdel, en el estudio, en la huelga o en la guerra, y en ese instante se ratifican como adultos y Buendías: la filiación ve esfumado en definitiva cualquier privilegio que podría haber tenido. Ninguno de los Buendía habría escrito una Carta al padre. En Macondo, Franz Kafka habría tomado las armas contra el gobierno conservador o se habría encerrado a leer de alquimia en el cuarto de Melquíades.
Al descansar en la inexistencia de los hijos, esto es, en la irrelevancia interior de los afectos y vínculos entre la figura del padre y sus descendientes, en la nunca aparición de individuos en guerra consigo mismos como resultado de los desajustes primordiales con la raíz paterna, Cien años de soledad hace ver otro seductor anacronismo de su genial e inagotable arquitectura: es acaso la más antimoderna de las grandes novelas de la modernidad latinoamericana.
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