Jornada Semanal
Enrique Héctor González
I
Literatura y política
son dominios que exigen una entrega casi absoluta. Así de intensa y
celosa es su respectiva naturaleza, que se combinan con alguna
dificultad: el escritor permeable a sus convicciones ideológicas
termina a menudo por ser su propio demiurgo, profeta en su tierra,
albacea de sus instintos y progenitor de una obra que acusa su
iluminación, a menudo una forma de la ceguera en términos estéticos; el
político devenido escritor, si rebasa el nivel del mero testimonio o
la autobiografía (pero por la suya, según histéricos criterios, le
dieron el Nobel de Literatura a Winston Churchill), es un especimen de
obra casi invisible destinada a sucumbir en la memoria de sus
avatares logísticos. Hay aún otra flexión en este esmerado maridaje: la
del escritor que se siente llamado a volverse conciencia de una nación y
termina como estadista dirigiendo los destinos de su país (Rómulo
Gallegos, Domingo Faustino Sarmiento, Léopold Sédar Senghor) o
fracasando en el intento (Vasconcelos, Vargas Llosa).
Sin embargo, una cuarta modalidad es la del
escritor cuyos temas y obsesiones no pueden deslindarse del perfil
político inherente hasta a su lenguaje, pues perderían en la escisión
la naturaleza de su propósito y hasta su identidad. Camus y Sartre no
se propusieron escribir sobre la sociedad y sobre el mundo con afanes
peyorativos (esto es, electorales), pero qué duda cabe de que su obra
es una reflexión y una radiografía de época.
En ese mismo sentido, la narrativa de José
Revueltas, plenamente inmersa en la irreductible tarea de examinar,
testimoniar e imaginar la Historia con mayúsculas, no puede desgajarse
de la estructura ideológica que la determina pues, más allá de la
biografía del escritor y de sus andanzas políticas, el río de su
discurso literario se nos aparece tan enjuagado en los problemas
sociales que sería difícil recorrerlo sin humedecerse.
Treinta y tres años –de Los muros de agua (1941) a Material de los sueños
(1974)– son los que abarca la producción narrativa del más bíblico de
nuestros escritores. Por cierto que dentro y fuera de tal período
aparecieron numerosos ensayos políticos, guiones cinematográficos,
algunas obras de teatro y escritos de diversa índole recogidos en los
veinte tomos de sus Obras completas. Se trata, por lo que
respecta a la narrativa, de un material no muy abundante pero tampoco
frugal, si tomamos en cuenta que sólo vivió sesenta y un años: de
noviembre de 1914 a abril de 1976. Se evidencia en estas diez obras
–siete novelas y tres colecciones de cuentos– una unidad que rebasa sus
posturas éticas, y aun la idéntica progenitura que hace reconocible la
semejanza entre los libros de un mismo autor, para afincarse en un
sustantivo del que carece la lengua española, pues no es “terrenalidad”
ni “terrosidad” su nombre, ni se satisface con adjetivos como
“telúrico” o “terráqueo”, y al que habría que designar con algún
neologismo que indicara su pertenencia a la tierra y a la Tierra al
mismo tiempo: acaso “terraridad”.
Militante del viejo Partido Comunista Mexicano, del
que fue célebremente expulsado por sus actitudes antidogmáticas,
encarcelado en su juventud y luego en el ’68 al ser considerado
ideólogo del movimiento, miembro de una familia artística equivalente a
la de los Parra en Chile, en la que destacan el pintor (Fermín), la
actriz (Rosaura) y un músico realmente excepcional, Silvestre
Revueltas, José navegó siempre por los enardecidos mares de la política
en el barco de la duda. La suya iba siempre más allá de la discusión
partidista para insertarse en planos metafísicos que zanjaban sanamente
las pueblerinas diatribas del primitivo estalinismo mexicano, que
encontraba diletante una literatura que luego Evodio Escalante calificó
con otro oscuro neologismo: afín al “lado moridor” del mundo.
Lleva razón José Ramón Enríquez cuando ubica a
Revueltas como un cristiano ateo y asocia su espíritu ético al de
Pasolini y Buñuel, reconocidos agnósticos preocupados por la dimensión
moral del hombre. Pero esta conjetura no alcanza para ver en la
recurrencia ya aludida de la palabra “tierra” (tres de sus obras
narrativas la perfilan desde el título) la “voluntad de construir una
religión terrenal”, ni para ubicarlo, según cierto marxismo
guadalupano, como un “profeta ateo” o un “mártir cristiano”. Sin duda
fue Revueltas un escritor apasionado, pero su rebeldía tiene más de
desobediencia crítica que de revelación doctrinal. A este respecto,
Edith Negrín, una de las estudiosas más atentas de su obra, observa que
el indiscutible aire de familia de sus historias parte “de la actitud
hermenéutica del narrador, de su convicción de que, ocultos por la
superficie perceptible de la vida cotidiana, se encuentran los
significados verdaderos”. Es difícil saber si en realidad existen
sentidos unívocos en el mundo, pero la sospecha de tal certeza
semántica, en todo caso, ha de ser enfocada, tratándose de un
novelista, desde los elementos literarios que mejor definen su obra –el
punto de vista, la cohesión estilística– antes que considerando
asideros siderales o sólo las inclinaciones ideológicas del escritor.
Porque si algo sabe un autor en el que se reúnen tan intensamente
política y literatura, es que se trata de dos dimensiones que deben
dialogar en la obra a través de una cuidadosa mediación.
II
Desde Los muros de agua (1941), y sobre todo en El luto humano
(1943), llama la atención una mezcla específica en la narrativa de
José Revueltas: la del paisaje en su dimensión más plenamente humana
–donde el trazo racial de los personajes y la inclemencia climática no
desplazan la reflexión sobre problemas sociales lacerantes– y el rostro
preciso de las urbes de provincia (donde la actividad del militante
recoge, con casi espantosa precisión, el gesto adusto o tierno de hordas
de hombres usados como carne de cañón por el enganchador político). La
impronta del autor se resuelve en una sensibilidad afín a Dostoievsky y
su religiosidad del sacrificio, dimensión de la fuerza con que ocurren
los acontecimientos, tal como lo advierte el Tuerto Ventura, líder de los indígenas, en la segunda novela.
Pero no sólo la ostensibilidad de las masas anónimas sino asimismo la del innombrado avaro de En algún valle de lágrimas
dejan ver que, en Revueltas, tan abstrusa es la angustia colectiva
como penoso el desazolve emocional de los individuos, pues las rudas
generalizaciones de la novela proletaria y sus obreros ejemplares a la
José Mancisidor y La ciudad roja (1932) –ampliamente
traducida en su momento– están lejos del ánimo ontológico de Revueltas,
para quien tan único y desolado es el ser individual como la masa
engañada. Entre dos escritores peruanos que leyó desde los treinta y a
quienes conoció en algún momento, el filósofo marxista José Carlos
Mariátegui y el novelista José María Arguedas, la literatura de
Revueltas asume la reflexión como el caldo de cultivo de la historia a
contar. Novelista de intensidades, no siempre escapó al áspero rigor de
la meditación en medio de la intriga; sin embargo, la pertinencia de
estas pausas reflexivas se convierte casi en asunto de estilo, visto
que se trata de irrupciones contrapuntísticas como las que tan
generosamente alienta su hermano Silvestre al intercalar la frase de un
son en la gélida geometría de un poema sinfónico.
Probablemente Los errores (1964) sea la
novela donde la preocupación filosófica y la crítica política de
Revueltas, manifiestas en Jacobo Ponce, se entreveren con mayor
lucidez, pues la denostación del estalinismo que emprende desde las
entrañas del partido que lo expulsó dialoga puntualmente con el retrato
de personajes apasionados (Magdalena, Lucrecia, Olegario Chávez) que
equilibran sus frecuentes arrebatos en escenas que el autor interpola
con mano maestra. Así por ejemplo, ante la contemplación, desde su
cuarto en un décimo piso, de cierto desorden vial, Ponce se fascina con
el caos automovilístico tal como lo haría “un ser racional no
perteneciente a la tierra sino venido de algún otro punto del
universo”. Esto no sólo revienta y reinventa el aliento político del
personaje, sino que asimismo lo humaniza al subrayar un momentáneo y
reparador desentendimiento de su quehacer intelectual.
III
Sólo de manera muy general se puede convenir con
Edith Negrín en el apotegma que emplaza lo definitorio de los textos
narrativos de Revueltas a la paradójica tensión entre el
existencialismo y el marxismo, porque junto a su evidente inmersión en
tales líneas de pensamiento, la literatura revueltiana es humanista y
hasta de ascendencia bíblica en su sintaxis enumerativa y donde las
frases en períodos terciados (“despaciosa, cuidadosa, ordenada
crueldad”; “una muerte injusta, irritante, estúpida en absoluto”)
llegan a ser casi agotadoras. Vincular su pasión política con la de
José Vasconcelos (para Octavio Paz, ambos pertenecen “a la misma familia
anímica”) o con el expresionismo dramático de Orozco puede resultar
más provechoso para acercarse a una obra novelística que deviene
minuciosa imagen terrenal del siglo XX
mexicano y que es notable también en sus cuentos, entre los que
sobresale el merecida y múltiplemente estudiado “Dios en la tierra”,
breve historia incluida en el libro homónimo de 1944.
El texto recuerda el famoso poema “Los heraldos
negros”, de César Vallejo (“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no
sé!/ Golpes como del odio de Dios”), pues la oposición
odio-dios-piedra, enfrentada a la trilogía amor-hombre-agua, gobierna la
ideología del relato, que narra un afanoso operativo federal en
tierra cristera donde, se sabe, una estrategia de los alzados consistía
en abandonar los pueblos en retirada silenciosa a fin de diezmar, por
hambre y sed, a los ejércitos gobiernistas. Los señalados períodos
trimembres de Revueltas convienen aquí, en su apatía sintáctica, al
cansancio militar, a la lenta travesía de una tropa destripada por la
fatiga.
La sed física es asimismo espiritual y habla del
completo desamparo en que el hombre vive en la tierra, del sufrimiento
inmediato y su naturaleza de maldición eterna. La grisura del paisaje,
el dolor de estar vivo en campos arrasados por la desecación, se lleva
también los nombres, las anécdotas: no parece pasar nada sino, diría
Gorostiza, “una sed de siglos en los belfos” de los caballos y en
individuos sin identidad en medio del vacío y el polvo. Esta errancia
casi sin fin, sin embargo, se mantiene de una esperanza: la del
profesor del pueblo que, compadecido por la situación de los soldados,
ha prometido acercarles furtivamente un poco de agua. Los hombres lo
esperan casi sin hablar: los diálogos desaparecen del texto.
Naturalmente, la promesa queda sin cumplirse pues,
en los dos últimos párrafos, Revueltas abandona completamente el tono
poético y desolado del relato para describir la manera como, enterados
del acceso humanitario del maestro, los cristeros lo empalan. La imagen
es de una intensidad tan precisa y siniestra que lo mejor es ceder al
impulso de citarla completa:
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda. Completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de un ‘cristiano’, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.
De tal modo se puntualiza, casi metódicamente, el
acto espeluznante, que todo el primer párrafo oculta mediante un
pronombre (“dejarla puntiaguda”) el sujeto “estaca”, que se
aparece como un fantasma en la mente del lector y sólo se explicita en
el párrafo final. No me parece una exageración considerar que la virtud
del cuento y, en alguna medida, de la narrativa completa de José
Revueltas, depende de la pericia con que modera el dramatismo, la
crudeza de sus historias, mediante estos raptos de objetividad
narrativa que contrastan drásticamente con su manera de singularizar el
dolor y la desesperanza.
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