Nexos
Víctor Manuel Mendiola
No sé cómo sucedió, pero cuando era joven me atrapó con entusiasmo ciego una forma.
Durante más o menos tres o cuatro años escribí un soneto diario y, a veces, dos o más. Al principio, me guiaba por la ilusión de una cuenta aritmética: once sílabas con las tres variaciones fundamentales de los acentos, los soportes secundarios —en el principio de cada línea— y la adición, a veces misteriosa y a veces mentirosa, de la rima. Sumaba y restaba. Estas operaciones me hacían cortar y pegar. Las ideas y las imágenes subían y bajaban bajo el efecto numérico. La realidad entraba y salía como cosas desconocidas que se agregan o disminuyen sin explicación alguna. Al mismo tiempo, leía toda clase de sonetos, tratando de hallar la cifra especial de su música. La escuchaba, pero no la podía ver ni desentrañar. La refinadísima y ahora medio olvidada poeta Ulalume González de León me hizo ver, con su intolerancia generosa, dónde acertaba. En esta ansia, también me invadió el anhelo, aún más obsesivo, de la heterotonía y de los versos rijosos del soberbio Díaz Mirón: “Junto al plátano sueltas, en congoja/ de doncella insegura, el broche al sayo”…
Un día, sin advertirlo, la cuenta se transformó. Al golpear con la yema de mi dedo pulgar la huella de mis otros cuatro dedos, oí claramente mi verso. Sentí exactamente lo mismo que experimentas cuando te deslizas insensato, a gran velocidad, en patines o cuando tu mano resbala, apenas incrédula, en la ouija. No corría en mis pies ni me sostenía con mi mano; avanzaba en unas ruedas invisibles y en el asombro/ miedo de la tabla mágica. Me dio una euforia más grande que una borrachera o un viaje. El verso resonaba en todas las cosas y, para mi sorpresa, hablaba de un modo íntimo —inseparable y nervioso— con la prosa, porque también creaba sentido, pedía sentido y se hundía en la vasta franja del mundo. En el Centro Mexicano de Escritores, Elizondo me dijo desde su exigente visión de poeta sin poemas: “Eso es”.
Si escribes un soneto que no dice nada o lo que dice lo dice mal, la forma inmediatamente salta y te señala, si no eres un sordo o un necio, el error, el lugar donde has caído y, sobre todo —lo más importante—, la fuerza enorme del significado, llamándote desde todos los caminos, y la presencia insoslayable de la realidad con su voz clara y precisa, pero también con su ronco vozarrón grueso de violencia y calle. El soneto con sus pasitos de ballet, bajo su difícil quisquilla en busca de vestido delicado y perfecto y en su manía sonora es, al final y como demostró Quevedo, un desplante de puro significado y de la fuerza del mundo que nos pide su representación y hechura. Por eso, en su apretada y a la vez extensa red cabe la prosa y el mito de Edipo —ahí está el texto increíble de Borges— o una carrera en zapatillas de tenis.
El soneto, ese artificio lleno de toda clase de repeticiones, tan sofisticado que ha logrado saltar por encima de los años y las épocas, no es —como muchos consideran— un mero divertimento ni un “artefacto verbal”. Es, sí, una máquina de tocar tiempo y de pensar el mundo, sólo comparable al epigrama o al haikú. Pero el soneto tiene la ventaja que implica la traslación y las síntesis sucesivas. Es una forma que en su miniatura y rebuscamiento deviene lo contrario: intenso contenido en movimiento y a flor de piel. Esto jamás lo podrán ver los descendientes anacrónicos de las vanguardias históricas y de los sesentones y enmezclillados poetas “Beats” de los noventa.
Lo extraño es que con el soneto pasa lo mismo que lo que nos ocurre cuando vamos a ver un gran ballet clásico. En el proemio la escena parece tiesa y, con frecuencia, patética. Una mujer y hombre que dan saltitos en el aire y baten los pies como niños. Ridículo. Pero unos momentos más tarde, si abrimos bien los ojos, ese “ir y venir” —absurdo y grotesco— adquiere una presencia única y poderosa.
Sucede lo mismo con el soneto. Su “cosa en sí” no se da inmediatamente. Sólo la podemos alcanzar si entramos en todo aquello que el propio soneto nos opone, deliberadamente, para que no podamos leerlo o lo leamos mal. Cuando vencemos los obstáculos, entonces estamos en las manos de sus múltiples diferencias en repetición o, para decirlo en el lenguaje amanerado de los filósofos franceses contemporáneos, de su “epistemología” desconcertante, a veces grotesca, siempre aguda.
¿Cómo escribo? ¿Cómo escribo poemas, ensayos o novela?
Después de aquella experiencia juvenil, con el temor a la forma y, al mismo tiempo, con el sueño de su resbaladilla, de su blanca pista tan dura en camino hacia la realidad, en camino hacia el contenido que siempre nos confronta.
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