domingo, 11 de noviembre de 2012

El corazón salvaje de Clarice Lispector

11/Noviembre/2012
Jornada Semanal
Esther Andradi

Hay autores que nos adoptan y nos crían. Nos acompañan, nos consuelan, nos ofrendan en bandeja las palabras que necesitamos. Nos fecundan. Me confieso hija de Clarice Lispector, mi hermana, mi amiga. Desde que la “descubrí” no pude ya dejarla. Me prendí a ella como una lapa, y casi no hago nada sin consultarla. Sus libros, sus palabras sobrevuelan mi mesa de noche, mi escritorio, mis conversaciones. Soy miembro de la cofradía Lispector, la gran escritora brasileña que tuvo el coraje de escribir a contrapelo de su época e impuso, allá por los años sesenta, la mirada sesgada, transversal, oblicua. Mirada de ojos verdes, que por ser tan oscuramente verdes aparecen negros en las fotos; “mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa”, escribió ella. Hablando de soslayo y sin miedo (o sí, pero sin importarle) de estar loca y escribir en consecuencia. Y como siempre pasa con estos autores de los que se es devota, ocurre que alguna vez se mueren y entonces la lectora en plena crisis de abstinencia deambula por el mundo anhelando más palabras, más cuentos. Porque Clarice se fue “a otra cosa” hace treinta y cinco años, el 9 de diciembre de 1977, justamente en vísperas de cumplir los cincuenta y siete años. Y no es casualidad esa expresión “a otra cosa” para expresar su partida definitiva. Diez años antes ella ya había escrito:
Vi una cosa. Una cosa en realidad. Era las diez de la noche en la plaza Tiradentes y el taxi corría. Entonces vi una calle que nunca más voy a olvidar. No voy a describirla: es mía. Sólo puedo decir que estaba vacía y eran las diez de la noche. Nada más. Pero fui fecundada.
“¿Dónde estuviste de noche?”
Más no voy a contarte, te advertía. Y así se queda una, con el corazón en la boca. La “cosa” que menciona Clarice atraviesa toda su obra. Es su infinito apego a la vida y a la muerte. Es la creación. Es la (in)capacidad de decir. Y al mismo tiempo la de ser fecundada. Por esa palabra seca y constante. Sin literatura. “La relación de ‘la cosa‘” titula Clarice uno de sus cuentos más desopilantes. La “cosa orgiástica”. Ésa que le hace confesar que todo lo que escribió “es verdad y existe. Existe una mente universal que me guió. ¿Donde estuviste de noche? Nadie lo sabe”.
No tiene límites para sorprender a sus lectores. Es capaz de comenzar una novela con una frase que penetra desde alguna ventana abierta, y por eso llega sólo desde la mitad, es decir, desde una coma. Así lo hace en Un aprendizaje o el libro de los placeres, historia que además lleva la siguiente nota como advertencia preliminar: “Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy más fuerte que yo. C.L.” Novela que concluye: “Yo pienso lo siguiente:”, dos puntos. ¿Quién quiere más?
En su relato “Un caso complicado”, la narración es intervenida tantas veces por la dificultad de contar la historia, que el lector ya no sabe lo que está leyendo. Y vaya si es complicado. Escribir así cuando en los sesenta el milagro de la literatura latinoamericana que fascinaba a Europa era el reino de lo maravilloso, con héroes transpirados, sus paisajes atravesados por la guerrilla, el hambre de justicia, la revolución social y política. Una literatura ejercida por escritores contestatarios, mayormente varones, exiliados de feroces dictaduras. Y de pronto irrumpió la literatura de Lispector escribiendo desde la vida y los amores, y el sujeto y las emociones y las pulsiones del cuerpo.
No había aparecido hasta entonces tanta mujer en la escritura latinoamericana. Alguien tan despreocupada por la estructura de sus novelas, “la única estructura que admito es la ósea”.
La crítica la comparó con Joyce, pero ella confesó que no lo había leído cuando escribió sus primeros libros. Ni se sentía para nada emparentada con la obra de Virginia Woolf. Y sí en cambio leyó a Hermann Hesse a sus trece años, y fue deslumbrada por los cuentos de Katherine Mansfield. Uno de sus traductores dijo alguna vez que si Kafka fuera brasileño y si Marlene Dietrich hubiera escrito, lo habría hecho como Clarice. Pero Clarice huía de la crítica. “No soy una intelectual” se defendía, y es conocida la anécdota de cuando abandonó la sala en la mitad de un simposio realizado en París para analizar su obra. “No entiendo esta jerga”, dijo y escapó.

“Soy un yo que anuncia”
Reacia a hablar de sí misma y menos de su obra, supo escabullirse hasta de las preguntas de la uruguaya María Ester Gilio, la mejor entrevistadora que dio el Cono Sur en los sesenta. “Todo lo que tengo que decir está en mis libros”, le respondió. Y le mostró un trabajo que Renato Carneiro Gómez denominaba texto-montaje, donde Clarice respondía preguntas al correr de la máquina. Ahí la escritora decía: “No me gusta dar entrevistas. Las preguntas me constriñen, me cuesta responder, y además sé que el entrevistador va a deformar totalmente mis palabras.” Arisca, no se dejaba. Y además: “Soy una persona muy ocupada: cuido del mundo. Y soy responsable de todo lo que existe [...] Incluso soy responsable por el dios que está en constante cósmica evolución para mejor.”
Pero hasta a ese dios llegó a alzarle la voz en Agua viva, esa extraña nouvelle donde escribe un paisaje interno atravesado por flores diversas: “un tulipán solo no es... necesita del campo abierto para ser”, donde descubre que necesita “escribir como quien aprende...” al final termina gritando: “No voy a morir, ¿escuchaste, Dios? No tengo coraje, ¿oíste? No me mates, ¿oíste? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a ponerme muy alegre, ¿escuchaste?” como respuesta, como insulto.
Aunque había nacido en Ucrania, y a los dos meses de vida sus padres de origen judeo-ruso la trajeron a Recife, escapando de los soviets, Clarice Lispector era más brasileña que el carnaval. En 1937, cuando tenía doce años, la familia se trasladó a Río de Janeiro, donde estudió Derecho en la Universidad de Brasil y comenzó a trabajar como periodista en la Agencia Nacional y en el periódico A Noite. En 1943 publicó Cerca del corazón salvaje, su primera novela, que desplazó de un plumazo el centro de gravedad alrededor del cual se venía moviendo la narrativa brasileña desde hacía años. En la misma época se casó con un diplomático y pasó quince años de su vida viajando por Italia, Suiza, Inglaterra y Estados Unidos, con la máquina de escribir en el regazo y sus dos niños pequeños jugando alrededor. Retornó a Río en 1959 donde retomó su actividad periodística y su trabajo literario. 

“Escribir es una maldición”
Afortunadamente para mí, y para quienes somos Clarice-adictos, poco después de la separación de su esposo y por razones económicas, Clarice se vio obligada a escribir todos los sábados una crónica para el Jornal do Brasil. Esta producción, que va desde el 19 de agosto de 1967 hasta el 29 de diciembre de 1973, ha sido reunida en dos tomos en español: Revelación de un mundo y Descubrimientos. Ambos volúmenes constituyen un verdadero banquete de lectura. Porque además de crónicas (como si esto fuera poco), estos textos son a menudo reflexiones sobre la propia obra, retazos de novelas, bosquejos de un diario personal jamás iniciado, observaciones del día a día, entrevistas...
Revelación de un mundo es una caja de sorpresas. Oímos su discado llamando por teléfono a Chico Buarque a altas horas de la madrugada para pedirle una entrevista. Nos habla de su poca tolerancia al alcohol, de sus conversaciones con los taxistas que la llevan y la traen por Río, de sus incursiones en la playa a primera hora de la mañana, de las conversaciones con sus hijos. Del escribir. Por aquellos años los textos para imprimir eran armados con letras de plomo por el linotipista. (¿Será por eso que la literatura era más densa? ¿Qué rol cumple el medio en aquello que se escribe?) Clarice le escribe al linotipista:
Disculpe que me equivoque tanto con la máquina. Primero porque mi mano derecha resultó quemada. Segundo, no sé por qué.
Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si a usted le parezco rara, respéteme también. Incluso yo me vi obligada a respetarme.
Escribir es una maldición.
Algo más tarde, menos crítica, rescata como tentativas toda aquella escritura que no puede llegar a buen puerto. “Después lo que toco a veces florece y los otros pueden tomarlo con las dos manos.” Para acariciar el corazón como consuelo, agrego.

“Me siento tan cerca de quien me lee”
Cada vez que la leo me la imagino en su departamento en el barrio de Leme, en Río de Janeiro, despierta hasta la madrugada, inquieta y sin poder pegar un ojo por las noches. Los ansiolíticos eran sus acompañantes. Empastillada, se durmió con un cigarrillo encendido, se quemó su habitación y ella misma fue una antorcha, pero a diferencia de la escritora austríaca Ingeborg Bachman, que falleció a raíz de un accidente similar en Roma en 1973, Clarice no murió. Sólo que el fuego le marcó el cuerpo y su rostro hermoso con cicatrices. Su brazo derecho también sufrió graves quemaduras y ya no pudo escribir como antes. Pero aun chamuscada su belleza física, detrás de las cenizas estaba exultante. Ardiendo. Su escritura quemaba. “Esto no es un libro. Es un amante”, escribió en Felicidad clandestina.
Aunque sólo pasó su infancia en Recife, el nordeste marcó su lenguaje. Seco, prescindente:
Sería más atrayente si yo lo hiciera más atrayente. Usando, por ejemplo, algunas de las cosas que enmarcan una vida o una cosa o una novela o un personaje. Es perfectamente lícito volver atrayente, sólo que existe el peligro de que un cuadro se vuelva cuadro porque el marco lo hizo cuadro. Para leer, claro, prefiero lo atrayente, me ahorra más, me arrastra más, me delimita y me bordea. Para escribir, sin embargo, tengo que prescindir.
Ninguna concesión al paisaje al que sucumbieron sus antecesores. Por el contrario, Clarice se jugó por la sensualidad de lo subjetivo, las tempestades internas, los tatuajes de las emociones, convencida acaso de la inutilidad del héroe. Si hasta Camus no resiste “ese amor por el heroísmo... Entonces no hay otro modo? […] ¿Entonces un hombre no puede simplemente abrir una puerta y mirar?”, se preguntaba, inocente, desde la niña que fue, escribiendo cuentos infantiles plagados de sentimientos, que los diarios rechazaban. Ellos querían historias donde pasaran cosas, los justificaba Clarice. Pero su estilo es ése, “digo lo que tengo que decir sin literatura”. Seco de todo. “Qué pena que sólo sé escribir cuando espontáneamente viene la ‘cosa.‘”

“Es allí a donde voy”
Clarice Lispector murió en 1977, en su departamento en Río, poco después de la publicación de La hora de la estrella, su última novela.
En el extremo de mí estoy yo.
Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la
que llora, la que se lamenta.
Pero la que canta. La que dice palabras.
¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las
traen de nuevo y yo las poseo.
Antes de partir hacia “otra cosa”, dejó numerosas crónicas, novelas, relatos para niños, y varias compilaciones de cuentos atemporales, urbanos, de un carácter único, alucinados y excéntricos, extraños y a la vez simples. Las palabras son lo que son, y la escritora es el silencio y la puntuación, refugiada en su mundo que ronda una zona de misterio, más allá del enigma y la razón, desprovista de cualquier intelectualidad. De cualquier explicación sobre su obra. Los libros están ahí. Y ella en este rincón. Con su mirada oblicua. “No sé sobre qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada.”
A partir de este año, Brasil dedicará el día 10 de diciembre a la memoria de Clarice Lispector a fin de conmemorar la fecha de su nacimiento. A semejanza del Bloomsday irlandés en honor de James Joyce, el 10 de diciembre será A hora de Clarice. “Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre.” Y tal vez entonces sabremos más de “la cosa”: ¿dónde te fuiste de noche, Clarice?

 

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