Jornada Semanal
Esther Andradi
Hay autores que nos
adoptan y nos crían. Nos acompañan, nos consuelan, nos ofrendan en
bandeja las palabras que necesitamos. Nos fecundan. Me confieso hija de
Clarice Lispector, mi hermana, mi amiga. Desde que la “descubrí” no
pude ya dejarla. Me prendí a ella como una lapa, y casi no hago nada
sin consultarla. Sus libros, sus palabras sobrevuelan mi mesa de noche,
mi escritorio, mis conversaciones. Soy miembro de la cofradía
Lispector, la gran escritora brasileña que tuvo el coraje de escribir a
contrapelo de su época e impuso, allá por los años sesenta, la mirada
sesgada, transversal, oblicua. Mirada de ojos verdes, que por ser tan
oscuramente verdes aparecen negros en las fotos; “mi secreto es tener
los ojos verdes y que nadie lo sepa”, escribió ella. Hablando de
soslayo y sin miedo (o sí, pero sin importarle) de estar loca y
escribir en consecuencia. Y como siempre pasa con estos autores de los
que se es devota, ocurre que alguna vez se mueren y entonces la lectora
en plena crisis de abstinencia deambula por el mundo anhelando más
palabras, más cuentos. Porque Clarice se fue “a otra cosa” hace treinta
y cinco años, el 9 de diciembre de 1977, justamente en vísperas de
cumplir los cincuenta y siete años. Y no es casualidad esa expresión “a
otra cosa” para expresar su partida definitiva. Diez años antes ella ya
había escrito:
Vi una cosa. Una cosa en realidad. Era las diez de la noche en la plaza Tiradentes y el taxi corría. Entonces vi una calle que nunca más voy a olvidar. No voy a describirla: es mía. Sólo puedo decir que estaba vacía y eran las diez de la noche. Nada más. Pero fui fecundada.
“¿Dónde estuviste de noche?”
Más no voy a contarte, te advertía. Y así se
queda una, con el corazón en la boca. La “cosa” que menciona Clarice
atraviesa toda su obra. Es su infinito apego a la vida y a la muerte.
Es la creación. Es la (in)capacidad de decir. Y al mismo tiempo la de
ser fecundada. Por esa palabra seca y constante. Sin literatura. “La
relación de ‘la cosa‘” titula Clarice uno de sus cuentos más
desopilantes. La “cosa orgiástica”. Ésa que le hace confesar que todo
lo que escribió “es verdad y existe. Existe una mente universal que me
guió. ¿Donde estuviste de noche? Nadie lo sabe”.
No tiene límites para sorprender a sus lectores. Es
capaz de comenzar una novela con una frase que penetra desde alguna
ventana abierta, y por eso llega sólo desde la mitad, es decir, desde
una coma. Así lo hace en Un aprendizaje o el libro de los placeres,
historia que además lleva la siguiente nota como advertencia
preliminar: “Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de
dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy
más fuerte que yo. C.L.” Novela que concluye: “Yo pienso lo siguiente:”, dos puntos. ¿Quién quiere más?
En su relato “Un caso complicado”, la narración es
intervenida tantas veces por la dificultad de contar la historia, que
el lector ya no sabe lo que está leyendo. Y vaya si es complicado.
Escribir así cuando en los sesenta el milagro de la literatura
latinoamericana que fascinaba a Europa era el reino de lo maravilloso,
con héroes transpirados, sus paisajes atravesados por la guerrilla, el
hambre de justicia, la revolución social y política. Una literatura
ejercida por escritores contestatarios, mayormente varones, exiliados
de feroces dictaduras. Y de pronto irrumpió la literatura de Lispector
escribiendo desde la vida y los amores, y el sujeto y las emociones y
las pulsiones del cuerpo.
No había aparecido hasta entonces tanta mujer en la
escritura latinoamericana. Alguien tan despreocupada por la estructura
de sus novelas, “la única estructura que admito es la ósea”.
La crítica la comparó con Joyce, pero ella confesó
que no lo había leído cuando escribió sus primeros libros. Ni se sentía
para nada emparentada con la obra de Virginia Woolf. Y sí en cambio
leyó a Hermann Hesse a sus trece años, y fue deslumbrada por los
cuentos de Katherine Mansfield. Uno de sus traductores dijo alguna vez
que si Kafka fuera brasileño y si Marlene Dietrich hubiera escrito, lo
habría hecho como Clarice. Pero Clarice huía de la crítica. “No soy una
intelectual” se defendía, y es conocida la anécdota de cuando abandonó
la sala en la mitad de un simposio realizado en París para analizar su
obra. “No entiendo esta jerga”, dijo y escapó.
“Soy un yo que anuncia”
Reacia a hablar de sí misma y menos de su obra,
supo escabullirse hasta de las preguntas de la uruguaya María Ester
Gilio, la mejor entrevistadora que dio el Cono Sur en los sesenta. “Todo
lo que tengo que decir está en mis libros”, le respondió. Y le mostró
un trabajo que Renato Carneiro Gómez denominaba texto-montaje, donde
Clarice respondía preguntas al correr de la máquina. Ahí la escritora
decía: “No me gusta dar entrevistas. Las preguntas me constriñen, me
cuesta responder, y además sé que el entrevistador va a deformar
totalmente mis palabras.” Arisca, no se dejaba. Y además: “Soy una
persona muy ocupada: cuido del mundo. Y soy responsable de todo lo que
existe [...] Incluso soy responsable por el dios que está en constante
cósmica evolución para mejor.”
Pero hasta a ese dios llegó a alzarle la voz en Agua viva, esa extraña nouvelle
donde escribe un paisaje interno atravesado por flores diversas: “un
tulipán solo no es... necesita del campo abierto para ser”, donde
descubre que necesita “escribir como quien aprende...” al final termina
gritando: “No voy a morir, ¿escuchaste, Dios? No tengo coraje, ¿oíste?
No me mates, ¿oíste? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe
cuándo ni dónde. Voy a ponerme muy alegre, ¿escuchaste?” como
respuesta, como insulto.
Aunque había nacido en Ucrania, y a los dos meses
de vida sus padres de origen judeo-ruso la trajeron a Recife, escapando
de los soviets, Clarice Lispector era más brasileña que el carnaval. En
1937, cuando tenía doce años, la familia se trasladó a Río de Janeiro,
donde estudió Derecho en la Universidad de Brasil y comenzó a trabajar
como periodista en la Agencia Nacional y en el periódico A Noite. En 1943 publicó Cerca del corazón salvaje,
su primera novela, que desplazó de un plumazo el centro de gravedad
alrededor del cual se venía moviendo la narrativa brasileña desde hacía
años. En la misma época se casó con un diplomático y pasó quince años
de su vida viajando por Italia, Suiza, Inglaterra y Estados Unidos, con
la máquina de escribir en el regazo y sus dos niños pequeños jugando
alrededor. Retornó a Río en 1959 donde retomó su actividad periodística
y su trabajo literario.
“Escribir es una maldición”
Afortunadamente para mí, y para quienes somos
Clarice-adictos, poco después de la separación de su esposo y por
razones económicas, Clarice se vio obligada a escribir todos los sábados
una crónica para el Jornal do Brasil. Esta producción, que
va desde el 19 de agosto de 1967 hasta el 29 de diciembre de 1973, ha
sido reunida en dos tomos en español: Revelación de un mundo y Descubrimientos.
Ambos volúmenes constituyen un verdadero banquete de lectura. Porque
además de crónicas (como si esto fuera poco), estos textos son a menudo
reflexiones sobre la propia obra, retazos de novelas, bosquejos de un
diario personal jamás iniciado, observaciones del día a día,
entrevistas...
Revelación de un mundo es una caja de
sorpresas. Oímos su discado llamando por teléfono a Chico Buarque a
altas horas de la madrugada para pedirle una entrevista. Nos habla de
su poca tolerancia al alcohol, de sus conversaciones con los taxistas
que la llevan y la traen por Río, de sus incursiones en la playa a
primera hora de la mañana, de las conversaciones con sus hijos. Del
escribir. Por aquellos años los textos para imprimir eran armados con
letras de plomo por el linotipista. (¿Será por eso que la literatura
era más densa? ¿Qué rol cumple el medio en aquello que se escribe?)
Clarice le escribe al linotipista:
Disculpe que me equivoque tanto con la máquina. Primero porque mi mano derecha resultó quemada. Segundo, no sé por qué.Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si a usted le parezco rara, respéteme también. Incluso yo me vi obligada a respetarme.Escribir es una maldición.
Algo más tarde, menos crítica, rescata como
tentativas toda aquella escritura que no puede llegar a buen puerto.
“Después lo que toco a veces florece y los otros pueden tomarlo con las
dos manos.” Para acariciar el corazón como consuelo, agrego.
“Me siento tan cerca de quien me lee”
Cada vez que la leo me la imagino en su
departamento en el barrio de Leme, en Río de Janeiro, despierta hasta la
madrugada, inquieta y sin poder pegar un ojo por las noches. Los
ansiolíticos eran sus acompañantes. Empastillada, se durmió con un
cigarrillo encendido, se quemó su habitación y ella misma fue una
antorcha, pero a diferencia de la escritora austríaca Ingeborg Bachman,
que falleció a raíz de un accidente similar en Roma en 1973, Clarice
no murió. Sólo que el fuego le marcó el cuerpo y su rostro hermoso con
cicatrices. Su brazo derecho también sufrió graves quemaduras y ya no
pudo escribir como antes. Pero aun chamuscada su belleza física, detrás
de las cenizas estaba exultante. Ardiendo. Su escritura quemaba. “Esto
no es un libro. Es un amante”, escribió en Felicidad clandestina.
Aunque sólo pasó su infancia en Recife, el nordeste marcó su lenguaje. Seco, prescindente:
Sería más atrayente si yo lo hiciera más atrayente. Usando, por ejemplo, algunas de las cosas que enmarcan una vida o una cosa o una novela o un personaje. Es perfectamente lícito volver atrayente, sólo que existe el peligro de que un cuadro se vuelva cuadro porque el marco lo hizo cuadro. Para leer, claro, prefiero lo atrayente, me ahorra más, me arrastra más, me delimita y me bordea. Para escribir, sin embargo, tengo que prescindir.
Ninguna concesión al paisaje al que sucumbieron sus
antecesores. Por el contrario, Clarice se jugó por la sensualidad de lo
subjetivo, las tempestades internas, los tatuajes de las emociones,
convencida acaso de la inutilidad del héroe. Si hasta Camus no resiste
“ese amor por el heroísmo... Entonces no hay otro modo? […] ¿Entonces
un hombre no puede simplemente abrir una puerta y mirar?”, se
preguntaba, inocente, desde la niña que fue, escribiendo cuentos
infantiles plagados de sentimientos, que los diarios rechazaban. Ellos
querían historias donde pasaran cosas, los justificaba Clarice. Pero
su estilo es ése, “digo lo que tengo que decir sin literatura”. Seco de
todo. “Qué pena que sólo sé escribir cuando espontáneamente viene la
‘cosa.‘”
“Es allí a donde voy”
Clarice Lispector murió en 1977, en su departamento en Río, poco después de la publicación de La hora de la estrella, su última novela.
- En el extremo de mí estoy yo.
Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la - que llora, la que se lamenta.
- Pero la que canta. La que dice palabras.
¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las - traen de nuevo y yo las poseo.
Antes de partir hacia “otra cosa”, dejó
numerosas crónicas, novelas, relatos para niños, y varias compilaciones
de cuentos atemporales, urbanos, de un carácter único, alucinados y
excéntricos, extraños y a la vez simples. Las palabras son lo que son, y
la escritora es el silencio y la puntuación, refugiada en su mundo que
ronda una zona de misterio, más allá del enigma y la razón,
desprovista de cualquier intelectualidad. De cualquier explicación sobre
su obra. Los libros están ahí. Y ella en este rincón. Con su mirada
oblicua. “No sé sobre qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo
soy nada.”
A partir de este año, Brasil dedicará el día 10 de
diciembre a la memoria de Clarice Lispector a fin de conmemorar la
fecha de su nacimiento. A semejanza del Bloomsday irlandés en honor de James Joyce, el 10 de diciembre será A hora de Clarice.
“Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con
amor mi nombre.” Y tal vez entonces sabremos más de “la cosa”: ¿dónde
te fuiste de noche, Clarice?
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