Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
En 1986 Octavio Paz se
refirió a un cambio notable en las letras mexicanas: la presencia de una
nueva generación de poetas. Explicaba: “No se ha manifestado como una
irrupción, sino como una lenta marea. Es una generación dividida en
dos promociones: los mayores se acercan a los cuarenta años y los
menores no llegan a los treinta. Juzgarlos sería temerario; no lo es
decir que entre ellos se encuentran algunos de los mejores poetas
jóvenes de nuestra lengua. Nos ha tocado a los mexicanos, durante estos
últimos años, vivir tiempos duros e inciertos; entre los pocos signos
que me devuelven la confianza en nuestra continuidad espiritual,
encuentro dos: la poesía y la música de los jóvenes.”
Si, como piensa Borges, todos somos modernos por
fatalidad, cada una de las generaciones literarias mexicanas ha
escrito lo que tenía que escribir en el contexto de su tiempo y ha
dejado sin duda algo más que un testimonio de su paso por la vida.
Poetas y narradores del pasado inmediato y de la actualidad oscilan,
como señaló Paz, entre la recuperación de las tradiciones literarias y
la ruptura con esas tradiciones, para reinventar el presente. Ningún
escritor es ajeno a las influencias de sus mayores, pero, del mismo
modo, ningún escritor vive anclado exclusivamente a la historia y a la
lección de sus maestros y antecesores.
Las generaciones de escritores de la primera
mitad del siglo xx se han ido decantando con tal justicia poética que
los que sobresalen pareciera que gozan ya de una estimación que se
refleja en la ubicuidad de sus obras. Más difícil es el pronóstico de
las generaciones nacidas entre 1951 y 1990. En este tramo de la
historia literaria del país, tanto el paisaje poético como el narrativo
cambian y se abigarran constantemente, y se irán despoblando, con
seguridad, sólo a la luz de una suficiente distancia crítica y temporal.
Esa historia está por escribirse y sólo tiene dos opciones: la huella
o el olvido.
Sabemos que Sor Juana ha sobrevivido, como han
sobrevivido también Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, Tablada, López
Velarde, Pellicer, Gorostiza, Villaurrutia, Novo, Efraín Huerta, Paz,
Castellanos, Sabines, por sólo decir algunos nombres. ¿Cuanto tiempo
más sobrevivirán? El tiempo que los lectores quieran antes de pasar a
convertirse, exclusivamente, en referencias de las historias, los
manuales, las enciclopedias y los diccionarios de las letras mexicanas, o
bien en temas de exhumación y exégesis académicas que hacen las veces
de lápidas definitivas, cuando agregan a las Obras completas
de un autor toda la viruta, la rebaba y el cascajo que él mismo desechó o
desdeñó. (Hay casos verdaderamente alarmantes en los que los autores
duermen bajo la losa de sus sobras completas.)
Luis Cernuda tenía tal pavor a que, en el
futuro, algún investigador acucioso reviviera lo que él ya había
enterrado, que, al publicar la edición definitiva de sus estudios
literarios (Poesía y literatura i y ii, 1960), solicitó lo
siguiente en la nota preliminar: “El autor quisiera también indicar que
prefiere olvidarse de aquellos trabajos suyos anteriores de crítica,
publicados en revista o periódico y no incluidos en este volumen o en
otros ya editados; e invita ahora a quien por azar recordase alguno de
dichos trabajos o todos, aunque esto ya no sería azar, sino milagro, a
que también los olvide.”
Pero los investigadores, para bien o para mal,
no obedecen instrucciones ni últimas voluntades de los poetas, porque
consideran, quizá, que no hablaban en serio. A pesar de la petición de
Cernuda, cuando Derek Harris y Luis Maristany publicaron la Prosa completa
(Barral, Barcelona, 1975) de Cernuda, la hicieron crecer en más de mil
seiscientas páginas con todo lo que se encontraron, y no incluyeron las
notas de la lavandería nada más porque no las hallaron.
En su celo profesional y académico, los
investigadores suelen olvidar que el destino de todo escritor lo
determinan los lectores y no sus hermeneutas. Tal es la historia
literaria. En la última década de su vida, Octavio Paz, en Madrid,
sintetizó su ambición de permanencia en unas pocas y diáfanas palabras:
“Todo escritor tiene un ideal de escritura. A mí me gustaría dejar
unos pocos poemas con la ligereza, el magnetismo y el poder de
convicción de un buen artículo de periódico... y un puñado de
artículos con la espontaneidad, la concisión y la transparencia de un
poema.” Es una aspiración sin duda humilde pero no modesta. Gutierre de
Cetina (siglo xvi) sobrevive por un maravilloso madrigal (“A unos
ojos”): tres estrofas, diez versos, que valen por una obra y una vida.
Esto o el olvido. Tales son los únicos destinos del escritor.
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