El Espectador
Héctor Abad Faciolince
¿En 1961, cuando se publica El coronel no tiene quien le escriba? No, esa fue una edición casi secreta que su editor, Aguirre, no consiguió vender. ¿En 1963, cuando Cortázar publica Rayuela, o en el 66, cuando Vargas Llosa publica La casa verde? ¿O más bien en mayo de 1967, cuando García Márquez publica Cien años de soledad? Quizá para encontrar un punto intermedio podemos aceptar la fecha que ha propuesto la Fundación Miguel de Cervantes: 1962. En este año mágico para las letras latinoamericanas, Mario Vargas Llosa gana el Premio Biblioteca Breve en Barcelona con La ciudad y los perros, Carlos Fuentes publica en México La muerte de Artemio Cruz, y García Márquez en España La mala hora (en edición corregida por puristas censores idiomáticos, que Gabo repudió).
En realidad no importa el año: ese decenio de los sesentas fue, en todo caso, un período de iluminación en el que las letras latinoamericanas deslumbraron al mundo. Han pasado 50 años desde entonces, y aunque medio siglo tal vez sea todavía poco tiempo como para hacer un balance definitivo, algunas cuentas provisionales sí pueden hacerse. Las hizo esta semana Mario Vargas Llosa, en Madrid. En este momento él es el único protagonista del boom que todavía puede hacerlo, cosa que él mismo reconoció, no sin cierta nostalgia. Oyéndolo recapitular lo que fue el boom mediante anécdotas en apariencia intrascendentes, pensé en los elementos que se combinaron en un mismo momento para desatar ese fenómeno: primero, la personalidad arrolladora de cuatro escritores, que no sólo escribían bien, sino que tenían un enorme encanto personal; estos cuatro se unieron en una amistad firme; fueron impulsados por una sagaz agente literaria (Carmen Balcells), y quizá también manipulados por la máquina propagandística de una revolución —la cubana— que en ese momento despertaba simpatías entre los intelectuales del Primer Mundo. Todo esto al mismo tiempo era como encontrar los astros alineados para que se produjera esa explosión irrepetible.
No faltará el iconoclasta que menosprecie el fenómeno desde el punto de vista literario; tampoco faltará quien diga que se trató de una operación comercial y política, mezcla de capitalismo catalán con comunismo cubano. Pero estas críticas suenan ridículas cuando se releen los libros que se publicaron en aquellos años, o cuando se constata que dos de sus representantes recibieron, al cabo del tiempo, el Premio Nobel. Hubo casualidades, hubo suerte, algunos se encontraron en el momento adecuado, pero llegaron allí con obras que desde entonces forman parte de nuestra memoria de cosas imaginadas. Esos libros se añadieron a nuestro mundo real, y lo completaron, con el encanto fantástico de lo irreal.
El boom tuvo además la fuerza necesaria como para hacer ver otras obras latinoamericanas —quizá incluso más grandes que los libros de sus protagonistas indudables— que no habían recibido tanta atención: los cuentos, ensayos y poemas de Borges; las primeras novelas de Onetti; el Pedro Páramo de Rulfo o el Paradiso de Lezama Lima, y algunos libros de Cabrera Infante o de José Donoso. El boom iluminó hacia atrás y también abrió un camino hacia adelante.
La literatura latinoamericana no empezó con el boom (Sor Juana, Sarmiento, López Velarde...), ni tampoco terminó ahí (Lispector, Bolaño, Villoro…). Pero el antes y el después no recibieron sombras del boom, sino luz de la explosión de un grupo de genios.
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