Confabulario
Alegría Martínez
Huberto Batis cumple 80 años de vida, de los cuales ha dedicado más de 60 a fortalecer y difundir la cultura de nuestro país desde la escritura, la crítica, la cátedra, el ensayo, la edición y la formación de escritores y periodistas. Su fama de energúmeno y erotómano ha opacado a la que debería tener, también, como maestro generoso y paciente, uno de los pocos seres humanos que han comprimido su propio tiempo creativo para enseñar y abrirle espacio a generaciones de toda índole, adictas como él a la escritura, y que gracias a Huberto hoy editan y publican en distintos espacios.
Reconocido por su trabajo como director del extinto suplemento sábado de unomásuno, al que se dedicó a lo largo de 25 años, más que por los títulos de sus libros, colecciones y revistas publicados, Batis comparte en entrevista pasajes de su dura infancia y anécdotas de los cinco años que estuvo en la comunidad de jesuitas, que afirmó encontrar en él la vocación de sacerdote, cuyas virtudes por fortuna supo conducir por mejor camino.
Manos de Pato y estricta disciplina
“De chiquito, mi casa era una biblioteca, mi papá era un médico muy culto, le gustaba mucho la música. Todo el tiempo oíamos ópera y él estudiaba y tocaba piano y violín ya en grado muy avanzado y a mí me puso a estudiar piano, pero yo no tenía manos de pianista; apenas alcanzo la octava por abajo si estiro mi mano a todo lo que da.
“Mi profesor me dijo: ‘¿Cómo quiere tocar piano si tiene usted manos de pato?’ ¡Mira cómo las tengo! No puedo abrir los dedos, si los obligo sí, pero no se pueden abrir solos, así que yo estaba negado y el maestro convenció a mi papá de que era inútil. Me dio un gusto enorme, porque mientras a mí me ponían a estudiar piano, mi hermano y mis amigos jugaban beisbol, futbol y todas esas cosas.
“Fue una infancia muy dura, de una disciplina espantosa; cada comida era un examen de lo que me había dejado leer mi papá. Te decía el nombre científico de las verduras, de todo lo que comías, o te platicaba de dónde había salido el café, el azúcar, las papas y te preguntaba el nombre científico y en latín de la lechuga”.
Los jesuitas te voltean al revés como calcetín
Huberto huyó a los 15 años de su casa paterna, de donde esperaban que saliera médico, pianista y violinista, pero él no quería ser nada de eso. Llegó con sus propios medios al convento de San Cayetano, donde los jesuitas lo ganaron para la causa. Allí ayudaba a un sacerdote a dar misa a las 6 de la mañana.
Cinco años en la Casa de Aprobación le abrieron el coco, dice el autor de Por sus comas los conoceréis, que estuvo encantado de estudiar, bien, literatura española y latín, al grado de poder escribir y hablar en ese idioma, y además, conoció ahí a Carlos Valdez, a Emmanuel Carballo, la crema y nata de los estudiantes del país.
Hechos los votos de obediencia, pobreza y castidad, a los dos años de haber ingresado a la Congregación Mariana de la Virgen , el estudiante que leyó el Tratado sobre la amistad de Cicerón en su idioma original y, aunque en menor medida, también leía textos en griego, realizó los ejercicios espirituales de preparación de san Ignacio de Loyola.
“Los jesuitas te voltean al revés como calcetín. Haz de cuenta que antes de entrar a esos ejercicios quieres mucho a tu familia, pero después te da hueva verla, los consideras florecitas del campo, ya no te interesan. Toda tu personalidad se cambia. Dentro de la Compañía de Jesús no puedes elegir amigos entre tus compañeros; se les llama amistades particulares, como si fueran noviazgos y de hecho lo son. Si te haces cuate de otro que está estudiando como tú, empiezas a hablar del latín de Cicerón, de san Pablo, de Jesucristo y al ratito, ya te estás mandándole cartas y, después, hablas de las cualidades de tu compañero y te conviertes en su íntimo cuate.
“A cada rato salían de la Compañía uno o dos estudiantes a los que encontraban culpables, y uno se preguntaba: Bueno, pero, ¿qué hicieron, se dieron besos, cogieron? Y te decían: ‘No, aquí está su correspondencia sobre la Virgen de Guadalupe, las cartas de san Pablo, el pensamiento de san Ignacio de Loyola’”.
El voto de obediencia, el más fuerte
“El voto de obediencia es el más fuerte porque si te ordenan sembrar rábanos o zanahorias al revés, con las hojas para dentro y el rabanito para fuera, tú piensas: no, no es así, pero debes obedecer y sembrarlos como te lo ordenan. Hay obediencia de voluntad y de ejecución. Así que puedes pensar: pinche viejo pendejo que me manda a hacer esto. Yo lo hago de voluntad, eso es lo quiero hacer y entonces les parece muy bien, pero yo no podía. No puedo creer que si te ordenan que barras con la punta de la escoba, debas hacerlo porque te digan ‘así se barre’. Pues no, obviamente no.
“A mí me pusieron una tarea horrenda. Había un sacerdote que me caía gordísimo, era odioso y me puso por obediencia limpiar su baño diario, tenía que lavar la taza y acabar con todo, los pelos, en fin, todo lo que hay en… era horrible. ¡Me traía unas ganas!”
Mi mamá, culpable de mi afición por la belleza
Cuando Huberto era niño, su mamá, a quien le gustaba mucho el cine, lo llevó a ver películas durante las que por momentos les ordenaba a él y a su hermano taparse los ojos.
“Nosotros nos los tapábamos así: —Huberto se cubre los ojos con los dedos abiertos—. El erotismo se reforzó durante mi niñez y mi mamá es muy culpable de lo que yo llamo mi afición por la belleza, por llevarnos tanto al cine. Yo me sabía los nombre de las actrices, como el de Esther Williams, que era una especialista en nado sincronizado y empezó a participar en películas musicales en los cuarenta. Era una bailarina acuática que abría las piernas así —estira dos de sus dedos—; y era preciosa”.
El problema de la castidad
Al estar con los jesuitas, cuando les tocaba platicar, reconstruían películas entre todos, como aquella que recuerda Huberto, en la que Gloria Swanson se quitaba los guantes lentamente y se los lanzaba al galán a la cara.
“Me acuerdo de las canciones y de la actriz. En privado recreábamos de nuevo la película. El problema de la castidad en la adolescencia es que entre los 15 y los 20 años, lo primero que te pasa es que tienes sueños húmedos y te vienes en las sábanas. Entonces corres con tu confesor y se lo dices, pero él te contesta que no te preocupes, porque ‘eso es involuntario’. Años después hubo quien me contó: ‘Yo me programo, leo libros o recuerdo películas y entonces tengo mis sueños húmedos y como es involuntario, pues no peco’. Fíjate qué hipócritas.
“Los primeros años de nuestra juventud, entre los 15, 16 y 17, cuando te arrodillas para comulgar, te vienes porque te rozas con los pantalones burdos de mezclilla. Por eso, te enseñan a lavarte el pito —comenta en voz baja—. Y te dicen cómo: te aprietas abajo lo más fuerte que puedas cuando está flácido para impedir que salga sangre y entonces lo lavas con jabón diariamente para que tenga higiene y luego te pones a pensar en todo menos en… Luego, ya que acabaste de lavarlo, lo sueltas porque si no te haces eso, pues se te yergue y te vienes ahí porque hubo consentimiento y, si consientes, pues ya mejor buscas el modo de que sea placentero. Entonces confiesas, rezas tres aves marías y te la pasas encerrado rezando todo el tiempo, pero yo después, pasado el tiempo, descubrí que todos se masturbaban.
“Me encontré en la biblioteca de los jesuitas un libro en el que decía: ‘Padre, soy Fulano de Tal, quiero confesarme por escrito porque me da mucha vergüenza hacerlo de otro modo. Yo me masturbo 17 veces al día’. Entonces pensé: Y yo que apenas llego a tres. Puta, ¡Estoy lejísimos!”
El voto de pobreza
“Tienes que convertirte —dice san Ignacio de Loyola— en bastón de hombre viejo, que es del que puede hacer uso el anciano para lo que quiera, para golpear personas, animales, meterlo en el lodo, o la caca, para ayudarte a caminar, para lo que sea, tienes que convertirte en un pinche bastón.
“Tu formación consiste en que te mandan con otro compañero por el mundo a pedir limosna y a sobrevivir. Entonces llegas a un mercado y pides de comer y te tiran fruta podrida, te dan de palos, te persiguen porque piensan: Pinche güevón, cabrón, ¡cómo es que un muchachito de 16, 15 años está pidiendo limosna! Está prohibido decir: soy religioso, por amor de Dios denme algo, estoy demostrando mi pobreza. Nooó.
“Cuando la cosa se ponía muy fea, tenías que llegar a una parroquia y pedirle al cura que te diera un trato humano, algo de comer, una cobijita y una paja para dormirte. Luego te mandaban otra temporada a un hospital a ayudar enfermos, donde hay leprosos con gente muy enferma, moribundos, de todo. Claro, ahí te dan de comer como a las monjas o a los esclavos que están en ese lugar”.
La verdadera prueba
Por órdenes del maravilloso papa Juan XXIII, como lo califica el autor de Lo que “Cuadernos del Viento” nos dejó, llegó el momento en que se acabaron los conventos donde las monjas lavaban ropa, hacían comida y limpieza para que los demás vivieran como señoritos; había que trabajar en escuelas o donde se pudiera para poder vivir y se empezó a psicoanalizar a los jóvenes.
“Enviaron a un sacerdote europeo que había estudiado psicoanálisis; tenía a su cargo asomarse a una comunidad de 450 personas para sacar de la Iglesia a quienes no tuvieran vocación.
“Me empezó a tratar. Nos dio pláticas de literatura, música y toda clase de materias. Sus papás tenían una casa padrísima en Cuernavaca y nos íbamos ahí a nadar, a comer, tomar el sol y también cerveza. Eso te relajaba mucho y soltabas la sopa”.
Varias veces, sin saber manejar, Huberto tomó la súper carretera recién construida por Miguel Alemán en la que aún no había nadie, hasta que un día el psicoanalista le advirtió: “Ahora viene la verdadera prueba: vas a regresar a la casa de tu familia, les dirás que vas de vacaciones”.
“Y me fui. Juntaron a toda la familia en la casa de mi papá, pero él se las olió y todo el tiempo que estuve ahí grabó todo, había botones abajo de la mesa. Ya que murió, en sus archivos encontré las grabaciones. ¡Qué es esto, guácatelas! Días y días yo hablando. Me di cuenta de que estaba pidiendo auxilio: ‘¡Sálvenme, acójanme en mi casa!’ Además, mis papás ya se habían reconciliado; les vino un segundo aire durante el que nacieron dos hijos más, luego se volvieron a agarrar del chongo y vivieron hasta su muerte separados”.
En esas vacaciones, el joven dijo a sus padres: “‘Ya me quiero regresar, no tengo ninguna vocación’. Imagínate. ¡Yo que soy sobrino de San Luis Batis, mártir del Vaticano! Y llegó un momento en que por fin les dije que quería ser escritor. Mi papá dijo que yo tenía razón, que todo ese tiempo había sido inútil, que me había atrasado cinco años y ya no iba a poder hacer una carrera”.
La paterna aceptación
Aceptado de nuevo en su familia, al día siguiente, su padre le entregó una mesita, una vieja máquina de escribir, papel y un lápiz. Para ser escritor, eso era todo lo que el joven necesitaba, le dijo. Después de lo cual, todos los días Huberto debía escribir y su padre se dedicó a corregirle ortografía, sintaxis y todo lo necesario.
El sacerdote psicólogo le había confirmado a Huberto: “Veo en tu infancia un caldo de cultivo pésimo para ser sacerdote jesuita o religioso; huiste de casa de tus padres porque ahí había un ambiente pernicioso, ellos no se hablaban durante años, se llevaban a gritos y sombrerazos, vivían enemistados”.
Los jesuitas, en cambio, incluido el guía espiritual, opinaban que el joven sí tenía vocación. El Vaticano le envió una ambigua carta a Huberto que decía: “Haga usted lo que mejor le parezca en el momento en el que lo crea conveniente”. Pero el superior de la comunidad, al saber lo que opinaba Roma, le dijo: “Lo voy a ayudar. Ya no lo queremos aquí, porque va a ser una mala influencia”.
Entre los 20 y los 21 años, Huberto Batis volvió a Guadalajara, donde tuvo un año para pasarla bien: hizo amigos, tuvo novias y se puso al día en películas. “Pude ver a Gina Lollobrigida, a Silvana Mangano y a todas esas mujeres maravillosas, aparte de las películas de Fellini, entre muchas otras. Nunca debí siquiera intentarlo, porque yo no tenía vocación religiosa, sino literaria”.
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