Confabulario
Gerardo de la Torre
En memoria de Pedro Armendáriz (1940-2011) y Vicente Leñero (1933-2014)
1. A fines de diciembre de 2011, una de esas noches gélidas me llamó Felipe Cazals.
—Le tengo malas noticias —me dijo.
—Me imagino por qué —repuse.
—Le voy a decir una cosa: Pedro Armendáriz no va a regresar.
No hacía falta decir mucho más.
Pedro se había sentido mal en los últimos
meses. Una molestia en un ojo, algo como una basurita en el fondo.
Quizás un pequeño tumor que podría interesar el cerebro. Ese mes de
diciembre, en cuanto grabó el último capítulo de la telenovela en que
estaba, Pedro viajó a Nueva York a tratarse. Le encontraron cuatro
tumores en el cerebro. No había nada que hacer.
—Nada de lloriqueos —dijo Pedro a sus hijos.
No sé qué tanto los hubo. De Nueva York
sólo retornaron las cenizas de Pedro, no se dio el funeral imponente que
aguardaban los buitres de las televisoras. Un día de enero, a dos o
tres semanas de la muerte del actor, nos reunimos la familia y los
amigos en la casa de Armendáriz en la avenida Contreras. Sobre una mesa
había una gran foto de Pedro, y allí la urna con sus cenizas, un paquete
de sus eternos cigarros Camel, una botella a medias de Macallan, como
él la dejó. Por toda la sala, en los muros, sobre los muebles, había
fotos de Pedro en familia y con los amigos. Allí estaban sus cuatro
hijos, su hermana, varias mujeres a las que amó, los amigos. Sumando a
los actores, arquitectos (Pedro era arquitecto y entre 1962 y 1964
trabajó en la edificación del Museo Nacional de Antropología),
cineastas, un sacerdote jesuita, escritores, éramos cerca de un centenar
de personas. Recordábamos, volcábamos la pena en la conversación.
2. En la década de los años noventa y hasta
el primer lustro del siglo XXI, Pedro, Vicente Leñero, Felipe Cazals y
yo nos reuníamos con frecuencia, casi siempre en la casa de Pedro, a
comer, a beber whisky, a conversar. El gran Petróvich Armendáriz era un
infatigable contador de anécdotas del cine. Aunque debutó en nuestro
cine en 1965 (en el filme Fuera de la ley, dirigido por Raúl de
Anda hijo), desde muy pequeño había frecuentado los escenarios
acompañando a su padre. Le gustaba contar cómo en 1946 asistió en
Cholula a la filmación de una escena de la película Enamorada. En
ella el general José Juan Reyes, interpretado por Pedro Armendáriz
padre, recibe un par de bofetadas de la hermosa Beatriz Peñafiel (María
Félix) y el general acaba diciendo: «Con esa mujer me voy a casar». El
niño miraba a su padre, miraba a la actriz que más allá repasaba las
líneas del libreto, a la gente que tiraba de los cables y trasladaba la
cámara, al director y el camarógrafo que conversaban apartados de los
demás, a los extras vestidos de revolucionarios. Vivía el momento en un
mundo fascinante que poco más tarde sería el suyo.
En el año 1969, John Wayne —gran amigo de su padre— invitó a Pedrito a participar en el filme Los invencibles
(dirigido por Andrew McLaglen). Wayne era un coronel unionista y Rock
Hudson uno confederado; Pedro hijo interpretó al bandido Escalante, que
amenaza a los coroneles. Y contaba Pedro: «En mi primera escena, a
caballo, tenía de frente a mi izquierda a John Wayne y a mi derecha a
Rock Hudson. Y, la verdad, me estaba meando del susto. Wayne me dijo:
“Tranquilo, Pedrito”. Y en eso dieron la claqueta y mi caballo se puso
nervioso, respingó y me desbarajusté todo. Logré controlarlo y Wayne
quedó impresionado porque no me salí del personaje y dije bien mi
texto». En la escena, Wayne acaba desenfundando y despacha al otro mundo
al bandido. Y para Pedro Armendáriz hijo era motivo de orgullo que
alguna vez lo hubiese matado John Wayne, aunque fuera en una película.
Pedro y Vicente Leñero sin parar
desgranaban historias al calor de los whiskies. Vicente, subdirector por
entonces de la revista Proceso, era de muy amplio registro y lo
mismo abordaba temas políticos que cuestiones de teatro, literatura,
cine. Cómo se inició en el teatro gracias a unos títeres de barro y
trapo que él y sus hermanos compraban en el mercado Miraflores de San
Pedro de los Pinos. Cómo preparaban escenografías de cartoncillo. Cómo
compraban muebles y utilería en miniatura. Cómo representaban cada
sábado un par de obras. Cómo cosecharon éxitos domésticos con la puesta
en escena del Tenorio y de Las calaveras del terror, obra adaptada por su hermano Armando a partir de los episodios fílmicos. Cómo redactaban a máquina el periódico Mariposa
que daba cuenta de la suerte de las obras y de la vida y milagros de
los títeres actores. Cómo ingresó al cine. Cómo obtuvo en 1963 el premio
Seix-Barral. Cómo…Cómo… Cómo…
La entrada de Armando en la juventud —contó
Leñero— dio al traste con el juego teatral. Como él era el alma de las
escenificaciones y de la elaboración del periódico, su renuncia puso fin
a nuestra actividad de titiriteros. Cambiamos el teatro por el beisbol,
regresamos a la lectura obsesiva de Julio Verne y Salgari y un día
metimos en un cajón los títeres, las escenografías y el mobiliario y
enviamos nuestros juguetes a los niños pobres.
De una cosa estaba seguro Vicente: quería
escribir, ansiaba ser escritor, ver sus poemas reverenciados, publicados
sus cuentos y novelas, sus obras de teatro representadas. Y si Vicente
Leñero quería escribir, si desde niño lo dominaba la pasión de la
lectura, si adaptaba historias propias y ajenas para los títeres, si
redactaba artículos y editaba periódicos domésticos, si lo entusiasmaba
escribir cuentos y poemas que seguían sin encontrar destinatario, si
tenía clarísima la vocación, ¿por qué decidió estudiar ingeniería?
De lo expresado en una entrevista parece
desprenderse que eligió los estudios de ingeniería como complemento o
como apéndice de la aspiración de convertirse en escritor. «Al escribir
—dijo—, el autor se asoma a muchas historias y muchas vidas. Eso me
gustó desde joven, y la ingeniería me enseñó a ordenar y estructurar mis
ideas». La verdad es que eligió la carrera porque era muy bueno para
las matemáticas, tenía facilidad, contó en otra ocasión.
Una vez contó una historia espeluznante, un
episodio que sus amigos pensábamos que jamás iba a publicar. Finalmente
lo hizo en el número conmemorativo de los 30 años de Proceso en
noviembre de 2007. Se trata del relato terrible de las amenazas que,
hacia 1984, contra la integridad física de Leñero y su familia lanzó
José Antonio Zorrilla, titular entonces de la Dirección Federal de
Seguridad, a fin de impedir la publicación de un artículo que
comprometía a Manuel Bartlett, secretario de Gobernación. Zorrilla había
hablado con Julio Scherer, quien se negó a dar marcha atrás. Le
preguntó entonces a don Julio quién era su hombre de confianza en Proceso y sin titubeos dijo Scherer: «Leñero». Zorrilla lo sabía.
El director de la DFS se sentó a hablar en
privado con Vicente, frente a una mesa en la que pusieron vasos de agua.
«Mire, Leñero, yo sé muy bien dónde vive usted, a qué escuela van sus
hijas, a qué horas entran y a qué horas salen. La vida es difícil,
Leñero, muy difícil».
—Y tomó el vaso —dijo Vicente, lo fue arrastrando hacia la orilla y lo dejó caer. El vaso se hizo pedacitos.
«Piénselo bien, Leñero —siguió Zorrilla—, hable con Scherer, dígale que no publique ese artículo».
—Así que hablé con don Julio, le dije de las amenazas a mi familia. No publicamos el artículo.
En esas tan añoradas (y ya imposibles)
reuniones, Felipe Cazals y yo éramos más bien escuchas, aunque de vez en
vez lanzábamos frases lapidarias.
3. La relación de amistad estaba subrayada
por sólidos lazos profesionales. El actor Armendáriz trabajó en filmes
dirigidos por Cazals como El tres de copas (1986) y Su alteza serenísima (2000). Interpretó papeles escritos por Leñero, como el muy importante del Tarzán Lira, del filme Cadena perpetua,
dirigido por Arturo Ripstein, que en 1978 obtuvo el Ariel a la mejor
película. «Es uno de los mejores libretos que he escrito para el cine»,
acota Leñero. Aparte, Vicente y yo escribimos casi todos los libretos de
la serie Tony Tijuana, con el personaje protagónico interpretado por Pedro.
Con Felipe Cazals, Leñero tuvo mala suerte. Allá por el año 2000 le encargaron un guión basado en la novela El crimen del padre Amaro.
El filme lo iba a dirigir Cazals, y cuando el guión estuvo listo se lo
entregaron a Alfredo Ripstein, quien se lo llevó a su casa, lo leyó con
calma, lo reflexionó. Al otro día los citó en su oficina.
—Yo no puedo hacer esta película —dijo—. Soy judío, los católicos me van a matar. Perdón, pero no la voy a hacer.
Felipe Cazals —contó Leñero— se levantó
profiriendo palabrotas y se fue, furioso con Ripstein. Y pasado el
tiempo un día Alfredo Ripstein dijo: «Ahora sí quiero hacer El crimen del padre Amaro».
Ya se le había pasado el susto. Pero no
llamó a Cazals sino a Carlos Carrera. El guión se fue casi intacto en su
segunda versión.
Años después hizo para Cazals un guión de narcos titulado Tierra Blanca, sobre un narco, casi el Güero Palma. El filme no se realizó. Mala suerte.
A mí me fue mejor con Felipe. En tiempos de
Margarita López Portillo, cuando el cine fue abandonado y muchos
cineastas se refugiaron en la televisión, escribí para Cazals lo menos
cien programas (por cierto, el jefe de producción era Pedro Armendáriz).
Luego colaboré con el realizador en el guión de la película Kino (1992) y en el guión Los niños de Morelia, Premio Guión Inédito en el Festival Cinematográfico de La Habana 1997. La película nunca se hizo.
4. Con Vicente Leñero sostuve una relación
larga, productiva, enriquecedora. Nos conocimos a finales de los años
sesenta mediante José Agustín (los dos trabajaban en la revista Claudia) y desde el principio sostuvimos jugosas conversaciones sobre el arte de narrar. Habíamos leído, cada uno por su lado, La hora del lector
(1957), un ensayo de José María Castellet que defendía un realismo
crítico que se apoyaba en técnicas narrativas como los relatos en
primera persona, el monólogo interior y las narraciones objetivas. A los
dos, cada uno por su lado, nos fascinó el libro y en nuestras obras nos
preocupamos por aplicar tales o cuales fórmulas. Esos caminos anduvimos
largo rato.
En los años ochenta un grupo de escritores
nos reunimos con la idea de escribir una novela colectiva. Tocó a
Vicente escribir el primer capítulo y los demás lo seguimos por veredas
tortuosas. El resultado fue El hombre equivocado (Mortiz, 1988). Nada del otro mundo, un jueguito inocuo y simpaticón.
Dos años después, como ya se ha dicho, Leñero y yo emprendimos la factura de guiones para la serie Tony Tijuana,
protagonizada por, ¿quién más?, Pedro Armendáriz. Y en el año 2005
perpetramos una antología de cuentos, poemas, obras de teatro y crónicas
de beisbol, en la que incluimos nuestros textos. Leñero la bautizó Pisa y corre y la publicó Alfaguara.
5. Cosa de treinta años después de la publicación de La hora del lector,
Vicente Leñero y yo recordamos ese libro que, confesamos, tanto había
influido en nuestro quehacer literario y nos preguntamos si habrían
envejecido las ideas de Castellet. Ni él ni yo conservábamos el librito
publicado por Seix Barral, pero Vicente se enteró de que en España había
una nueva edición y pidió al corresponsal de Proceso que le
consiguiera dos ejemplares. Llegaron y cada quien se quedó con uno. Días
más tarde nos vimos y comentamos el texto. A mí me había parecido
dogmático.
—Me decepcionó —dijo simplemente Leñero.
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