domingo, 12 de mayo de 2013

El canon inclusivo

11/Mayo/2013
Laberinto
Julio Ortega

Borges postuló que todo gran escritor inventa a sus precursores. Esto es, una obra mayor levanta una nueva genealogía literaria. No se trata de influencias ni de modelos dominantes, sino de algo más creativo y dinámico: nuestros escritores favoritos nos reordenan la biblioteca. Borges, por ejemplo, nos remite a De Qincey y Kafka. García Márquez a Rabelais y la Crónica de Indias. Carlos Fuentes al Quijote, a Balzac, a la narrativa gótica. Para proseguir la provocación borgeana, he propusto considerar no la historia sino el futuro: cada escritor mayor inventa a sus lectores. En el siempre cambiante espacio de la lectura, hoy las genealogías se nos han hecho melancólicas: más que las raíces nos importan los próximos frutos. La lectura nos renueva.
Quizá por eso, porque en la literatura siempre todo está por hacerse, es que nos obsesiona la construcción de un canon, las listas de autores y libros favoritos, las antologías y muestras proliferantes, los concursos fugaces y los premios multiplicados. Carlos Fuentes debe haber sido de los primeros escritores que asumió la construcción de un canon como una apuesta por el porvenir literario. No para afirmar una lista en contra de otra sino porque Fuentes ha sido el primer escritor nuestro que entendió que la literatura no es solo histórica ni solamente actual: es, sobre todo, venidera. Por eso, le importaron tanto las voces del relevo, las ramificaciones intrincadas que produjo la nueva novela latinoamericana. Como buen escritor moderno, creía que las mejores obras se están escribiendo ahora mismo.
Fuentes se debía a sus lectores, y se pasó la vida abriendo camino en la lectura, espacio en la proyección internacional de nuestra novela, y emancipación creativa gracias a la superación de las letras nacionales, esos cánones modestos y obligatorios.
Me ha sorprendido descubrir que Fuentes, sin embargo, no se dedicó a cultivar un solo canon, ni siquiera el del “boom” de la novela latinoamericana. Se rebelaba periódicamente contra el panteón dominante de los escritores localísimos que, incapaces de ganar un concurso, denigraban la competencia y cultivaban la clientela. Me ha parecido descubrir que cada tanto, más pronto que tarde, Fuentes ampliaba su canon de narradores con nuevos y diversos autores, ensayando en el campo de la lectura, algo deportivamente, nuevos ordenamientos, conjuntos de voces distintas, que  sumaban  una cierta representatividad tentativa de lenguas, tiempos, formas, reescrituras y, sobre todo, innovación.
Esos ensayos de cánones permanentemente revisados son siempre inclusivos. Son catálogos no del tamaño de lo real, sino breves, desprejuiciados y casi celebratorios. Pocas cosas le apasionaban más que descubrir a un nuevo escritor. Me atribuía haberlos leído a todos, pero me sorprendía con un nuevo entusiasmo suyo. Juntos organizamos varias sumas de escritores de América Latina y España para foros en Madrid, México, El Escorial, y los coloquios en mi universidad, donde fue profesor visitante los últimos 15 años de su vida. Cuando pienso en el trabajo que Fuentes me ha dado, me doy cuenta que no fue menor el que yo le di a él.
El primer canon que Fuentes nos propuso es La nueva novela hispanoamericana (1969), un verdadero manifiesto del escenario del “boom,” que incluye a sus gestores (Borges, Carpentier), a sus protagonistas (Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez) y, en la otra orilla de la lengua, a Juan Goytisolo. El epígrafe es revelador: “mitologías sin nombre, anuncio de nuestro porvenir.” La nueva novela, en efecto, se desarrolló en nuestra lectura como una biografía incluyente. Bajo el impulso del cambio, que lo excedía, Fuentes a fines de ese mismo año dio a conocer, en Excélsior, otro canon, que demostraba que él era ya un escritor creado por la biografía de lo nuevo. Ese texto suyo, se titula:
“Mis novelas de los sesentas,” y lleva como subtítulo una enmienda irónica: “selección personal y arbitraria de Carlos Fuentes.”
Es un balance de novelas preferidas en áreas lingüísticas, y constituye una verdadera Biblioteca Fuentes. Transcribo el AREA IBÉRICA:
Rayuela de Julio Cortázar.
Gran sertón: veredas de Joao Guimaraes Rosa.
Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
El siglo de las luces de Alejo Carpentier.
La ciudad y los perros y La casa verde de Mario Vargas Llosa.
El astillero y Juntacadáveres de Juan Carlos Onetti.
Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante.
De donde son los cantantes de Severo Sarduy.
Paradiso de José Lezama Lima.
Gazapo de Gustavo Sainz.
El lugar sin límites de José Donoso.
De perfil de José Agustín.
Señas de identidad de Juan Goytisolo.
Tiempo de silencio de Luis Martín Santos.
Los albañiles de Vicente Leñero.
La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig.
Morirás lejos de José Emilio Pacheco.
Muerte por agua de Julieta Campos.
La atención que Fuentes arriesga con los más jóvenes declara su filiación por las promesas de lo nuevo. Las primeras novelas de Sainz y Agustín, es cierto, parecían entonces desencadenar las voces más recientes con la formalidad del riesgo y la frescura de una juventud que empezaba a ocupar los espacios de mediación urbana, entre ellos la novela. Morirás lejos, de Pacheco, reconstruía un evento crucial de la historia de la violencia moderna, solo que lo hacía sumando en ella el linaje de la matanza como un modelo histórico condenado a repetirse implacablemente.
Después, al calor de la época, Fuentes ensayó nuevos ordenamientos, incluyendo siempre otras voces de distintos países. En su última compilación de ensayos, La gran novela latinoamericana, ya no se trata de un canon sino de un balance sumario de notas refundidas. Pero aun en ese panorama expositivo es posible recuperar la curiosidad de Fuentes por los frutos del tiempo, que son ya parte de nuestra biblioteca.
Si no me equivoco, dividió su espacio de lectura en varias constelaciones: Argentina  (seguía con devoción las obras de Sylvia Iparraguirre, Martín Caparrós,  y Matilde Sánchez); Chile (exploraba con gusto, entre los autores recientes, las obras de Arturo Fontaine, Carlos Franz y Sergio Missana); Colombia (prefería las novelas de Santiago Gamboa y Juan Gabriel Vásquez); Puerto Rico (leyó a Luis Rafael Sánchez y a Rosario Ferré). De Brasil leía a Nélida Piñon y de Nicaragua a Sergio Ramírez, con quienes tuvo una gozosa complicidad. De Perú, valoró las novelas de Alfredo Bryce Echenique. No repetiré lo mucho que ha dicho sobre escritores mexicanos, pero recuerdo ahora su estima de la prosa de Alejandro Rossi y Sergio Pitol; la atención que le dedicó a las novelas de Fernando del Paso, Federico Reyes Heroles e Ignacio Solares, tentado por la libertad con que representaron los delirios de la feroz historia mexicana. Tuvo una admiración alegre por Carlos Monsiváis, y una admiración afectiva por José Emilio Pacheco. Apreciaba la prosa artística de Hernán Lara Zavala, Carmen Boullosa y Cristina Rivera Garza. Se sintió renovado con la lectura de Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel Palou y Xavier Velasco. Fue dolorosamente fiel a sus primeras amistades literarias: no cesó de dar batalla por la mejor difusión de José Donoso, y siempre lamentó que Salvador Elizondo, su admirado amigo de juventud, siguiera siendo tan poco conocido.
En la vasta república de las letras, Carlos Fuentes imaginó un mundo de la inteligencia  fraterna, menos encarnizado y más inclusivo.

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